El horror nuestro de cada día (XXXIX)

MI TÍO Y SU MUJER DE BLANCO


El horror nuestro de cada día (XXXIX)

La Crónica de Chihuahua
Febrero de 2011, 23:13 pm

Froilán Meza Rivera

Era de madrugada, y mi tío Félix, quien contaba con algo menos de 20 años, llegaba de una fiesta, pues entonces no era el viejo taciturno en que se convirtió después, y para entrar a la vecindad debía despertar a doña Esperanza, la portera.

Estamos hablando de los años sesenta.

Llegaba mi tío a la casa de mis abuelos, con quienes vivía, allá por el rumbo de la Candelaria de los Patos en el Distrito Federal... Para ubicar al lector, el mentado barrio, que es tan viejo como la misma Tenochtitlan, se encuentra varias cuadras atrás merito del Palacio Nacional.

Era pues, una vecindad con una reja de hierro al frente, y ahí colocaba doña Esperanza la cadena y el candado. En lo que la doñita le abría, él buscaba mientras las llaves de la casa. La portera le dio el pase, y en tanto que él seguía rebuscando en los bolsillos y caminaba por el callejón, ya adentro, notó que al fondo de la vecindad había alguien que parecía estar hincado en el piso de cemento, cerca de donde estaban todos los tanques de gas. Se acercó despacio, cautelosamente, ya que le entró una cierta precaución, si es que me doy a entender... ¡Chingado! Es que a esa hora nadie debía estar despierto en la vecindad.

Notó Félix que la figura del rincón correspondía a una mujer vestida de blanco con ropa muy larga.

El caso es que el muchacho se atrevió a preguntarle que cómo estaba, intrigado porque no alcanzaba a reconocerla como alguien de ahí.

Ella se levantó lentamente y le dio la cara a mi tío. Él dice que no recuerda ningún detalle de las facciones y que lo único que notó fue que era una mujer.

“¿De qué edad, tío?” —Le preguntábamos nosotros cuando nos relataba la historia. “Ah, chingados, pues no sé, no me pregunten”. Pero lo que impactó a mi tío fue que la lo que lo impacto fue que la mujer se elevaba del suelo. Sin reponerse de la impresión, como pudo, se alejó corriendo el tío de aquel rincón, y hasta la borrachera se le cortó.

Fue aquella su primera experiencia con la mujer de blanco.

Unos nueve años más tarde, cuando ya vivían en este domicilio donde mi tío sigue habitando, acá en Iztapalapa por el barrio del Peñón, era toda una hazaña llegar en la noche. Es que la unidad habitacional estaba recién construída y cerca de un cerro casi deshabitado... era verdaderamente un paisaje escabroso e inseguro por los ladrones que acechaban a la gente en el camino, encima de que faltaba el alumbrado publico. Una noche en que mi tío regresaba de trabajar, entró y dejó las llaves en la mesa, y se empezó a desvestir.

En la familia acostumbraron siempre a dejar la ropa para que se oreara después de lavarla y secarla (¡benditas costumbres que nunca entendí!). Él, como cada noche, salió semidesnudo a destender las prendas que se pondría al siguiente día. Entonces fue y recogió su camisa, su pantalón, su sábana... ¿su sabana? Fue cuando notó que la sábana estaba muy desgastada, sucia y hasta desgarrada. Levantó la vista y ¡de nuevo la vio! Era la misma mujer de blanco, quien fue adquiriendo forma a partir de la sábana, que mi tío tuvo que soltar, espantado.

Igual que hacía nueve años, Félix corrió huyendo de aquella aparición a la que, nuevamente, no pudo distinguirle ningún rasgo facial, ni edad ni aspecto general, ni nada, sólo que era mujer y que vestía de “blanco”, o más concretamente, de blanco percudido.

Ya casado mi tío, tal vez unos cinco años después, y ya con hijos, llegaba una noche de una juerga, muy tarde. Lo primero que notó él al entrar a la casa, fue que en el fondo del patio estaba una sábana tirada. Encabronado y borracho, empezó a gritar, reclamando el poco cuidado que tenían mis tías (sus hermanas) o su propia mujer (él no discriminó a nadie). “¡Chingados, ya volvieron a tirar la ropa los perros!”, ésa era su eterna queja. A grandes zancadas, entonces, fue él mismo a retirar aquello del suelo, y cruzó el patio maldiciendo en chilango algo que no voy a repetir aquí.

Al llegar a los tendederos y agacharse a recojer la supuesta sábana, ésta se incorporó solita y tomó forma en la mujer de blanco. Esa vez ya no aguantó Félix la presión del susto y quedó ahí tirado sin conciencia.

“Oiga, tío, ¿y usted ya se acostumbró a la mujer de blanco?”

No m’ijo, qué acostumbrarse ni qué ocho cuartos, ¿quién se acostumbra a semejantes horrores?