El horror nuestro de cada día (209)

ESPÍRITUS DE GENTE MUERTA


El horror nuestro de cada día (209)

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2015, 23:52 pm

Por Froilán Meza Rivera

Los ruidos de pasos, que al principio atribuyeron a la distensión del piso de madera en el nivel superior de la casa, se hicieron más frecuentes, y bien pronto tal explicación ya fue insostenible, sobre todo porque eran ya ruidos de carreras y fuertes crujidos.

Mi primo Esteban y Barbarita su mujer dejaron el sofá y se refugiaron en un rincón de la sala, desde donde podrían dominar la vista de toda la pieza en caso de que necesitaran defenderse de la agresión de los ladrones que —pensaron— habían irrumpido en su casa. Los “pasos” aumentaron en velocidad y fuerza de “pisada”, y de repente les pareció como si varias personas caminaran en la planta alta. Aumentaba y aumentaba el ritmo hasta que ya se oyeron pasos en todas direcciones de un lado a otro.

“Pero yo me puse a pensar en que era imposible que alguien hubiera entrado, y más porque apenas hacía treinta minutos, había revisado yo la casa completa, y las cerraduras estaban bien”, comentó Esteban días después. “Y aunque no quería preocupar a Barbarita, era imposible quedarse callado, así que le dije que iba a subir, armado, claro, de un palo, que era todo lo que tenía a la mano”.

A Bárbara no le gustó la idea de quedarse sola ahí, e indefensa, y se aferró del brazo de su marido, y fueron ambos hacia el pasillo y la escalera.

Allá iban, dando cada paso como dos corderos que se dirigieran al matadero.
Habían llegado Esteban y su esposa Bárbara, a su casita en aquel pueblo, a donde iban cada vez que necesitaban descansar de las tensiones de la vida de la gran ciudad. Llegaron, revisaron que no hubiera intrusos —ya el verano anterior se les habían metido a robar, por lo que reforzaron las cerraduras al extremo de un fortaleza—, se cercioraron de que funcionaran bien el refrigerador y la estufa, y ajustaron el nivel del aire acondicionado. En suma, el recorrido por la casita debió ser suficiente para saber si había intrusos.

Después de cenar, se pusieron a ver televisión, él con una cerveza y ella tomaba refresco, sentados en el sofá de la salita, en la planta baja. Ese sofá estaba cerca de la puerta, a la que daba la espalda, porque habían acomodado el televisor para que no reflejara la luz que entraba del jardín por la ventana. Iban caminando muy lentamente, aterrorizados, porque el barullo de las carreras seguía, y hasta crecía conforme se acercaban ellos.

De repente, como si se hubiese disparado un arma de fuego, se escuchó una detonación que los dejó paralizados en medio de las escaleras, pero al cabo de unos segundos retrocedieron hasta la puerta de la calle, y después de asegurar las tres chapas desde afuera, llamaron a la policía, todavía seguros de que se les habían metido intrusos en su propiedad.

Desde afuera se siguieron escuchando los pasos, e incluso hubo otras nuevas detonaciones, pero a estas alturas, al matrimonio le pareció que tanto ruido era incomprensible en caso de que se tratara de ladrones. “Chato, me parece que es otra cosa... ¿te acuerdas de los cuentos que nos echaron los vecinos cuando compramos la casita? ¿De que había espíritus de gente muerta hace muchos años aquí?”

Esteban recordó algo más, y que nunca le comentó a su mujer, y que ahora también se calló: la casita había sido construida sobre un antiguo y pequeño cementerio indígena, y sus cimientos se asentaron sobre huesos, pero esto no eran rumores ni historias de comadres, sino que era un hecho documentado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Y él ocultó este dato siempre, simplemente para no preocupar a su mujer, y para no influenciarle en su ánimo con algo que le pudiera despertar prejuicios.

Y en efecto, la policía no encontró nada, aunque los ruidos cesaron en cuanto se abrió la puerta de la recámara de arriba, como si los espíritus se hubieran espantado con los pasos de los vivos.

Los ruidos son constante presencia en la casita, y de alguna manera, cada vez se han vuelto menos insoportables para los moradores de fin de semana.

“Pero yo me pregunto quiénes son los intrusos, si ellos (me refiero a los fantasmas, que aquí viven), o nosotros, que venimos una vez al mes”, me dijo Esteban un día, aunque más bien creo que escuché lo que éste pensó en voz alta.