El horror nuestro de cada día (223)

ALARIDO DE TRISTE ARREPENTIMIENTO


El horror nuestro de cada día (223)

La Crónica de Chihuahua
Agosto de 2015, 22:51 pm

Por Froilán Meza Rivera

En la noche silenciosa de normales murmullos cotidianos, se dejaba escuchar de repente un alarido de triste arrepentimiento. Y ese llanto desgarrado de bestia, mujer o espíritu recorría las márgenes del río Bravo. Las gentes de los ranchitos se representaban cualquier cosa, a cual más terrible, según la imaginación de esos pescadores, agricultores y contrabandistas.

Decían que era la lechuza que perdió a sus polluelos. Decían que era el ánima de una pobre ancianita que se había ahogado en el río y que lamentaba desde el más allá por haber abandonado a sus nietos huérfanos de madre en manos de un yerno golpeador.

Circulaban leyendas de toda clase, arraigadas algunas en la tradición de quinientos años de estos asentamientos, e inventadas otras de último momento. Y decían que nadie en el barrio del Progreso y los ranchitos río abajo, podían dormir a gusto cuando los lamentos salían a romper la noche.

El alarido se repetía desde el llamado Baje de los Carretones y se extendía hasta las Lomas de La Juliana.

“¡Ay, mis hijoooooos!” El grito erizaba la piel de los campesinos, quienes taponaban con cera los oídos de sus hijos pequeños, con la creencia de que La Lorona tomaría a cualquier niño desprevenido como si fuera propio.

La mayoría de la gente en Ojinaga atribuyó este espanto a una vieja bruja que dicen que aquí vivió y a quien no tardaron en darle el nombre de La Llorona. Esta leyenda surgió y cobró fuerza en la última década del siglo Diecinueve y hasta más de la mitad de la siguiente centuria.

La Llorona fue una mujer que tuvo fama de haber vivido en una choza de carrizo y zoquete apartada en un claro del río, en las afueras del barrio del Progreso. Era ésta una mujer extraña de pelo negro, largo, de quien nadie supo nunca decir de dónde llegó, sólo que de repente vieron que ocupaba aquel jacalito que usaban los pescadores en la temporada buena.

La mujer traía consigo tres niños pequeños, y nadie nunca supo tampoco de qué vivía, y pronto le atribuyeron que era ladrona de gallinas, o que recorría las cantinas en ambos lados de la frontera revelando la suerte y leyendo la palma de la mano a los parroquianos.

Sin embargo, de repente se le vio sola, sin los hijos.

Alguien aseguró que había presenciado cómo ella misma arrojó a sus pequeños al río, durante una noche de lluvia torrencial... Dijeron que estaba ella parada en el barranco, con el río debajo de ella, rugiendo con la furia de una corriente tan impetuosa como nunca se le había visto. Que el agua de lluvia caía fuerte. Arriba, las negras nubes eran rasgadas de cuando en cuando por algún relámpago o por los rayos que se clavaban en la misma agua.

Después, ella misma desapareció, y la chocita de carrizo y zoquete se derrumbó cuando una creciente del Bravo se la llevó como si fuera una casita de juguete.

A partir de que ya no se le vio más por acá, su leyenda fue tomando forma.

Contaban los viejos, con los pelos de la barba que se les erizaban como electrizados, que en las noches oscuras, a los ruidos naturales, propios de la ribera, se agregaba el alarido inquietante. Aseveraban que los gorjeos nocturnos de las parvadas de pájaros, y los graznidos de las gallaretas que anidaban entre el agua y las hileras interminables de álamos, se interrumpían de pronto ante el otro sonido sonido sobrenatural. Las mismas aves nocturnas, aclimatadas ellas a la noche y sus murmullos, callaban ante un grito desgarrador, triste, lastimero.

En ese tiempo, los vecinos que merodeaban en las diferentes vegas del río, se recogían en sus casas en el pueblo, antes de que cayera la noche franca.

“¡Ay, mis hijoooooos!”