El horror nuestro de cada día (CXXII)

ABOMINABLE MONSTRUO EN SIERRA DE LOS AZULES


El horror nuestro de cada día (CXXII)

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2011, 22:06 pm

Por Froilán Meza Rivera

Contaba mi abuelo don Pedro Rivera, con sus nietos y toda la runfla de mocosos del barrio alrededor suyo, del día en que vieron unas huellas de un animal muy grande. “Eran como de un gigante, como nada que hubiéramos conocido, y estaban dibujadas bien claritas en la nieve, en lo alto de la sierra”.

Las huellas los iban siguiendo, se les adelantaban, los rodeaban, los acosaban... El viejo sabía entretener a su público, y nosotros distinguíamos bien cuándo la historia era un cuento, y cuándo se trataba de un suceso real. Aquello era verdadero, lo supimos por el brillo en los ojos del hombre, y nos preparamos para uno de los sabrosos sustos a que nos tenía acostumbrados.

En aquel año —sería 1933 ó 1934, cuando don Pedro tenía apenas unos 25 años y dos hijos—, participaba él como arriero, como lo siguió haciendo por muchos años después, en un tren de mulas que llevaba carbón y maíz a través de la Sierra de los Azules. En esas fechas, pleno invierno, estaba nevando en las cumbres, y el paso más directo desde aquellas rancherías de Providencia, Rancho de Enmedio y La Estancia, en el municipio de Villa Ocampo, Durango, hacia Parral y Santa Bárbara y El Oro, era precisamente en travesía por la sierra.

El avance se les puso muy difícil en esa ocasión, cuando se dirigían a San Francisco del Oro con sacos de carbón, y la recua se cansaba por caminar entre la nieve. Llegaba la nieve a las 20 pulgadas. Después de que remontaron el llamado Paso de José y de que dieron descanso a los animales y ellos mismos se obsequiaron un bocado de carne seca y un café, empezaron a ver las huellas en la nieve.

“Las vimos bien claritas, eran las huellas de una bestia, pero muy grande, no nos imaginábamos qué era”.

Por más que los arrieros trataban de hacer encajar las figuras de un puma, de un coyote, de un lobo o un oso, en aquellas huellas, todas las fieras quedaban chicas a sus dimensiones. El rastro en tramos dejaba de ser de cuadrúpedo y se notaba cómo se levantaba en dos patas, igual que un ser humano. “Mi compadre Lolo decía que en esa sierra, allá en los relices que se ven azules por la distancia, allá por donde no pasan los caminos, vivía entre los pinos una raza de gigantes, que hace muchos miles de años era muy numerosa y que por poco acaba con los seres humanos”.

En la versión que citaba mi abuelo del tío Lolo, aquellos gigantes eran espantosos, medían dos veces la altura de un caballo y estaban cubiertos de pelo. En su lucha contra la humanidad, nunca se resignaron a perder, y no desaprovechaban cualquier descuido para devorar a los hombres que se les interponían en su paso. Decía la leyenda que esa especie de abominables “hombres—monstruos” de las cumbres, despedían un terrible hedor como de carne podrida.

Con la invocación de Lolo, los seis hombres de la cuadrilla se pusieron nerviosos y, mientras empuñaban sus rifles, no cesaban de mirar de reojo en busca de la menor señal del monstruo.

Las huellas los iban siguiendo, se les adelantaban, los rodeaban, los acosaban...

Cuando les cayó la noche plena y tuvieron que hacer campamento, dispusieron los animales y las tiendas en círculo, para poder ofrecer alguna resistencia a un ataque eventual. Con el último café, el último hombre se fue a acostar, pero tuvo cuidado de alimentar la fogata para que durara varias horas. Al poco tiempo, un rugido lejano puso en alerta a quienes permanecían despiertos, y otro rugido, ya en las cercanías, los dejó helados. Ya para entonces, el temporal había arreciado y estaba cayendo una fuerte nevada que cubrió las dos tiendas y los dos tendidos que quedaron al descubierto.

“Cubierto con la nieve que estaba cayendo, yo asomé nomás los ojos por entre las cobijas, para ver cuando llegara la bestia peluda”, nos contaba mi abuelo. “Oímos un bramido como de león, pero mucho más fuerte, y yo me di cuenta de que ya teníamos al gigante en el campamento”.

Llegó caminando erguido en dos patas, con los brazos corpulentos listos a destrozar a quien se le opusiera.

Era en verdad un gigante peludo, rugiente, enojado, y los hombres, que paralizados por el miedo no se atrevían a jalar el gatillo de sus armas, dejaron que se acercara y que se metiera entre sus cosas. Las mulas empezaron a piafar, nerviosas, y pugnaban por deshacerse de sus amarres. Con un zarpazo, el monstruo despanzurró uno de los sacos de provisiones y metió el hocico entre un atado de chiles secos y una ristra de ajos, y estornudó. Fue entonces que, desanimado de obtener algún alimento, el gigante se dirigió al fuego, y se calentó alternativamente su espalda y su parte delantera. “Igual que un hombre, aquel oso puso las manos cerca de la lumbre, y después se volteó para calentarse por atrás, y después de un rato, se fue así nomás, sin hacernos nada”.

A la luz de la fogata, tres hombres cubiertos de nieve pudieron ver que el gigante peludo, el supuesto devorador de hombres de las leyendas, no era más que un oso grizzly, de esos gigantones que todavía en la década de los años treinta, habitaban ya en escaso número en nuestras sierras, antes de quedar reducidos a la parte más septentrional de la América del Norte, donde se les ve hoy en día.