El horror nuestro de cada día (CXIII)

LOS HOMBRECITOS DE LA TIERRA


El horror nuestro de cada día (CXIII)

La Crónica de Chihuahua
Junio de 2011, 21:09 pm

Por Froilán Meza Rivera

A María Eugenia, la presencia de aquellos diminutos seres que le cortaban el paso y que defendían una madriguera al lado de un mezquite, de momento sólo le molestó.

Concentrada en la urgencia de llegar a su casa antes de que cayera el sol por completo, la prioridad de la muchachita de trenzas y calcetas blancas, a esas horas de la tarde, era pasar a toda costa para tomar la calle. Dicen que ella había “cortado travesía” por entre los matorrales, para salir más pronto a la vereda grande, que estaba todavía a unos 50 metros de distancia en diagonal desde aquel punto.

María Eugenia había oído historias, contadas por niños muy pequeños, acerca de “muñequitos” que, juguetones a veces, a veces groseros y hasta violentos en ocasiones, se aparecían en todo ese monte. Pero hasta esa ocasión, nunca tuvo ella un encuentro de esos tan temidos por los chiquillos del rumbo. Mariquita, como la conocía su familia, había ido a llevar comida a sus hermanos y a dos peones que les ayudaban a construir una casa propia en un lote que el padre había comprado en abonos. Después de que todos en la construcción se hubieron ido esa tarde, una vez que terminó la jornada, ella se entretuvo jugando con unas figuritas de barro y con una casita de ese mismo material en cuyos detalles ya había trabajado desde hacía una semana.

Mariquita se retrasó. Nunca había hecho el viaje en la semioscuridad, como en ese ocaso.

Hasta ese año de 1964, los parajes poblados de mezquites y huizaches, con lunares de pastizal, eran apenas una promesa de la futura colonia Las Granjas. La mayoría de las calles habían sido trazadas y desmontadas, pero las nuevas viviendas se podían contar con los dedos de una mano.

“Dios mío, ¿qué voy a hacer?”, se desesperó la niña.

Se fijó ella entonces en el aspecto de los “muñequitos”, y lo que descubrió la dejó helada: eran en todo semejantes a seres humanos, pero no alcanzaban la altura de 15 centímetros y eran excesivamente delgados. A simple vista, no era posible distinguir si usaban algún tipo de vestimenta, porque su color era marrón, como la propia tierra. De haber estado inmóviles, aquellos duendecillos hubieran pasado inadvertidos del todo, mimetizados contra el suelo. Ante ella, el grupo de seres increíbles formaba una barrera que se movía hacia donde ella pretendía pasar, y le cortaba el paso, sin importar hacia dónde se dirigiera.

Al no poder pasar por la veredita que escogió, ella se movió hacia la izquierda, entre dos matorrales, pero el grupito aquel se movió igual, y le taparon la salida. Una y otra vez, Mariquita intentó romper el cerco, e invariablemente le impidieron todo avance.

María Eugenia tuvo miedo, un miedo irracional y profundo, el que se siente ante lo desconocido. Percibió ella también la presencia de una fuerza maligna a la que temió, y sintió entonces que la sangre se le agolpaba en el rostro.

Las sienes le punzaban y la frente la tenía helada, pero sus ojos se movían hacia los lados, en busca de un hueco por donde colarse.

“Oiga, m’ija, ¿y no habrá visto unas ardillitas?” —le sugirió la madre, cuando ella reposaba después, ya en casa.

“Estás loca, Mariquita, no hay gente de ese tamaño”, díjole un hermano suyo, más tarde.

Los hombrecillos, que empezaron a dar unos chillidos como de ratones, rodearon a la niña y ya la jalaban de las calcetas y de la faldita tableada, y al contacto de las pequeñas garras, ella sintió que moría.

El terror la hizo saltar, con un tremendo salto inverosímil, dueña de una fuerza que sólo pudo ser producto de la tensión nerviosa que le activó el resorte poderoso de la sobrevivencia. Al romper la niña el cerco opresor, los duendes de 15 centímetros emprendieron una feroz persecución en pos de la fugitiva, y la siguieron a grandes zancadas, y la tocaron, y le desgarraron las faldas, y rasguñaron sus tobillos y piernas, y la hicieron sangrar, en medio de chillidos desesperados.

Como nunca volvió la vista, Mariquita no supo cuándo dejaron de perseguirla.

Dicen que los duendes nunca habían tratado de asesinar a nadie. Dicen que algo en la niña los sacó de su naturaleza pacífica, pero no se supo con seguridad. Conforme se pobló aquel sector de la ciudad, los avistamientos de seres misteriosos del tamaño de una ardilla fueron disminuyendo, en proporción inversa a la urbanización. Hoy en día, sólo quedan testimonios de personas que ya rebasan los 55 años, y en base a esos testimonios, no ha faltado el curioso que incluso presume de haber establecido los patrones de conducta, de haber ubicado los sitios de las madrigueras, de haber elaborado un mapa de los “asentamientos” de esa especie de animales o humanos desconocidos, e incluso de haberse figurado el aspecto que tenían.

Sin embargo, los testimonios que han llegado a las nuevas generaciones siguen siendo imprecisos y contradictorios, y resulta imposible dejar nada en claro. Pero un hecho irrefutable fue que “algo”, aquella lejana tarde, acosó y rasguñó a Mariquita, y la hizo sangrar, sin duda.