El horror nuestro de cada día (XXXVI)

ÁNIMA EN PENA


El horror nuestro de cada día (XXXVI)

La Crónica de Chihuahua
Enero de 2011, 00:07 am

Por Froilán Meza Rivera

Caminaba yo por la calle de La Victoria y aquella noche fui testigo de que, una vez que amainó el torrente de personas que van a comprar ahí, las luces de los comercios se empezaron a apagar. Las cortinas se corrían una a una, y poco a poco esta calle y las demás en el centro de la ciudad, se quedaban solamente con el alumbrado público, con las escasas luminarias que, a manera de antorchas, se encendían conforme pasaba el encargado, quien caminaba junto con el gendarme de este sector.

Quedaba sólo yo en las calles, porque me distraje mirando hacia la hermosa Luna llena, a la que en vano traté de sonsacar sus secretos y de desvelar los misterios que siempre supo que guardaba.

En ello me entretenía, cuando de reojo vi una figura que pasaba por la acera de enfrente. Bajé la vista del cielo a la tierra y pude darme cuenta de que se trataba de una delicada mujer que, a grandes pasos, se dirigía hacia la Plaza de Armas. Picado quedé de curiosidad, y me impuse investigar el destino de aquella belleza que se arriesgaba a andar sola en la noche por estas calles. Sabido es que nadie que no tenga negocios urgentes o pendientes inaplazables, se arriesga a caminar por aquí de noche, y menos siendo mujer.

¿Quién era aquella hermosa criatura, y qué hacía a esas horas y en esa calle?

Apuré el paso para alcanzar a dama tan bella, caminé largo rato y por más que me esforcé no pude ponerme a su alcance. De repente me di cuenta de que era la una de la mañana, y me desanimé por haber perdido mi tiempo en algo tan poco provechoso.

Tomé el rumbo hacia mi casa en la Alameda de Santa Rita, pero a los pocos pasos vi de nuevo a la misteriosa mujer, quien para mi desconcierto, esta vez pedía socorro con insistencia. Corrí hacia ella para defenderla del peligro en que estuviera, pero al llegar a donde según yo se encontraba, ya no vi a nadie. La dama había desaparecido.

Asombrado de tal prodigio, continué caminando en medio de un silencio que se me hizo sumamente sospechoso porque ni grillos ni ratones, ni la lechuza ni los lejanos pasos del sereno, nada se escuchaba. Me entró un miedo que no pude controlar y me llegó, de lejos, el olor de una fuerte emanación de azufre.

Me pareció de repente que estaba yo sumergido en el fondo de una charca sucia. Me ahogaba, braceaba al caminar y me tambaleé varias veces, como si anduviera borracho.

Traté de apurar el paso.

En el callejón de atrás de la calle de Los Baños, ya cerca del arroyo, la bella mujer a quien hacía rato había perdido de vista, se me presentaba ahora ataviada con riquísimas sedas y relumbrantes joyas. Al verla detuve el paso, un poco calmado ya.

Le dije: “¿Es usted, señorita, quien hace unos instantes pedía socorro?

Ella se me aproximó y me dijo, sin rodeos: “Soy un alma en pena... en vida prometí a la Virgen cumplir con una manda, pero nunca lo hice, y ahora le pido a usted que me saque del laberinto de sombras en que me encuentro. Dígale a la Virgen que ya cumplí, por usted mediante, con comparecer ante ella, que en esta condición no me puedo acercar al templo”.

Así dijo, y cuando recobré el conocimiento, yo ya estaba en la cama de mi casa rodeado de mi madre, mi padre y mis hermanos, porque unos amigos me recogieron de la alameda en la mañana de aquella agitada noche.

Por supuesto que, en cuanto pude, me fui a postrar ante la madre del cielo para cumplir con mi encargo, no fuera a ser que aquellas apariciones de espanto se convirtieran en costumbre.