El derrocamiento y la muerte de Gadafi no trajeron paz y estabilidad, después de la Primavera Árabe

De Libia a Siria: la Primavera Árabe ahora es el caos


 El derrocamiento y la muerte de Gadafi no trajeron paz y estabilidad, después de la  Primavera Árabe

La Crónica de Chihuahua
Agosto de 2013, 16:09 pm

Dos años atrás, Trípoli, la capital de Libia, cayó en manos de esa amalgama de fuerzas rebeldes que habían estado asediando la ciudad. El líder del país, Muammar Gadafi, huyó a su pueblo natal, Sirte, donde, el 20 de octubre de 2011, los rebeldes lo apuñalaron, golpearon y dispararon hasta la muerte luego de que su convoy fuera alcanzado por un misil de la OTAN. La excéntrica dictadura de Gadafi durante cuarenta y dos años se acabó, en un aparente fin a la dramática cadena de eventos que había comenzado nueve meses antes en la ciudad oriental de Bengazi. Allí, inspirados por el derrocamiento de Hosni Mubarak en el vecino Egipto, los libios se habían manifestado contra el dominio de Gadafi y las protestas se habían convertido en un enfrentamiento sangriento con las fuerzas de seguridad a escala nacional. Los manifestantes, eventualmente asistidos por bombarderos franceses, británicos y norteamericanos bajo la bandera de la OTAN, triunfaron.

El humo no se había dispersado todavía cuando la victoria era ya exhibida como un brillante ejemplo de lo que los poderes occidentales podían hacer en un campo de batalla moderno sin poner jamás “botas en el terreno”.

Sin necesidad ulterior de más guerra y con los poderes occidentales preocupándose solícitamente por lo que era ostentado como la nueva democracia de una nación rica en petróleo, Libia debería haber alcanzado la paz y la estabilidad una vez más. En su lugar, el país, de más de seis millones de personas, parece haber sido desestabilizado fatalmente por la guerra librada para remover a su dictador y está crecientemente fuera de control. Milicias que se alzaron en varios frentes de batalla regionales se hallaron en posesión de vastos arsenales y largas extensiones de territorio. Pese a la organización de unas elecciones parlamentarias y la asunción del gobierno nominal por unos políticos civiles en Trípoli, las milicias no se disolvieron: por el contrario, han utilizado su fuerza y poder de fuego para intentar provocar cambios en la capital –incluso, en varias ocasiones, asediando edificios gubernamentales. También se han combatido por enemistades regionales de larga data: la más reciente de tales batalles ocurrió el mes pasado (julio de 2013).

El actual primer ministro, un abogado llamado Ali Zeidan, ha justificado la impotencia de su gobierno diciendo que sus fallas derivan de la debilidad de Libia como Estado. Hay una gran parte de verdad en ello: montado sobre tres antiguos wilayats otomanos, el moderno Estado de Libia tenía apenas 18 años de edad cuando Gadafi tomó el poder de la monarquía nacional, en 1969. En su ausencia, la nación libia es como un adorno gastado. Como escribió la semana pasada el autor libio Hisham Matar : “Bajo Gadafi, temíamos al Estado; ahora, sus debilidades ponen en peligro todo lo que hemos logrado”.

Hasta qué punto Libia está fuera de control se volvió evidente el 11 de septiembre de 2012, cuando una gran multitud que incluía a extremistas inspirados por, y afiliados a, Al Qaeda atacó un complejo diplomático de los Estados Unidos en Bengazi, matando al embajador en Libia, Christopher Stevens, y otras tres personas. El incidente no desató un debate sobre qué hacer en Libia sino, más bien, una discusión casi totalmente norteamericano-céntrica, de acusaciones de origen político sobre las debilidades y errores del comando y el control de los Estados Unidos. Mientras tanto, la situación facilitada por la OTAN en el terreno ha empeorado, con extremistas que operan con creciente impunidad.

En junio y julio, decenas de libios fueron muertos en choques distintos entre milicias en Bengazi y Trípoli. La semana pasada ha sido particularmente mala. El viernes 26 de julio, un prominente abogado de Bengazi, Abdelsalam al-Mismari, fue muerto a tiros mientras salía de una mezquita tras las plegarias. Mismari fue un líder importante de la rebelión de 2011 contra Gadafi y, más recientemente, había surgido como opositor abierto del segundo grupo político más grande del país, el Partido de la Justicia y la Construcción, una facción conservadora aliada con la Hermandad Musulmana. Se sospecha que los extremistas lo asesinaron. Dos oficiales de seguridad también murieron en la ciudad ese día. Luego, el 27 de julio, más de mil convictos escaparon de una prisión en las afueras de Bengazi, en circunstancias todavía oscuras (Esta fuga masiva coincidió con otras, ligadas a Al Qaeda en Bagdad y a los talibán en Pakistán).

En la noche siguiente, justo antes de que comenzaran unas manifestaciones anti-islamistas contra el brote de violencia, unas bombas estallaron fuera del icónico tribunal sobre el mar de Bengazi, donde comenzó la rebelión libia. Suliman Ali Zway, quien informa desde Libia para el New York Times, me escribió ese día para decir que veía la situación peor que nunca. Más tarde, me envió una posdata: milicianos armados lo habían asaltado. Había perdido el auto, pero se sentía afortunado de haber escapado con vida.

Las dimensiones regionales del lío libio no han sido calculadas adecuadamente por los hacedores de políticas que incitaron la rebelión, pero parecen ser enormes. Tras la caída de Gadafi, milicianos tuareg bien armados de Mali, que le habían prestado servicios durante años como mercenarios, huyeron a casa en sus vehículos de batalla y enseguida dieron su apoyo a aspiraciones separatistas en las remotas tierras del Norte. El episodio de Mali mostró –no por primera vez— cómo unos pocos hombres determinados y con buen entrenamiento pueden hacer mucho daño en áreas remotas de países pobres.

Libia carece de la capacidad de controlar sus fronteras –ni hablar de sus arsenales–, y al Qaeda prospera en todo vacío de poder. La sangrienta crisis de rehenes en el campo petrolero del sur de Argelia, en enero, fue ligada a la intervención francesa en Mali; en abril, la embajada francesa en Trípoli sufrió un ataque con bomba; y en mayo, en Níger (otro Estado débil que limita con Libia), atacantes con bombas mataron a casi treinta personas. Este año, dos importantes políticos seculares han sido asesinados en Túnez, donde comenzó la Primavera Árabe. En un incidente separado de la semana pasada, terroristas que aparentemente operaban desde la frontera argelina mataron a ocho soldados tunecinos. El martes 6 de agosto, decenas de miles de tunecinos salieron a las calles de la capital a exigir la renuncia de los gobernantes islamistas. Con un Egipto post-Mubarak y ahora post-Morsi bajo un creciente control militar, la Primavera Árabe parece haber sido reemplazada por un caos que se extiende.

Siria es el agujero negro en este firmamento, absorbiendo toda luz restante en su guerra civil. Los aliados de la OTAN que hicieron llover misiles sobre Libia han caído en un nauseoso silencio en lo que respecta a Siria –así como están ausentes en el terreno como garantes de la restauración pacífica del Estado libio.

Ese martes, llegó la noticia de que el Departamento de Justicia había acusado al líder miliciano libio de Bengazi Ahmed Abu Khattala de complicidad en los ataques que acabaron en la muerte del embajador Stevens. Abu Khattala, quien ha reconocido que estuvo en el complejo esa noche pero que niega toda responsabilidad en la muerte de Stevens, se ha burlado abiertamente de los intentos de los Estados Unidos de responsabilizarlo de los asesinatos. En Bengazi, el miércoles, Suliman Ali Zway tuiteó: “Vi a Abukhattala dos veces y estoy muy familiarizado con la dinámica/el ambiente militar de Bengazi; buena suerte consiguiendo que alguien lo arreste”.
Por Jon Lee Anderson