El horror nuestro de cada día (XXVII)

LA URNA DE CRISTAL


El horror nuestro de cada día (XXVII)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2010, 02:05 am

Por Froilán Meza Rivera

¡Ay, urna de cristal donde adelgaza y acrisola
la voz suprema su primer tañido!
¡Ay, terrestre arenal donde la ola más ingente
de Dios rompe el vagido!
(Juan Ramón Bertrán)

Tlahualilo, Durango— Fuimos a acompañar a mi hermano a su última morada, lo que es un decir, porque en realidad lo que hicimos fue llevarlo a él en sus cenizas y esparcir éstas en el desierto que tanto amó.

¡Cómo sufrió el pobre de mi hermanito en sus últimos días, atormentado por los demonios que lo perseguían! Sufríamos todos en casa con él.

Es que el diablo en persona caló sus plantas en los aposentos de mi hermano Saúl, y clavó sus espuelas en su cuerpo lacerado. ¿Sabrán tus lectores lo que es la lepra, esa plaga bíblica que victimaba a los pobres y los convertía en parias, en seres infrahumanos apartados de todo y de todos? Lepra es lo que padecía mi hermano en su piel y en su sangre.

Lo carcomía la lepra, aunque él luchó porque ésta no le carcomiera el espíritu.

“Hermano, hermano, hermanito, vieras cómo me siento bien, con ustedes a mi lado”, me decía él en la fase temprana de la enfermedad, antes de que perdiera los dedos de su mano derecha.

Cuando el gusano invisible le devoró sus dedos, todavía encontraba él ánimos suficientes para dictar su poesía a la secretaria que le contraté. “Hermano, hermano, hermanito”, me llamaba al lado de su cabecera cuando la fiebre lo abatía. “Hermano, tú que tienes fuerzas, ¿por qué no pones orden en mis escritos, para que los conozcan mis sobrinos y los amigos de mis sobrinos, y con ellos todos los jóvenes a quienes los dedico?”

Bella prosa, maravillosas figuras literarias poblaban sus letras, y yo nunca fui capaz de meter mano a ésa su herencia más valiosa. Todavía hoy, en casa, las pilas de documentos esperan la mano hacendosa que deberá enviar todo ello a la imprenta.

“¡Hermano, hijo de Satán, ¿por qué me niegas el agua, imbécil?” En la última estación de su vida, este invierno que terminará mañana, Saúl no sólo sufría, sino que alucinaba con demonios, y maldecía a la vida, a sus hermanos, a su hermana, a nuestro padre, y negaba a todos en una actitud que yo quise explicar con la enfermedad. Pero me engañaba, porque Saúl, mi hermano menor, el genio literario de la familia, estaba poseído por un demonio real, no imaginario.

Dije antes que todos sufríamos en casa con él. Sufrir es poco.

Cuando Saúl empezó a levantarse de la cama, con su cuerpo arqueado y sostenido sólo con las puntas de los pies, mi hermana Sara se desmayó. Cuando, en medio de espumarajos Saúl vertió insultos interminables que no puedo reproducir aquí por vergüenza y por horror, me desmayé yo al pie de su lecho, y mi hermano enfermo por poco no me asesinó armado del atizador de la chimenea, porque mi hermano mayor lo detuvo.

¿Era aquél el demonio bíblico al que las Escrituras atribuyen la posesión de los cuerpos y carnes débiles?

Yo no sé. Lo que sé es que la quebrantada estructura terrenal de Saúl fue utilizada por algo o alguien que se adueñó de su físico. Su alma, por fortuna, se zafó de la demoníaca posesión un minuto antes de su última exhalación, justo a tiempo para comunicarnos a sus seres queridos que lo rodeábamos: “No se preocupen por mí, yo ya soy salvo”.

Sobre un campo algodonero por los rumbos de su tierra adoptiva Tlahualilo, a las 11 de la mañana del primero de marzo, mis hermanos, mi padre y yo, en un sobrevuelo de avión, vaciamos la urna de cristal en la que trajimos las cenizas de Saúl.

En esa tierra, nos contaba él emocionado, pasó los seis meses más duros de toda su vida, habiendo sufrido hambres de días y de semanas completas, aliviadas a medias a veces por algún animal raro que les pasaba a él y sus camaradas por enfrente. Devoraban ellos, víctimas igualmente del hambre que de las más altas ilusiones de redención social, aquellos regalos de la tierra que los salvaron de perecer de inanición, en Tlahualilo.

Desde el aeródromo de Torreón, llegamos al semidesierto. Pasamos por La Popular, por 13 de Marzo, Esmeralda, Venecia, Jauja, Lucero, y por muchos pueblecitos hasta llegar a Tlahualilo y, más allá, al fantasmal Ejido Nuevo México, donde a la par que sufría, en aquel año de 1978 se forjaba el espíritu justiciero de mi hermano, se afianzaban en él los ideales de redención a los que nunca renunció en toda su vida.

Descanse en paz, Saúl, libre ya de sus demonios.