El horror nuestro de cada día (III)

LA MALDICIÓN DE LA LECHUZA


El horror nuestro de cada día (III)

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2010, 20:22 pm

Por Froilán Meza Rivera

...Ahora sabía por qué el muchacho Terrazas se había quedado mudo y cogido del volante como si se hubiese transmutado en una estatua de sal...

Guadalupe y Calvo.— Alarmados porque el chofer había caído en una especie de trance después de que atropelló a algún animal en la terracería en medio de aquella tarde lluviosa y anormalmente oscurecida, los demás también nos quedamos ahí, nomás esperando a que reaccionara.

Estábamos entre el lodazal, con el agua chorreando por los cristales y el viento furioso azotando la camioneta; en ratos la ladeaba y yo, por lo menos, sentía que nos íbamos a deslizar hacia la orilla del barranco al que nunca me atreví a buscarle el fondo. Ya me imaginaba dando vueltas en medio de cristales remolidos y hierros retorcidos en una cruel caída, despeñándonos y haciéndonos pedazos antes de llegar al fin de la cuesta, en aquel ataúd último modelo.

“Era una lechuza”, susurró el técnico de la mina, y me sobresaltó al sacarme de mis fantasías macabras.

“Era una lechuza”, repitió sin que el aire circulara apenas entre sus labios, mirándome fijamente a los ojos. Y yo entendí. Los lugareños, supersticiosos y amantes de todas las historias de espantos, brujería, apariciones y posesiones demoníacas, consideran que lo peor que les podía acontecer en la vida, más incluso que toparse de frente con el demonio en un cruce de caminos, era matar a una lechuza. Ese hecho malhadado les acarrearía sin duda una maldición que los acabaría por desgraciar y llevar incluso a una muerte muy dolorosa.

Ahora sabía por qué el muchacho Terrazas se había quedado mudo y cogido del volante como si se hubiese transmutado en una estatua de sal.

Cuando Terrazas reaccionó, le quitó el freno al vehículo y, sin decirnos nada, simplemente condujo a donde nos dirigíamos. Regresamos entonces a las cabañas que nos habían destinado para refugiarnos durante la semana que todos suponíamos iban a durar las exploraciones topográficas y mineralógicas.

Al día siguiente, el conductor llegó por nosotros. Ya hablaba, y al parecer había recobrado el semblante habitual. ¿Por qué? ¿Dejó de creer en maldiciones?

Yo supe después que el muchacho Terrazas había regresado la noche anterior, al lugar del accidente, donde seguramente pensaba encontrar el cadáver del avechucho. Don Miguel Salayandía me hizo saber que, entre los usos y costumbres locales, estaban varias artimañas para contrarrestar casi cualquier maldición. La que se aplicaba en casos como éste, consistía en recobrar el cadáver de la lechuza y llevarlo con el brujo...

La descripción de don Salayandía me gustó por los gestos de exagerada narrativa de bulto que usaba el viejo profesor: “Llegas al cuarto del hechicero, quien te recibe a oscuras con la eterna fogata al interior, sobre la cual encuentras el indispensable caldero mugroso, fuente de vapores fétidos y sospechosos... el hombre tiene aspecto de anciano, pero te fijas y sus arrugas desaparecen en ratos, y no puedes creer que de repente parezca que estás viendo un rostro hermoso y joven, y que de repente se le transparente entre sus rasgos la silueta de una calavera”.

El hechicero, en resumen, toma el cuerpo del ave y, después de emitir unos quejidos con los ojos cerrados y la cara viendo hacia arriba, tiende el pequeño cadáver y le practica una incisión en el abdomen. Bebe algo del caldero el brujo, y sopla dentro del agujero por entre las plumas blancas y pintas de la lechuza, y conforme sopla, parece que el ave se infla, y se infla...

Sorpresivamente, aquel animal cobra vida y se aleja volando de aquel antro apestoso.

“Así es como neutralizan aquí la maldición de la lechuza”.