El horror nuestro de cada día (207)

LEYENDA DE LA BRUJA DOÑA MARCIANA


El horror nuestro de cada día (207)

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2014, 23:21 pm

Por Froilán Meza Rivera

Estaba el cadáver sobre un charco de sangre al pie de aquella horrible torre a la que llamaban “El Torreón”.

Aquella infeliz había amanecido muerta, su cuerpo magullado con innumerables golpes, erizada su piel con espinas y volteada hacia atrás la cabeza de rostro que reflejaba un inmenso terror y un sufrimiento terrible. A pesar de que todas las sospechas recayeron en la “hechicera” de los ojos verdes, ninguna autoridad la molestó nunca por este suceso.

Contaba la historia don Andrés López Estrada, antiguo varón zacatecano, quien la tomó de los relatos de los viejos en su natal Juchipila. Era la afamada leyenda de la bruja doña Marciana.

Andrés fue uno de aquellos osados que vinieron a poblar, en la década de los cuarenta, la entonces joven ciudad de Delicias, y se arriesgaron a jugarse el todo por el todo. Así, Delicias se vino a poblar con zacatecanos, duranguenses del norte, así como con chihuahuenses del sur del estado.

Volviendo a la dicha leyenda, don Andrés aclaraba que ésta se originó en la capital de Zacatecas. Se decía que la tal señora doña Marciana Castillo, por la vida que llevaba, tenía fama de hechicera. Para empezar, la casa que habitaba se encontraba sola, es decir, aislada de las demás que formaban la antigua Calle de la Merced, hoy Calle de la Ciudad. Cosa rara: no tenía ventanas, y sobre la azotea apuntaba al cielo aquella torre o torreón. Esa estructura era básicamente un tosco cilindro de piedra con mirillas para sacar la punta del fusil en tiempos de violencia, y sus pretiles estaban defendidos con pedazos de vidrio.

En las noches, decían, el torreón se iluminaba y un humo espeso y negro salía por una especie de chimenea en lo alto. Doña Marciana no vivía sola, porque contaba con la compañía de un horrible changuito, tal vez un mono araña que era el terror de los chiquillos del barrio, porque se corrió la versión de que el animalito era el diablo en persona.

En el barrio aquel, se murmuraba que la señora tenía mucho dinero y, verdad o mentira, aseguraban que en la tienda siempre pagaba con monedas de oro. Vestía costosos trajes de seda, de varios colores, usaba chales de fina lana con largos flecos, llevaba los dedos cubiertos de anillos, y del pecho le colgaban sartas de corales.
Era fea, la bruja. Repulsiva, con el rostro cubierto de cicatrices, sus ojos azules lloraban lágrimas rojas, y su cuerpo era contrahecho. La doña nunca hablaba con nadie, la gente se fijaba en que no iba a la iglesia, que no daba limosna, y la gente siempre aseguró que su puerta y su corazón estaban cerrados.

Cierta vez llamó a la puerta de la hechicera una mujer a quien su marido, un borracho perdido, había golpeado y arrojado del cuarto infecto en que vivían, y llevaba un niño en los brazos y, casa por casa, pedía socorro: un pedazo de pan, un sorbo de leche para el pequeño. Suplicaba que le proporcionaran un rincón cualquiera del patio para pasar la noche. Tenía miedo la infeliz de que la encontrara el marido y la golpease más de lo que ya la había aporreado en todos los años que tenían casados.

La pobre peregrina no conocía la fama de aquella mujer, y tocó la puerta a la media noche porque vio luz en la torre. Por supuesto, la “bruja” no la ayudó, pero en cambio la corrió con gritos e insultos.

Con la luz del nuevo día, las gentes del barrio encontraron el cadáver, y atrás, aferrado a su espalda, estaba el hijo, un niño de unos tres años, muerto de miedo y a quien ya nunca pudieron hacerle hablar.

Los rumores acerca de la culpabilidad de la “hechicera” se hicieron especialmente fuertes en los días posteriores, pero algo sucedió que aplacó la ira de la plebe. Una noche se escuchó el retiemble de una terrible explosión en el torreón de aquella casa, y la policía encontró el cadáver de Doña Marciana desfigurado por la explosión. Encima de ella, el chango le enterraba las uñas y lanzaba horribles chillidos. Se puso tan violento el mico, que hubo que atarlo para acercarse al cuerpo de la mujer.

Nunca se supo la causa de la explosión, ni lo que hacia Doña Marciana en su laboratorio. La casa fue demolida porque la gente iba a buscar tesoros que no se encontraron. Al callejón donde vivió la “bruja” le pusieron el nombre de “El Callejón del Mono Prieto”.