El horror nuestro de cada día (CLXCI)

LA PATA DE MI ABUELO


El horror nuestro de cada día (CLXCI)

La Crónica de Chihuahua
Junio de 2014, 21:37 pm

Por Froilán Meza Rivera

Ciudad Delicias.- Yo no sé por qué a mi madre se le ocurrió conservar la pata de palo de mi abuelo, su padre, pero esa decisión nos mantuvo aterrorizados durante por lo menos seis años, a mis hermanos y a mí, todos de tierna edad en aquellos tiempos.

La méndiga pata parecía tener vida propia, ya que a pesar de que estaba colgada de un clavo en el rincón del cuartito de las herramientas, podía aparecer de noche recargada —de lo más quitada de la pena— en la entrada de la cocina.

O bien, si así le placía a la maldita prótesis, de repente se le encontraba abajo de la lavadora, sobresaliendo la bota... ¿qué podía un objeto como aquél hacer, querer, desear, debajo de la lavadora? ¿qué se le perdió ahí?

¿Qué voluntad movía a la pierna de madera?

El comienzo de todo fue con la muerte de don Marcial González, mi abuelo materno, el día en que dejó viuda a mi abuelita Salustia, quien le sobrevivió todavía como otros 20 años. Tengo como referencia mis seis años, porque fue cuando entré a la primaria. El señor, que era guanajuatense de nacimiento, fue soldado de Caballería en su juventud, y siempre se distinguió por su porte marcial, que hacía juego con su nombre de pila. Pero un día, ya retirado el hombre de la carrera militar, metido a agricultor en tierras de por Estación Consuelo, municipio de Meoqui, paseaba en un su caballo que tenía para las labores del campo, cuando de entre unas matas de pinabete le salió una víbora que hizo encabritarse al cuadrúpedo, y cayó de la silla. A consecuencia de la caída, la pierna le quedó fracturada en dos partes, y lo que se pudo haber arreglado con un tratamiento bien cuidado, resultó en la pérdida del miembro, por culpa de los médicos que se lo dejaron infectar.

La prótesis que se mandó a hacer el anciano con madera de encino, era de la pierna completa, con una articulación en la rodilla y con la parte de arriba acolchonada, donde un arnés de cuero la fijaba atada a la cintura.

Después del funeral del viejo, a nadie se le ocurrió que el señor se debió de haber llevado el cachivache a la otra vida, y por ello, la pata con sus arneses y su bota militar se quedó en la recámara de mis señores padres, y no en la casa de mi abuelita Salustia. Ahí rodó la cosa aquella durante meses, ya que mi mamá la quitaba del rincón para barrer, la volvía a mover para trapear, y los mocosos de mis hermanos hasta la tomaron como caballito de montar.

Un buen día, mi madre, harta de lidiar con el objeto incómodo, lo llevó a colgar en un rincón del cuartito de adobes que mi padre había hecho para guarecer sus herramientas.

Y ahí comenzó la historia siniestra de la pata de mi abuelo.

Una vez mi papá me mandó al mentado cuartito a conseguirle una llave de tres cuartos. Entré yo despreocupado y, mientras rebuscaba en los estuches, a mis espaldas cayó algo y se golpeó con estrépito contra el piso. En la penumbra del cuarto pude ver que lo que había hecho el ruido fue la pierna de mi abuelo, y salí despavorido sin el encargo.

Mis hermanitos se burlaron de mí, pero su buen humor era aparente, porque en el fondo creyeron al pie de la letra lo que me pasó, y estaban igual de aterrorizados. Yo los asustaba con la pierna y les decía que se les iba a aparecer en la noche, pero jamás lo hubiera mencionado, porque eso fue precisamente lo que empezó a suceder.

¿En qué lugar de la casa no se apareció la pata de palo?

¿A qué hora no nos la encontramos tirada, colgada, tendida, inclinada? Llegó un día a colocarse incluso encima de la barda que divide la casa de nuestra familia con la de los vecinos. Se nos apareció en la cocina, en la sala, en el tejabán, en el jardín del frente, en... ¿dónde no?

Un día afortunado, alguien —presumiblemente mi papá— se encargó de que la cosa ya no nos persiguiera. ¿A dónde fue a dar la pierna de madera con sus arneses y su botita militar?
Nunca lo quise averiguar, por mi propia salud mental.