El horror nuestro de cada día (CXLIII)

EL CADAVER QUE ABRIÓ LOS OJOS


El horror nuestro de cada día (CXLIII)

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2012, 20:45 pm

Por Froilán Meza Rivera

31 de diciembre del 2000.— Mientras que afuera del jacalito la noche brillaba con los millones de lucecitas que se extendían allá a lo lejos, y mientras que hasta el cerro llegaban los murmullos de fiesta, aquel cuerpo inerte descansaba sobre el piso de tierra, húmedo y frío.

Los horrores de la vida real se imponen sobre el horror de las historias ficticias con que se recrea la imaginación del pueblo. Esta es una historia real, y los nombres de los personajes son verdaderos, también su condición.
Alrededor de Abel Villalobos, sus padres, sus hermanitos pequeños y su hermano adolescente estaban serios, muy serios pero sin dejar ver demasiado dolor. La sangre indígena tiene, indudablemente, otra sensibilidad menos escandalosa, aunque más profunda.

El cuerpo de Abel había sido rescatado del barranco apenas hacía una media hora por sus iguales, por los compañeros de su última, triste y desangelada parranda. Los amigos explicaron al padre del muchacho que éste se habían pasado la tarde y parte de la noche tomando aguardiente alrededor de una fogata, en la orilla de la Presa Chuvíscar. Que Abel había estado muy triste, más triste que de costumbre, y que bebió tanto alcohol que pensaron que se iba a congestionar.

“¿Pos qué trae el chamaco?” —se preguntaba don Dante, el teporocho que se arrimó a la lumbre de aquella fiesta de parias sociales, sin ser invitado. “No, pos quién sabe, así ha estado desde que salimos de la obra” —le contestó uno de los compañeros.

El cuerpo tendido sobre el suelo de tierra dura y parda, apenas sobre una cobija, lucía como un cadáver triste, y aquella velación era, si cabe decirlo, triste llena de tristezas hondas.

Pero sin que nadie se haya percatado de en qué momento sucedió, el rostro del muerto pareció regresar a la vida, de repente, porque el muchacho había abierto sus ojos en un movimiento reflejo de esos que suelen tener los muertos. Como si el muchacho hubiera querido absorber completa aquella escena en la que él era el personaje más importante.

Su mamá se acercó para revisar los signos vitales del cuerpo, pero terminó por cerrar los ojos aquellos, ventanas de un alma ausente.

De primera impresión, la caída del muchacho de 20 años al barranco de afuera de su casa, fue por causa de su ebriedad. Pero una segunda mirada reveló que Abel Villalobos Batista, quien hasta antes de su hora fatal (22:30 horas del día 31 de diciembre) fue habitante de la colonia Martín López, murió de pura pobreza. Porque fue la pobreza la que empujó a su familia a tomar un lotecito en pleno cerro, entre breñas indómitas, entre las piedras filosas que, en venganza porque se las trató de labrar para hacerlas útiles, terminaron por partirle la cabeza al joven.

Fue la pobreza la que impidió a la familia construir un muro de contención. Es la pobreza también la que no ha permitido a los Villalobos construir una casa grande, espaciosa, cómoda, segura, con unos escalones de acceso cómodos, funcionales y seguros también.

“Estas cosas nomás le pasan a los jodidos”, dijo alguien entre los curiosos que por lo general guardaban un respetuoso silencio, afuera del jacalito-de-un-solo-cuarto de la familia en desgracia.

Al barullo de las conversaciones que antes de las 10 y media de la noche animaban a familiares y amigos, siguió el silencio profundo y triste. Los paramédicos y los agentes de la Policía Municipal, los vecinos, se entendían entre ellos con murmullos, como signo de respeto al dolor de los familiares.

En torno al cadáver envuelto ahora en un plástico azul, el padre y la madre mostraban una especie de tristeza serena y resignada. Los niños pequeños no sabían qué cara poner, desconcertados de ver a Abel ahí, tirado nomás, sin moverse. Seguramente que por sus cabecitas no pasaba la idea de la muerte. El hermano adolescente era el único que rompía el silencio para decir incoherencias:

“Tómeme una foto con él”, expresaba entre sollozos e intoxicado probablemente con alcohol.

El cuerpo del joven estaba en el centro del cuartucho, con las camas y las sillas alrededor suyo. La familia encaramada en los catres esperaba que alguien llegara por su querido Abel, porque aún en la Colonia Martín López las heridas deben sanar, para que la vida continúe. Para que, como dice la publicidad de los mercaderes, se cumplan todos los buenos deseos del Año Nuevo. Del fatal y desgraciado Año Nuevo.