El horror nuestro de cada día (220)

SAÑA HOMICIDA DE UNA HIJA


El horror nuestro de cada día (220)

La Crónica de Chihuahua
Agosto de 2015, 22:40 pm

Por Froilán Meza Rivera

Ojinaga, Chih.- Mientras su madre reposaba los trabajos del día dormitando recostada sobre su cama, la hija se acercó con un vaso de peltre lleno de cera caliente que había ella derretido sobre la estufa, y con saña infinita la vertió en el oído derecho de la mujer.

“¡Para que de veras te duelan, vieja floja!” —Le gritó, en tanto que la pobre madre sufría el dolor inaguantable y se levantaba y daba vueltas en la habitación, para acostarse de nuevo, y volverse a levantar, hasta que corrió hacia el pozo en el patio.

Sin embargo, aniquilada por la feroz invasión del líquido caliente en su cerebro, cayó la vieja y desplomó su cuerpo menudo sobre una piedra de cantera que habían labrado en hueco para dar de comer a los marranos.

Hasta allá la siguió la desalmada hija, sólo para recrearse en la agonía de la vieja. Y ésta sólo alcanzó a decirle antes de morir: “Que Dios te perdone, hija mía”.

Esto sucedió en el año de 1915, en el poblado de Las Vegas de los Sotelo, y los hechos sacudieron a los habitantes de toda la región.

La asesina era una muchacha llamada Eufemia, quien vivía sola con su madre y a quien le había crecido un carácter engreído e insoportable, lo que contrastaba tajantemente con al dulzura y apacibilidad de su progenitora. A la madre la trataba ella como si fuera su esclava personal, y aunque la señora se encontrara ya con los achaques de una edad avanzada y los propios de una vida de trabajos sin fin, cada día la molestaba la mocosa con mil y una impertinencias.

La vieja obedecía en todo a la chavala, pero una vena de maldad profunda, sin embargo, era lo que crecía en el alma de la muchacha malcriada.

Cierto día, Eufemia se le plantó a su mamá y le exigió que le hiciera un vestido para usarlo esa misma tarde en un baile que había en el pueblito. “Pero ya, mamá, es para ahorita, ándale, ándale, ponte a hacérmelo, yo sé que tienes telas”, le urgió.

“No, m’ija, tengo puros retazos, y ya no me da tiempo de ir hasta Ojinaga, mira la hora que es, y además ando muy cansada y me están dando unas punzadas bien fuertes en los sentidos”.

No quiso escuchar más la hija, y se marchó echando pestes, ninguna buena palabra, pero regresó pasadas dos horas, convencida de que su madre siempre terminaba por complacerla.

Pero, por única vez en su vida, la vieja no le tuvo listo el capricho a la chamaca, y estaba dormitando como se dijo. Lo primero que se le ocurrió a Eufemia fue derretir la cera de una veladora para echársela a la madre en el oído, y así lo hizo.

Cuando quedó sola en el ranchito, le dio sin embargo a Eufemia cierto arrepentimiento por el crimen que había presentado ella a las autoridades como un accidente lamentable. Como nunca lo hizo antes, ahora trabajaba en la casa desde el amanecer y hasta entrada la noche, cosiendo ajeno, limpiando, engordando a los cerdos. Pero un día apareció en el ranchito una marrana nueva, venida de no se supo dónde, y este animal perseguía a Eufemia a donde fuera, pero nunca se le vio comer. Se metía a la casa y trompeaba y rompía cuanto se le atravesara, y ensuciaba todo y todo lo pisoteaba y emporcaba.

La gente empezó a murmurar que se trataba de la madre de la muchacha que había regresado pero en forma de marrana. Una mañana, Eufemia amaneció con una afección de la que ya nunca se repuso y que la llevó a la muerte en sólo tres semanas, y es que la lengua se le salió de la boca, y era tan larga como casi veinte centímetros.

Decían que aquello era una maldición que le había echado su madre por haberse comportado de manera tan malvada, y pronto los vecinos trajeron a un cura para exorcizarla, pero todo fue inútil. Gritaba ella, aullaba y se lamentaba del dolor que sentía, y así fue como murió la matricida, con la lengua de fuera.

Y la gente de esta villa se perturbó con estos hechos, y la historia se contó durante muchas décadas.