El horror nuestro de cada día (XXVII)

EL CALABOZO DE LA MUERTE


El horror nuestro de cada día (XXVII)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2010, 19:45 pm

Por Froilán Meza Rivera

Durango, Dgo.— Cuentan mis mayores la más extraña leyenda de su natal Durango, la de la celda maldita que fue conocida durante mucho tiempo como “el calabozo de la muerte”.

Terminaba casi el siglo Diecinueve. La antigua cárcel de Durango la capital estaba en la actual avenida 20 de Noviembre, entre las calles Francisco I. Madero y Pasteur, y los ecos de la leyenda que se repiten hoy en día, los conoce el visitante desde que llega a la misma Central Camionera, donde los vendedores de curiosidades acosan a la gente con alacranes en cinturones, con alacranes en hebillas de cinturón, alacranes en gota de plástico transparente...

Ahí, los comerciantes repasan una y otra vez la historia, cada cual exagerando con su propia pizca de ficción.

Todo comenzó en 1884. En la hacienda de Cacaria, hoy ejido Nicolás Bravo, existió una familia numerosa y uno de sus hijos se llamaba Juan. Era éste un muchacho de piel morena, ojos negros, alto y robusto. Sus compañeros le decían Juan sin Miedo, en asociación con el personaje de un cuento así nombrado. Era su fama de que en realidad no conocía el miedo, porque lo habían visto montar potros brutos que ya habían tumbado a todos los caporales de la hacienda, y Juan había conseguido domarlos.

Una vez llegó un perro con rabia a la hacienda y se dedicó a perseguir a gente. Juan no titubeó y fue por la escopeta que su padre mantenía colgada de un clavo. Pero cuando ya le apuntaba al animal, en ese preciso instante se atravesó una señora que intentaba proteger a una hija. El disparo del valiente muchacho le destrozó el pecho. Juan, lejos de huir, tomó un hacha y salió a la calle a enfrentarse con el perro rabioso, al que mató cuando éste gruñía y enseñaba sus colmillos a un par de niños.

A Juan lo mandaron a la prisión de Canatlán, que era la cabecera municipal, pero de ahí fue trasladado a la cárcel de la capital, porque alguien dijo que su delito ameritaba 20 años de prisión.

Había allá una famosa celda que nombraban de San Juan, y que estaba en el rincón más húmedo y oscuro de la penitenciaría. Era un lugar de castigo que usaban sólo en casos extremos. Un día encerraron en ese calabozo a un reo que riñó con un compañero. El castigo fue por un día con su noche, y el infeliz amaneció muerto. A partir de esa fecha, todos los que fueron encerrados en San Juan murieron, y desde entonces recibió el nombre de “la mazmorra de la muerte” o “calabozo de la muerte”.

Cada vez que se encerraba a alguien ahí, al día siguiente se presentaba el carcelero acompañado de dos camilleros para sacarlo muerto. No se sabe cuántos perecieron en esa forma, pero aseguran que fueron más de cincuenta.

Por esos días llamaron al director de la cárcel al Palacio de Gobierno, donde un funcionario de alta jerarquía le dio la orden de eliminar a un tal Juan sin Miedo, autor de la muerte de una señora de la hacienda de Cacaria. El director intentó oponerse, porque Juan era el reo de mejor conducta en la penitenciaría, atento y trabajador.

Pero órdenes son órdenes...

Cuando metían a Juan al calabozo, le preguntaron, como un reconocimiento a su bonhomía: “¿Qué necesitas?” Juan pidió un banco, una docena de velas de sebo grandes y una caja de cerillos.

Pasaban las horas. Cuando en el reloj sonaron las dos de la mañana, se percató de que se le estaban acabando las velas y sintió que el pánico lo invadía. Tomó los cerillos, listo para encenderlos al menor síntoma de anormalidad, y le sopló a la vela. Quedó en la oscuridad más espesa, dejó pasar unos minutos y encendió la vela para revisar el piso con mucho cuidado. Registró también las paredes y el techo del calabozo.

Divisó entonces un alacrán como de treinta centímetros de largo con la cola parada que, al sentir la luz de la vela, regresó a su madriguera. El enorme bicho se escondió en la viga que estaba junto a la pared.

El preso veía que la vela única que le quedaba se consumía rápidamente. Faltaban tres horas para que amaneciera. Le quedaba la mitad de la vela y al quedar en la oscuridad vendría lo inevitable: la muerte. En un momento dado, Juan se quedó sin sentido y se desplomó sobre el piso frío, con lo que había sellado su sentencia.

Pero sacó fuerzas no supo de dónde, y se incorporó violentamente, palpó las manos sobre el piso y encendió un cerillo con el que encendió el pedazo de vela. Miró asustado el enorme alacrán a menos de un metro del piso del calabozo.

Cuando la celda se iluminó con la luz de la mañana, Juan pidió a sus carceleros que le ayudaran a “sacar una cosa que tengo aquí”. Al animal lo atraparon vivo y lo colocaron en un enorme frasco de vidrio, lo mandaron como ejemplar raro al Museo Nacional de Historia Natural, en el Distrito Federal, donde por mucho tiempo se exhibió con esta inscripción: “El Alacrán de la Cárcel de Durango”.

Juan fue indultado y puesto en libertad por su hazaña. Volvió a Cacaria y se casó con su novia.

Así cuentan los mayores de mi familia esta historia que ya es también una leyenda de esta tierra.