El horror nuestro de cada día (CXXXI)

EL MUERTO LOCO DEL MODULO 3-3


El horror nuestro de cada día (CXXXI)

La Crónica de Chihuahua
Octubre de 2011, 22:15 pm

Dicen que acá adentro se respira maldad, y que esta maldad se concentra para producir cosas terribles y para dañar a la gente.

José Luis López, custodio del penal de Aquiles Serdán, escribía su reporte de turno en el escritorio, cuando escuchó que le preguntaban: “Tons qué, mi buen, ¿me das permiso de ir a la Conasupo?”.

“Ni madre, ¿qué te crees? Ya está cerrada” —contestó el guardia, en automático. A esas horas, la petición era absurda, y más viniendo de un ...

...¡¡¿¿qué??!!...

Pepe salió de su ensimismamiento y levantó la vista, y lo que vio fue increíble: la cara del “loco” sobresalía entre los barrotes, que miden 11 centímetros de ancho, y sus manos asían los hierros. Toda la escena era absurda, porque ninguna cabeza, ni siquiera la de un bebé recién nacido, podría pasar por ese espacio. Además, todos, absolutamente todos los internos estaban en su celda respectiva, detrás de los barrotes que se cierran después del pase de lista de las 8 de la noche. Una segunda serie de barrotes aisla el pasillo del Módulo 3-3, y López estaba precisamente del otro lado.

La faz del sujeto desapareció, literalmente se desvaneció en el aire cuando José Luis se incorporó de su asiento.

Este celador ha sido la única persona en verle la cara al famoso fantasma del Módulo 3-3, aunque muchos han sufrido sus ataques. “Así que éste es el muerto loco...”.

La serie de sucesos que estremecieron al penal inició hará unos tres meses, una noche cuando Salvador Pizarro distinguió la figura de un hombre vestido de negro en el descanso de la escalera que lleva al piso superior en el Módulo 3-3.

La escalinata al segundo nivel es de metal y tiene soportes de tubo grueso. En este caso, al custodio le pareció raro que hubiera alguien ahí, porque los corredores se cierran con reja después del pase de lista de las 20:00 horas, y se cierran con barrotes también las celdas individuales. Cuando terminan de repartir las píldoras a los adictos, uno de los dos guardias se queda en el Módulo y otro se va a realizar un recorrido rutinario. A las 8 se apaga todo y se cierra todo.

Entonces, ¡ah, carajo! ¿Quién anda ahí? ¿Pos quién se me quedó? Se preocupó el Chava porque esas cosas nunca pasan, y si trascienden a los jefes, mínimo se lleva uno una regañada, si no un castigo peor...

Salvador corrió a la escalera, y desde el descanso se dio cuenta de que ahí no había nadie, de que nadie pudo haber subido, ni haberse escabullido del lugar. “¿Dónde estás?” —se comunicó con su pareja por el radio, en la frecuencia privada. “Del otro lado, ¿qué se te ofrece? Aquí traigo lo del lonche que estaba calentando” —devolvió el otro la comunicación.

Ese fue el primer caso, pero algo peor sucedió al mismo Salvador, otra de esas noches. Eran pasadas las 12 de la noche y en la televisión estaban pasando el último programa. “Apago el aparato, y estoy viendo en la oscuridad, pero sentí un frío cabrón, que me recorrió desde la punta de los pies hasta la punta de los cabellos, y empiezo a sentir que me estoy asfixiando”. Salvador Pizarro gritó, porque sentía que lo estaban agarrando desde atrás de la silla y lo ahorcaban. “¿Quién es?”

“¿Quién es?” —grita y manotea, manotea y no toca nada aunque lo están ahorcando. Con todas las fuerzas de que fue capaz, Chava se desprende de la fuerza que trataba de asesinarlo y, liberado de repente, cae sobre el escritorio y vuela y aterriza adelante del mueble.

Y los reos: “¡Dejen dormir, cabrones! ¡Ya paren esa pinche gritadera!” —exigían a grito pelado porque el ruido los despertó. Y Salvador dijo al otro custodio: “Chécame aquí, me estaban ahorcando”.

“No estés jugando, Salvador... no, no tienes nada, ni un moretón”.

A Salvador lo trataron de matar ahorcándolo, en otras ocasiones, y siempre pugnó por quitarse de encima al invisible agresor. Al gritar, los presos que estaban despiertos insistentemente le informaban a gritos desde su celda: “¡Eh, es el muerto que nos anda ahorcando, ráyale la madre para que se vaya!”.

El asunto ya no se pudo ocultar, y los guardias incluyeron los incidentes en el reporte, un día. Entrevistados por el jefe de custodios, éste se interesó en el problema y decidió traer un sacerdote. El hombre religioso vino con su agua bendita y repartió bendiciones por todo el módulo y por los módulos vecinos, no fueran a contagiarse con la presencia del maligno.
De todas maneras, el “loco”, o el “muerto loco” —de las dos maneras se le identifica—, sigue apareciéndose en el descanso de las escaleras, y aunque Chavita ya no trabaja ahí, los nuevos custodios siguen siendo ahorcados y asfixiados.

Y los presos siguen gritándoles a sus carceleros: “¡Es el loco que nos anda ahorcando, ráyale la madre para que se vaya!”.