El horror nuestro de cada día (XXXVIII)

EL DESAFÍO DE LOS VALIENTES


El horror nuestro de cada día (XXXVIII)

La Crónica de Chihuahua
Febrero de 2011, 19:50 pm

Por Froilán Meza Rivera

Ciudad Delicias— Encaminados a la media noche en el senderillo de tierra, a duras penas sorteaban aquellos bravos muchachos los obstáculos que encontraban entre las tierras de cultivo, decididos a enfrentarse a los duendes malignos que asolaban los caminos. Uno de ellos cayó con estrépito en la acequia llena de agua, y no se les ahogó porque alcanzó a agarrarse de una raíz de álamo y se aferró hasta que lo rescataron.

El miedo, a partir de ahí, hizo presa de los valientes... ¿Qué otras desgracias les sucederían? ¿Iban a morir acaso a manos de las siniestras fuerzas del mal que ya sentían que los rodeaban?

Todo esto sucedía en medio de la oscuridad más profunda que pueda verse en una noche oscura, y andando por el estrecho caminillo que habían escogido, divisaron ellos al fondo de la barrera de árboles, aquella solitaria casita de adobes, de la que, misteriosamente, se desprendían unas llamaradas que los guiaron hasta allá y que se elevaban al cielo.

Corría el año de 1946, y la entonces ciudad niña de Delicias cumplía sus 13 años en medio de una gran actividad económica que la llevaba a un crecimiento continuo. Por la avenida Sexta Norte, que era y es la entrada de quienes vienen del norte, se alineaban comercios, varias ferreterías, cantinas, burdeles y un expendio de gasolina.

Era fama que en las cantinas de este sector se corrían unas tremendas borracheras de toda la noche, pues no había entonces restricción alguna de horario para estos establecimientos. ¿Y cómo restringirle a los peones su diversión, si las que pasaban en estos tugurios eran las únicas horas de su vida que realmente les pertenecían? Esclavos de la agricultura, lo suyo eran el riego y la siembra, el desahije y la pizca, la carga y descarga de camiones y de carros de ferrocarril. Las francachelas transcurrían el fin de semana alegradas con la música de conjuntos de violín, requinto, bajo sexto, porque no se conocían entonces los mariachis ni los grupos norteños en la forma como se estilan ahora.

De ahí, de uno de aquellos antros de diversión, partió el grupo de bravucones que, al calor del alcohol, se formó para apersonarse en la llamada “casa de los duendes” y demostrar su “hombría”. Esa casa era, según una incipiente leyenda, hogar de un grupo de criaturas parecidas a los humanos pero que no tenían alma inmortal, y que buscaban constantemente algún humano en donde anidar. “Dicen que se le meten a la gente por la boca, pero que primero tienen que paralizar al que escogen, y para lograrlo lo deben asustar”.

Cuando los borrachines llegaron a las inmediaciones de aquel cuartucho, los álamos ya habían quedado atrás, y para entonces los flanqueaba una hilera de mezquites. De las llamas que salían por un ventanuco de la vivienda, se desprendía un resplandor naranja que jugaba con las sombras, y se escuchaba sólo el crepitar de la lumbre, que consumía aparentemente alguna madera que debía estar en el interior. Un estruendo como de explosión los tomó de sorpresa, y los valientes se llevaron las manos al rostro y se protegieron con el antebrazo.

Ninguno se decidía aún a asomarse al jacal de adobes, pero vieron entre las sombras a un hombre que se asomaba hacia ellos desde una esquina de aquella construcción. “¡Es un duende! ¡Es el demonio!”, pensaron.

Y corrieron por su vida de inmediato, sin volver la vista a lo que dejaban atrás, y avergonzados llegaron con la respiración agitada, sin poder hablar y llenos de polvo y de sudor, a la cantina en donde ya los esperaba una multitud expectante.

La vergüenza sólo les permitió aumentar el peligro supuesto en que estuvieron, de perecer víctimas del poder de aquellos seres oscuros y demoníacos que les salieron allá en la “casa de los duendes”.
Escucharon la versión miedosa de cuatro hombres asustados, y no todos creyeron que un ejército del mal acosó a los supuestos valientes.

“¡Qué duendes ni qué nada! En el cuartito de adobes vive un señor enfermo, dicen que tiene las manos y las piernas encogidas por las reumas, y mi compadre Chon, que es su yerno, le lleva a diario comida y medicinas, al pobre... y la lumbre es la que pone el infeliz para calentarse los huesos que le enfría la enfermedad”.

Así desbarató aquel hombre el mito y la incipiente leyenda de los duendes infernales que no eran tales, sino consejas de comadres sin quehacer, en aquella jovencita Ciudad Delicias de 1946.