El horror nuestro de cada día (212)

FALLIDO RITUAL DE EXORCISMO


El horror nuestro de cada día (212)

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2015, 23:54 pm

Por Froilán Meza Rivera

La explosión de plasma nos cegó y el impacto, que se sintió como un choque material, nos arrojó contra las paredes cual si fuéramos pelotas en cancha de rebote. A los cuatro se nos paró el corazón durante varios segundos, y temimos que éste fuera el fin de nuestras vidas.

Habíamos desafiado a fuerzas más poderosas que las que hubiéramos podido reunir nosotros en siglos, y la respuesta violenta que sufrimos fue sólo una advertencia para que nos hiciéramos a un lado. Ése había sido mi primer exorcismo real, mi bautizo de fuego, literalmente, y tal vez sea el último en el que se me permita participar.

Tres días antes, habíamos sido llamados por el hermano Jiménez a una reunión secreta del grupo que practicaba exorcismos bajo los ritos de la hermandad. Era rarísimo que fuéramos requeridos, de hecho durante años se nos olvidaba que formábamos parte de este equipo selecto, porque si las posesiones demoníacas son excepcionales, más excepcional era que sucediera en nuestras filas.

Me explico: quienes realizan exorcismos (o más frecuentemente, falsos exorcismos) son los curas y otros ministros religiosos, y de cien casos que éstos atienden, noventa y nueve son en el fondo trastornos de personalidad.

Así que asistimos el hermano Jiménez, Germán, Natalio y yo. Gran secreto, mucha discreción, susurros y palabras apenas esbozadas, etcétera, es decir, guardábamos nosotros las formas de respeto con que hay que acometer este tipo de delicadas tareas.

De entrada, con voz apenas audible, el hermano Jiménez nos recordó las indicaciones propias del procedimiento que habíamos aprendido cuando la hermandad nos escogió como grupo operativo para los exorcismos: en primer lugar, de entrada, la voz del jefe será la primera que escuche el demonio, pero a una señal de aquél, nos uniríamos en coro si fuera necesario con “la primera anatema”. En seguida, nos turnaríamos la lectura de las siguientes anatemas, que son propiamente una serie de “antioraciones” o maldiciones con las que se proyecta nuestro odio (que es nuestra mayor fuerza espiritual) hacia los seres de maldad.

La noche posterior a la reunión llegamos al domicilio indicado. Las gentes de la casa nos permitieron pasar a un cuarto situado hasta el fondo del patio, húmedo y oscuro con apenas un foquito lagañoso que colgaba a tres metros de nuestras cabezas.

En la esquina menos iluminada estaba una silla de madera, y sobre ésta, pudimos adivinar que, amarrada con gruesas cuerdas de ixtle por la cintura, el pecho, los brazos y las piernas, estaba una joven mujer delgadísima de cabello alborotado y grasiento.
Sus facciones se mostraban deformadas por las llagas sangrantes que le cubrían el rostro. El aliento oloroso a cadáver, y el olor a excremento fermentado nos golpeó, y confieso que estuve a punto no sólo de volver el estómago, sino de alejarme corriendo de aquella sucursal del infierno.

Antes de que el hermano Jiménez sacara el manual de su estuche, los ojos cadavéricos de la muchacha se volvieron hacia el grupo, y de sus labios amoratados e hinchados salió una voz grave como debe ser la de una deidad caída y maldita.

“Está escrito que esta perra ha de morir aquí esta noche, y que yo partiré con la ganancia de los espíritus de todos los moradores de esta casa”, nos dijo en palabras articuladas con lentitud pero sin pausas.

“Les advierto que se deben marchar ahora”.

Pero la advertencia nos llegó tarde, pues en ese instante sobrevino la explosión más increíble que hubiéramos presenciado, y cuyo centro debió ser el pecho de la joven. El cuerpo de la infeliz se desintegró literalmente en millares de piezas sanguinolentas, en medio del resplandor eléctrico con que nos obsequió aquel demonio.

No sólo no pudimos salvar el alma de la mujer, sino que la familia nos culpó del fatal desenlace, y por poco no fuimos denunciados penalmente.

¿Qué fue lo que falló? “Fue simplemente que los simples mortales no tenemos el poder necesario para combatir al maligno, por mucho que alardeemos de fuerza y sabiduría”, nos aleccionó días después el hermano Jiménez.