El horror nuestro de cada día (CXXVI)

EL AUTO INGOBERNABLE


El horror nuestro de cada día (CXXVI)

La Crónica de Chihuahua
Agosto de 2011, 19:51 pm

Por Froilán Meza Rivera

¿Cómo debe reaccionar un científico y hombre de letras ante la manifestación de fuerzas desconocidas que toman posesión de su vida y de su suerte? Exactamente igual que cualquier persona crédula y supersticiosa: con miedo y con terror.

Éste es un hecho que le sucedió a un amigo mío, quien ya falleció y que en vida era un reconocido ingeniero agrónomo y estadístico, materialista por añadidura. La historia nunca me la refirió él, pero dejó un testimonio de primera mano al que tuve acceso.

Había ido don Antonio a un Congreso a Zacatecas, y como no consiguió quién le acompañara aquel fin de semana, y viendo que no era tan lejos, decidió llevarse su vochito modelo 1976. Llegó el sábado temprano a la urbe minera, y después de dormir dos horas y de haber tomado un baño refrescante y un abundoso desayuno en el centro, acometió sus tareas en el Congreso.

El evento llevó todo el día, y don Antonio optó por quedarse a dormir, al fin y al cabo podía enfilar hacia Chihuahua muy temprano el domingo, que era día de asueto para él. Según cálculos del ecónomo, a buen paso estaría ya de regreso en casita a las 5 de la tarde, y podría descansar a placer.

Sabe muy bien el lector que entre Fresnillo y Torreón hay una recta en la carretera, una recta mortal, temida igual por camioneros y traileros porque se quedan dormidos con lo aburrido del camino. Se le conoce en el medio carreteril como “La recta del sueño”, y todos quienes han sufrido sus efectos recomiendan llevar compañía, de preferencia un parlanchín al lado. Venía don Antonio precisamente en esa recta, a medio camino entre Fresnillo y Torreón.

Era media mañana.

Lejos estaba mi amigo de quedarse dormido, puesto que había descansado ricamente y a sus anchas en una de aquellas posadas de arquitectura colonial que sus dueños han acondicionado para recibir huéspedes en Zacatecas. El camino era pan comido, y sólo se cruzaban de vez en cuando, en sentido contrario, algunos pocos autobuses y camiones de carga. El paisaje era monótono, pero no para él, quien era dueño de un ojo experto en plantas del desierto: identificaba al paso a las diferentes cactáceas, diferenciaba las especies de huizaches y de otras fabáceas, que en aquella década de los ochenta recibían el nombre genérico de leguminosas, así como los pastos que crecían gigánteos con la humedad a la vera del camino.

De forma súbita, don Antonio sintió que “algo” tomaba el control del volante.
Pensó inmediatamente que la dirección se le había “amarrado”, porque no respondía al toque de sus manos. Pero sucedió igual con el acelerador, que no estaba ya más en el control del peso de su pie. Y el clutch, que se movía a capricho de quién sabe qué cosa.
Sin poderlo evitar incluso con sus manos ajustadas al volante y aplicando el hombre toda la fuerza de que fue capaz, el Volkswagen efectuó “por sí solo” un giro completo y se colocó, en medio segundo y con un estrepitoso chirriar de las llantas, en dirección al sur.

El auto ya se gobernaba solo.

El científico experimentó en carne propia un suceso por demás inexplicable, y su mente trabajaba a miles de kilómetros por hora, para hallar la solución al problema práctico en que se encontraba metido. En eso, el “vocho” se metió a la izquierda entre la maleza, salvando de alguna manera el barranco que en condiciones normales hubiera destrozado al vehículo. Avanzó el carrito ingobernable un buen trecho en aquella dirección perpendicular... ¿500 metros? ¿un kilómetro?

Y sin haberse pinchado siquiera los neumáticos, el auto regresó a la carretera, salvando igualmente el trecho del barranquito y colocándose de nuevo atravesado en el asfalto, pero perdiéndose ahora del otro lado. Volvió a recorrer un largo tramo entre el monte del lado derecho de la carretera 45, y regresó el “vochito” al asfalto.

E, igual que como se descontroló, aquel automóvil compacto se colocó, como si nada hubiera sucedido, otra vez en rumbo al norte, pero ahora sí bajo el control del despavorido chofer que retomó el volante y los pedales con pulso tembloroso.

No supo cómo llegó a Chihuahua cinco horas después, pero lo primero que hizo mi amigo fue irse a la cama a dormir un sueño intranquilo y nervioso. La impresión y el susto nunca lo abandonaron, y don Antonio sólo contó la historia a personas muy contadas. Siempre se preguntó, pero nunca obtuvo respuesta satisfactoria: ¿qué fuerza o fuerzas, y de qué naturaleza, fueron las que tomaron el control de su auto, aquella mañana de domingo?
Esta fue la historia del carro desgobernado, tal y como quedó registrada con el testimonio de mi amigo.