El horror nuestro de cada día (XXXVII)

DESDE MÁS ALLÁ DE LA TUMBA


El horror nuestro de cada día (XXXVII)

La Crónica de Chihuahua
Febrero de 2011, 22:18 pm

Froilán Meza Rivera

Acabo de tener una conversación con doña Maricruz, una vieja amiga de mi difunta madre, amiga de la familia y con quien hacía ya muchos años que estaba yo desconectado.

Soy cronista deportivo en un diario local, y providencialmente tuve necesidad de ponerme en contacto con Marisela, una hija de la señora Maricruz, porque iba yo a cubrir la información de un evento de karate, una competencia en la que participó el hijo de ella un sábado anterior.

Conseguí el teléfono para comunicarme con Marisela, y entonces decidí que le llamaría el domingo, para preguntarle por los resultados. Llegado el domingo, pues, marqué al teléfono porque necesitaba los datos para redactar una nota para el periódico.

La línea estaba ocupada. Me daba tiempo de ir por una hamburguesa a la cafetería, y allá conseguí una con queso y tocino, más un refresco. Subí después a mi oficina y marqué de nuevo, tratando de hablar con Marisela.

Me respondió una voz de mujer grande. “Aquí no vive Marisela”, me dijo, “porque éste es el teléfono del negocio” (yo recordé que esa familia tenia una sala de belleza)...

Me preguntó quién era yo, y le dije que Pedro. “Ah, sí, eres Pedrito, el hijo de mi comadre Raquel y de don Pedro”. Mis padres son ya fallecidos de tiempo atrás. Ella entonces me empezó a contar cosas de ellos. Dijo que mi papá había sido “muy trabajador, que siempre vio por la familia, que siempre fue muy responsable, muy buena persona... y de tu mamá Raquel ¿qué voy a decir yo? Éramos amigas, muy unidas y seguido íbamos a El Paso de compras”...

En efecto, así era todo como me lo decía la señora.

La plática se alargó como 45 minutos, y ya casi al final me preguntó si ya había cenado. A mí no sé por qué me dio vergüenza decirle que me había retacado el estómago en la cafetería, y le dije que al rato me iba a ir a la casa...

Yo, por no dejar, le pregunté: “¿Y usted, qué va a cenar, doña Maricruz?”

Ella como que le dio vuelta al asunto, pero después de una pausa de unos tres minutos, me contestó: “una rica hamburguesa”.

“A ver cuándo vienes, para ir a visitar a tus hermanas, para ver cómo han estado”.
“Sí —le dije, sinceramente complacido con su conversación y por la oportunidad de revivir su amistad al interior de mi propia familia—, probablemente mañana, o a ver qué día de esta semana me doy una vuelta con usted”.

Colgamos con mutuos deseos de bienestar y bonanza, etcétera.

Durante la tarde de ese domingo, algo me empezó a revolotear en la cabeza, algo que me había pareció extraño, tal vez el hecho de que la voz de la señora se hubiera escuchado lejana, distante, como irreal... “Mala recepción... estática tal vez”, pensé para explicar aquello.

Pero no estaba yo muy convencido de nada, sólo la duda me revoloteaba.
Así me fui a dormir, con la desazón clavada en aquella inquietud, al grado de que en mis sueños, doña Maricruz se me presentó con un vestido negro de luto, y su rostro, que conocí muy bien en mi infancia y en mi juventud, era una calavera completamente descarnada.

Algo no anda bien... me decía, sin saber qué.

Al día siguiente, en cuanto tuve tiempo, volví a marcar ese mismo número desde varios teléfonos, desde el aparato de la oficina, desde otra extensión, de la casa de un amigo, e incluso desde mi celular, pero siempre nos salió una grabación que decía que “el número que usted marcó no existe, favor de verificar su marcación” y leyendas por el estilo.

Totalmente intrigado, más tarde fui a buscar a la señora Marisela, su hija, y cuál fue mi sorpresa, que ella misma me dijo que tenía su madre dos años de muerta.

Yo ya ni le conté nada acerca de la larga plática que tuve el domingo con doña Maricruz, y tampoco le pedí los resultados deportivos que había estado buscando, solamente salí de ahí a toda prisa, confundido y con la certeza de que había hablado yo con una muerta.