El capital mundial, víctima de su propio éxito

Abel Pérez Zamorano


El capital mundial, víctima de su propio éxito

La Crónica de Chihuahua
Mayo de 2014, 20:17 pm

(El autor es un chihuahuense nacido en Témoris, municipio de Guazapares. Es Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-Administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo. Candidato a Director de la División de Ciencias Económico Administrativas, 2014-2017.)

El modo de producción capitalista es un modelo de capacidad productiva, no superado aún. Empujado por la competencia, el desarrollo tecnológico evoluciona a velocidad vertiginosa e impulsa la productividad (cantidad de productos generada en cierto tiempo). Pero esa capacidad tiene su punto vulnerable: las relaciones de producción (fundamentalmente los derechos de propiedad sobre los medios de producción y los correspondientes de apropiación del producto y las relaciones de mercado) están obrando como frenos en la economía, lo cual se deja ver en: menor producción, desempleo creciente, mayor pobreza y reducción del consumo. El problema es que los industriales por fuerza necesitan vender para realizar la ganancia, pero, en sentido opuesto, el capital mismo ha venido empobreciendo a sectores cada vez mayores de la población: entre más ganancia acumulan unos, más pobres, en número y grado son otros; pero, como consecuencia, hay menos compradores capaces de comprar. Se hace realidad así la vieja sentencia de que al capital lo puede frenar, y colapsar, la falta de mercado.

Debido al empobrecimiento, o a que en los países ricos aun la población de altos ingresos ha cubierto ya sus necesidades a un alto nivel, los mercados domésticos se contraen, y son cada día menos capaces de consumir el creciente cúmulo de productos creados: la producción supera así en muchos casos la demanda, como en Japón, donde su sociedad tiene solvencia económica, pero ha satisfecho ya a plenitud sus necesidades, dando lugar a una saturación del mercado; en otras partes, como en Latinoamérica y África, sencillamente, la gente no tiene con qué comprar. Como consecuencia, se rompe el circuito producción-venta-consumo, y su primer componente se frena, dejando así ociosos cada vez más recursos productivos; por ejemplo, la capacidad instalada de Estados Unidos y Canadá opera al 78 por ciento. “La capacidad instalada en el mundo para la fabricación de automóviles asciende a los 100 millones de unidades al año, mientras que la demanda del mercado es de 75 millones en números redondos. Este excedente en la capacidad acrecienta la rivalidad entre los principales competidores globales” (El Universal, 8 de diciembre de 2011). Brasil opera al 83 por ciento de su capacidad instalada en la industria (Reuters, 9 de abril de 2013), y va a la baja. Y las consecuencias no se dejan esperar en el uso de la fuerza laboral: según la OIT, hay en el mundo 212 millones de desempleados, cifra seguramente conservadora. Y como consecuencia de todo ese desperdicio de recursos productivos, la economía mundial se ve frenada, con la salvedad de China, que modifica en mucho las estadísticas globales. Entre 1990 y 2011, Japón registró en 15 años (no necesariamente consecutivos) tasas de crecimiento inferiores o iguales a dos por ciento; en cinco de ellos de hecho decreció, y en otros cinco creció a menos de uno por ciento; en Estados Unidos, en ocho años el crecimiento fue inferior o igual a dos por ciento (en tres de ellos decreció); en Alemania, en 14 años fue igual o inferior a dos por ciento (en tres de ellos negativa); en el Reino Unido, en tres años decreció y en nueve fue inferior o igual a dos por ciento.

La incapacidad de colocar su excesiva producción en los mercados domésticos ya saturados, se ha manifestado en los países cúpula en diversas formas, como la deflación en Japón: freno en la producción y caída en los precios;

Alemania se ha convertido en una economía fundamentalmente orientada a las exportaciones: en 1990, éstas representaban el 24.8 por ciento del PIB, y para 2011, el 50.2 (Banco Mundial, OCDE). Por su parte, Estados Unidos sigue abriendo mercados a cañonazos, y espacios para invertir sus capitales excedentes, dejando por el mundo una estela de muerte (en Iraq suman ya 114 mil civiles muertos). Los capitales entran necesariamente en colisión por territorios dónde vender e invertir, y pugnan por arrebatarse zonas de influencia: el mercado siempre está preñado de guerra. Y aunque comparte las aventuras guerreras de los Estados Unidos, la Unión Europea lleva una parte menor del botín, por lo que ha buscado su propia solución: ha expandido su mercado: de seis países fundadores, a 27 en la actualidad, con un total de 500 millones de habitantes, muy superior a la población de los Estados Unidos. Así ha ampliado su mercado interno para dar salida, al menos temporalmente, a su acrecida producción. De todas formas, estos métodos aplicados para resolver el problema del exceso productivo son sólo atenuantes de efecto limitado, que tarde o temprano serán inoperantes.

Asfixiada así, para la economía de hoy queda sólo una salida: quitar los frenos que operan desde las relaciones de producción, de mercado y de propiedad. Hay que reconstruir los mercados domésticos en todos los países, para quitar las amarras a la producción, elevando el ingreso real de la población, con más empleos, mejores salarios y mecanismos fiscales, como ha hecho China, que es capaz de consumir su propia producción y depende menos de las exportaciones. Se equilibrarán así lo creado y lo consumido; la industria podrá trabajar a toda su capacidad, haciendo posible el pleno empleo, toda vez que éste no estará restringido por la limitada capacidad de venta de las empresas, y podrá optimizarse la fuerza de trabajo, empleando a los millones de personas consideradas hoy como “sobrantes” por el capital. Se optimizará la capacidad instalada, quizá no usándola al 100 por ciento, pero sí en la medida en que el consumo lo requiera; no habrá lugar para excesos ni conflictos por mercados, pues la colocación de toda la producción quedará garantizada. Todo ello es posible si se coloca el bienestar social como motivo central del quehacer económico en lugar de la maximización de la ganancia y el imperio del mercado. Y si antes estas posibilidades no eran más que una utopía, hoy, el formidable desarrollo del capital las hace cada vez más factibles.