El horror nuestro de cada día (XCVII)

ALGO HABÍA EN LA ADUANA...


El horror nuestro de cada día (XCVII)

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2011, 21:02 pm

Por Froilán Meza Rivera

Ojinaga— Algo había en la garita aduanal de El Pegüis, algo malo. Te has de acordar de que antes de la nueva carretera que viene a Ojinaga por el llano, todo el tránsito de vehículos discurría por la sierrita. Era pues, mucha la circulación por ahí, aunque hoy en día sólo se ven turistas aventureros y rancheros de las inmediaciones. En esta aduana interior estuve asignado en el retén militar itinerante, y aparte había ahí de manera permanente un puesto de socorro médico que casi nadie sabía de su existencia.

Algo había ahí, algo muy grueso y muy desagradable, tan espantoso, que nadie se atrevía a entrar al cuarto de tres camas que se asignaba al personal de paramédicos y de militares que, como yo, nos quedábamos allá a veces. Es que, al contrario del personal de la Aduana, que vivían en Ojinaga e iban y venían a diario a la ciudad, muchos permanecíamos por temporadas en lo alto de la sierra, ya fuera en el retén, como yo, o de guardia en labores de auxilio.

Digo que algo había ahí, en el cuartito de tres camas, porque una vez que me quedé a dormir, me acosté en la cama del rincón, y a los quince minutos sentí que me agarraban del brazo. Primero pensé que me estaban despertando por alguna contingencia de las que nunca faltan allá, como por ejemplo gente necia, por la presencia de sospechosos, por el descubrimiento de alguna sustancia ilícita dentro de los vehículos... en fin, que no faltaban casos.

Desperté y me incorporé, listo para ponerme la camisola del uniforme, ya que me había acostado con pantalón, por si las dudas...

Pero me di cuenta de que estaba solo en aquel cuarto. En fin, me puse la chamarra encima y me volteé hacia la pared para que no me pegara la luz en la cara. Me dispuse, pues, a disfrutar de las cinco horas de sueño que me había ganado con mi turno anterior.

Volví a sentir algo, ahora como un empujón en un costado, igualmente como cuando te sacuden para despertarte. “Ah, pero ahora qué...” Molesto, me levanté, sólo para comprobar de nuevo que aparte de mí no había nadie más en la pieza.

Salí de ahí y me refugié en uno de los parapetos que habíamos colocado con sacos de arena, y allá me quedé a dormir con sólo una cobija encima, pero más a gusto.

Algo intrigado, aunque todavía no sentía miedo ninguno, pregunté a los aduanales acerca de las molestias en el cuartito, y un compañero de barbita de candado que por cierto trabaja ahora en una agencia de trámites aduanales de Ojinaga, me dijo que algo así le había sucedido a otros compañeros suyos. “Los voltean, les hablan, les jalan las cobijas, les rasguñan los pies... a ti te fue bien”, me contó.

Había un gordito, Juan Issa, de los Issa de Delicias, que fue un día al baño y, aunque dijo que había escuchado el llanto de un niño, echó un vistazo en todos los rincones, abrió la puertita del cuarto de limpieza... y nada encontró, a pesar de que, según él, “seguía yo escuchando llorar a un niño muy chiquito, un bebé”. Espantado, el joven Issa se fue a hacer sus necesidades a la vuelta del cerrito.

Aquel lugar se empezó a hacer famoso por los fenómenos sobrenaturales que se manifestaban ante el personal. Una vez, uno de los muchachos convenció a un sacerdote católico que pasaba con rumbo a Chihuahua, a que le diera un vistazo a los fantasmas. “No, no traigo agua bendita”, se excusó, pero los aduanales lo llevaron casi a rastras al cuarto de tres camastros, donde según el religioso, “se podía sentir la presencia del maligno”

Un reportero que pasó por ahí se bajó del carro con una cámara de video y una grabadora. Encendió ambas, dispuesto a captar “escenas” esa tarde oscura de invierno. Y nada captó con sus aparatos, aunque sí dijo, aparentemente convencido: “Aquí está pesado, está cabrón, un lugar muy perturbado.

El mismo Juan Issa del niño invisible llorando, dijo que en una ocasión, una madrugada en que estaba de guardia, vio que se aproximaba por la carretera una mujer despeinada, sucia y desaliñada, con varias heridas al parecer graves en el rostro y en el cuello.

Influenciado por las habladurías que se habían desatado en torno las apariciones de la garita, Juan Issa corrió en sentido contrario al de la mujer, y se refugió en el porche donde estaba la camioneta oficial del Servicio de Aduanas. No fue él, pero otro de los aduanales dio aviso a los paramédicos del puesto de socorro, sobre la mujer que se había accidentado cerca de la cumbre del Cañón del Pegüis. Como excepción, se trataba de una muchacha que había sido víctima de un accidente, la pobre, y que había caminado más de seiscientos metros sangrando en medio de la oscuridad, y que de pura suerte no cayó al precipicio en esa noche sin luna.

Issa se agachaba de la vergüenza después, pero su reacción no había sido infundada, porque ciertamente llegó un momento en que el acoso de los fantasmas fue tan grueso, tan intenso y tupido, que ya nadie se quedaba en el cuarto. Todos llevaban su sillita y su cobija para descansar a la intemperie, lo que era preferible a lidiar con espectros del más allá.