De Barbie a Darth Vader: cómo Estados Unidos cuenta la guerra a los niños

Por Tom Engelhardt


 De Barbie a Darth Vader: cómo Estados Unidos cuenta la guerra a los niños

La Crónica de Chihuahua
Septiembre de 2013, 22:19 pm

1. El primer advenimiento de G.I. Joe

Corría el año 1964, y en Vietnam miles de “asesores” norteamericanos ya estaban ofreciendo sus conocimientos desde el asiento de un helicóptero o detrás de la mira de un arma. Aún faltaba un año para que los Estados Unidos enviaran allí su primer contingente masivo de tropas de infantería, adolescentes que entrarían en la zona de combate soñando con John Wayne y pensando que el territorio controlado por el enemigo era “territorio indio”. Mientras tanto, en ese año inaugural de la Gran Sociedad de Lyndon Johnson, una nueva generación de niños comenzaba a experimentar el relato de guerra norteamericano a través del guerrero de juguete más popular jamás creado.

Su nombre, G.I. (NdT: Sigla de “Government Issue”, “Suministro del Gobierno”) Joe tenía reminiscencias de la última guerra victoriosa de los Estados Unidos y era ampliamente genérico. No había ninguna figura específica que se llamara Joe, ni tampoco ninguno de los “Joes” tenía nombre. “Él” venía en cuatro formatos, uno por cada una de las armas del ejército, incluidos los Marines. Y, sin embargo, cada Joe era, en esencia, el mismo. Porque era un juguete de la Gran Sociedad, con sus sueños de inclusión, sólo le tomó un año a su fabricante, Hasbro, producir un “Joe Negro”, y otros dos para que agregara una Joe mujer (una enfermera, claro). Inicialmente, Joe venía sin historia, sin instrucciones y sin enemigo, porque a los adultos (o a los fabricantes de juguetes) todavía no se les había ocurrido que no se podía confiar en que el niño eligiera al enemigo indicado para enfrentar a Joe.

En las publicidades de televisión de la época, se describía a Joe como el más tradicional de los juguetes de guerra. Se mostraba a niños pequeños con cascos de la Segunda Guerra Mundial entrando en combate con un tanque de G.I. Joe, o desplegando fieramente su equipo de Joe mientras un coro de graves voces masculinas cantaba (al son de la melodía de la banda de sonido de Halls of Montezuma), “G.I. Joe, G.I. Joe, un guerrero de la cabeza a los pies, en la tierra, en el mar, en el aire”. Él era “auténtico”, con su “bazooka de doscientos cincuenta milímetros que funciona de verdad”, su “lanzallamas de cabeza de playa”, y su “réplica auténticamente detallada” del jeep del Ejército de los Estados Unidos con su propio “rifle sin retroceso montado en un trípode” y “cuatro proyectiles cohete”.

Podía tomar cualquier playa o sitio de aterrizaje con estilo, vestido con lo “auténtico, que iba a desde una Ike Jacket con un pañuelo rojo a una “camisa militar de asalto de cabeza de playa”, pantalones y equipo para el campo. Podía devorar comidas con su propio kit o tirarse a dormir en su propia “tienda de campaña de mini vivac”. Y, además, era un juguete gigante, de casi treinta centímetros de alto. Desde la intrigante cicatriz rosa de su mejilla hasta la descarga de testosterona de los niños de rostros feroces de la publicidad gritando “¡G.I. Joe, toma la colina!”, parecía ser la imagen de un juguete de combate masculino.

Sin embargo, Joe, como mucho de su época, difícilmente era lo que parecía. Lanzado el año en que Lyndon Johnson compitió para presidente como el candidato de la paz contra Barry Goldwater mientras su gobierno planeaba en secreto el bombardeo masivo de Vietnam del norte, Joe también estaba involucrado en un encubrimiento. Porque, si bien Joe era una bestia de soldado de juguete, también era, aunque la palabra fuera impronunciable, un muñeco. De hecho, el estilo de juego de guerra de Joe estaba en gran medida modelado en base, y le debía mucho, a una “chica”: la Barbie de Mattel.

La historia secreta de Joe

Barbie había llegado al mundo de los juguetes en 1958 con una dura expresión en el rostro y sus prominentes pechos sin pezones, un recordatorio de que también ella tenía un pasado secreto. Fue un gran avance, la primera muñeca “adolescente” con una figura “adolescente”. Sin embargo, su creadora, Ruth Handler, no había tomado de modelo a una adolescente sino a una playgirl de una tira cómica de un tabloide alemán, llamada Lili, que, en formato de muñeca, se vendía no a niños sino a hombres “en tabaquerías y bares… como una mascota para hombres adultos”. Así como luego Joe habría de desembarcar en las playas, de la misma manera Barbie tomó por asalto los salones de belleza, merenderos, alcobas y habitaciones, llena de accesorios, y con el mismo trasfondo de exageración. (Al fin y al cabo, cuanto más grande los pechos, más fácil era colgar el vestido de novia de Barbie.)

Joe fue una ocurrencia de un desarrollador de juguetes llamado Stanley Weston, que estaba convencido de que los niños varones jugaban en secreto con las Barbies y se merecían su propio muñeco. Como de chico le encantaba jugar con soldados de juguete, eligió la temática militar como la más aceptable para un muñeco para niños varones y llevó su idea a Hassenfeld Brothers (que luego pasaría a llamarse Hasbro), una empresa de juguetes que en aquel entonces era conocida principalmente por fabricar al Señor Cara de Papa (Mr. Potato Head).

En esos días, todos los que estaban en el negocio de los juguetes sabían que los soldados de juguete eran figuras de plomo o plástico, inmóviles, de siete centímetros y medio de alto, y la respuesta inicial suscitada por Joe fue de la duda al desdén, pasando por la risa; pero Merril Hassenfeld, uno de los dos hermanos que dirigían la empresa, recurrió a un viejo amigo, el General de División Leonard Holland, líder de la Guardia Nacional de Rhode Island, quien le brindó acceso a armamento, uniformes, y equipos para que pudiera diseñar una figura militar minuciosamente precisa. Joe también contaba con un “agarre” especial, un pulgar oponible y un dedo índice, idóneos para aferrar esas ametralladoras y esas bazookas realistas, y estaba conformado por 21 piezas movibles para que los niños varones pudieran finalmente poner la guerra en movimiento.

Hassenfeld Brothers dio por tierra con los supuestos de la industria del juguete al vender Joes y equipos por un valor de 16.9 millones de dólares durante el primer año en el mercado, y a partir de ahí las cosas sólo fueron mejores. Y así hubo un Adán guerrero creado a partir de la costilla de plástico de Eva, un tipo rudo con trajes y accesorios propios, a quien uno podía vestir, desvestir, y llevar a la cama… o, en todo caso, con quien uno podía acampar. Pero nada de esto podía decirse. En Hasbro, llamar muñeco a Joe era tabú. En lugar de eso, la compañía lo apodó “una figura de acción modélica para niños varones”, y a partir de ahí el nombre “figura de acción” quedó adosada a todos los juguetes combatientes que habrían de venir. Así que Barbie y Joe, pechos firmes y balas blandas, la bomba exagerada y el guerrero sensiblero de cicatriz en el rostro, pasaron a representar los endebles relatos de género de Estados Unidos a fines de esa década, cuando una secreta historia iba lentamente llegando al nivel de la infancia.

Por un tiempo, todo siguió como parecía. Pero Joe sufrió una lenta transformación de la que Barbie logró escapar casi por completo (aunque a principios de los 70’s, enfrentada al nuevo feminismo, sus ventas cayeron). A medida que pasaban los años de Vietnam, Joe se volvió cada vez menos un soldado. La protesta estaba en el aire. Ya en 1966, un grupo de madres vestidas con trajes de Mary Poppins hicieron un piquete frente a la convención anual de la industria del juguete en Nueva York; tenían unos paraguas con el slogan “¿Feria del Juguete o Feria de la Guerra?”. De hecho, Sears eliminó de su catálogo todos los juguetes de temática militar. Según Tomart’s Guide to Action Figure Collectibles, “A fines de los años 60’s (…) temiendo que su ‘juguete orientado a la guerra’ sufriera un boicot, Hasbro modificó la apariencia facial y el vestuario de Joe. Se agregó pelo tupido y una barba a las figuras. Hasbro liquidó las piezas de apariencia estrictamente militar mediante kits especiales, y, para 1970, se creó el Equipo de Aventura G.I. Joe.”

Ahora, Joe fue puesto en equipo con sus primeros verdaderos enemigos, pero no eran humanos. Estaba el tigre de “La caza del tigre blanco”, la “raya cabeza de martillo” de “El demonio de las Profundidades”, la momia de “El secreto de la tumba de la momia” y el “tiburón blanco” de “La venganza del tiburón espía”, asi como una variedad de osos polares, pulpos, buitres y un montón de enemigos naturales que venían en kits como “La supervivencia en la tormenta de arena”. Por primera vez, en esos años de confusión adulta, comenzaron a incorporarse algunas indicaciones sobre la trama, sobre que debía hacer exactamente un niño con esos juguetes, en títulos como “La busca del ídolo robado” o “La captura del gorila pigmeo”. Joe no solo era un aventurero, sino que su aventura estaba siendo crudamente delineada en el envase que venía con él; y pocas de estas nuevas aventuras tenían relación alguna con el relato de guerra del que había surgido.

Este Joe nuevo y más a la moda estaba, si no adquiriendo exactamente una personalidad, al menos sufriendo un proceso de personalización. Ya no parecía tan militar con sus nuevos peinados y su insignia con la letra “A” (de aventura), que, tal como lo señaló Katharine Whittemore, “se parecía un poco al símbolo de la paz”. De hecho, empezaba a parecerse sospechosamente a la oposición, desvaneciéndose como guerrero tanto como convirtiéndose en un muñeco menos genérico. Para 1974, ya había ganado hasta cierto toque oriental con su nuevo “agarre kung-fu”. En 1976, bajo la presión del aumento del costo del plástico, se encogió casi diez centímetros; y poco después desapareció de la escena. Según Hasbro, se había tomado una “licencia” y, hasta donde se sabía entonces, relegado al olvido.

Cómo extirpar la guerra del mundo infantil

En esto, Joe era típico del relato de guerra en la cultura infantil de esos años. Era como si los zapadores vietnamitas hubieran tocado suelo norteamericano y hubieran hecho volar el relato de la guerra y lo hubieran liberado de su contenido ritual, como si los “Indios” de ese entonces hubieran desbandado a la caballería y desestabilizado el Lejano Oeste. Tantos años de resistencia vietnamita habían convertido los placeres de la cultura del juego de guerra en atrocidades, oprobiosos de contemplar. Al promediar el año 1970, los productos culturales de los Estados Unidos parecían estar dedicados a criticar sus propios mecanismos y sus mitos, o en vigilar fronteras defensivas cada vez más nuevas.

Tomemos por caso al Sgt. Rock, ese heroico suboficial de la Segunda Guerra Mundial de la serie Our Army at War de DC Comics. Cada edición de sus aventuras portaba ahora un sello nuevo que proclamaba: “No haga más la GUERRA”, mientras que sus aventuras firmemente ligadas a la Segunda Guerra Mundial se veían socavadas por una nueva consciencia parecida a la del enemigo. Por ejemplo, la tapa de una edición de junio de 1971 mostraba al intrépido pero perturbado sargento tartamudeando “¡Pe.. pero eran civiles!”, y señalando los cuerpos de cinco hombres, ninguno de ellos con uniforme, que parecían haber sido puestos en fila contra un muro y ejecutados. Junto a él, un G.I., con su metralleta todavía echando humo, exclama “¡Detuve el avance del enemigo, Rock!” ¡Ninguno escapó!”.

Dentro del ejemplar, un episodio, “Headcount”, contaba la “trama oculta” de la historia de un tal Johnny Doe, un soldado raso condecorado póstumamente, que dispara primero y pregunta después. “¡Quieto, Johny!”, grita Rock mientras el soldado Doe está a punto de acabar con un cuarto lleno de rehenes franceses con sus captores nazis, alegando que son todos impostores: “Si estás equivocado… ¡no somos mejores que los carniceros nazis contra los que estamos luchando!”. Acerca de Doe, a quien Rock mata antes de que pueda asesinar a los rehenes, el relato plantea una pregunta final, que en 1971 habría resultado familiar a los norteamericanos de todas las edades: “Johny Doe, ¿era un asesino… o un héroe? Esa es una pregunta que cada uno de ustedes tendrá que responder a sí mismo.”

Dos meses más tarde, en la edición de agosto de Our Army at War, un lector podía adentrarse en la mente de Tatsuno Sakigawa en “Kamikaze”. Sakigawa, a punto de lanzar su avión en picada contra el USS Stevens, recuerda “¡cuando su madre lo abrazaba fuerte y tibiamente! Se acordaba de los pesqueros en que vivían… el acre olor del mar y el viento… estaba en otro lugar… en un momento más feliz”, Mientras su avión es alcanzado por fuego antiaéreo y explota, uno ve su rostro agonizante. “PADRE… MADRE… ¿DÓNDE ESTÁN?”, grita.

La escena pasa brevemente a sus padres en su barco en llamas (“A… ayúdanos… hijo mío… ayúdanos), y luego a una imagen final de “¡las llamas elevándose sobre las ciudades japonesas! Casas de madera y papel… su propio hogar”. El episodio concluye así: “Tatsuno Sakigawa murió por el emperador… por su país… ¡por su honor! Pero, más que nada… ¡para vengar la muerte de sus padres! ¡La destrucción de su casa! ¡La pérdida de su propia vida!”. Al pie de la página, debajo del sello pacifista de aprobación de DC, había una “nota histórica: 250.000 japoneses murieron durante los ataques con fuego… 80.000 murieron en el bombardeo atómico de Hiroshima”.

Incluso en el más protegido de los santuarios, el manual escolar, el relato norteamericano comenzaba a desarmarse. Primero en sus intersticios y luego, en su lugar, emergió una serie de historias antes ocultas. A fines de los años 60’, los manuales escolares redescubrieron a “los pobres”, un grupo ausente desde los años 30’. Para principios de los 70’, el relato de los negros, el de las mujeres, el de los chicanos, el de los pueblos originarios –todas esas narraciones hasta entonces “invisibles”- estaban emergiendo de abajo del relato monolítico de los Estados Unidos que había sido impuesto hasta entonces a una nación de niños. De igual manera, en el nivel universitario, historias del mundo no-europeo emergían de debajo de la historia “mundial” monolítica que alguna vez había llevado al estudiante de Egipto a la Norteamérica del siglo XX a través de Grecia, Roma, la Europa medieval, y el Renacimiento.

Estas nuevas historias “celebratorias” de los esfuerzos y triunfos de varias “minorías” surgieron, principalmente, como críticas implícitas a la Historia Única de los Estados Unidos que las había precedido, o como historias mínimas encapsuladas en sí mismas y ampliamente auto-referenciales, igual que ese nuevo formato de televisión: la miniserie. En ambos casos, demostraron ser incapaces vincularse a una narrativa mayor, aunque en los años 80’ habrían de ser agrupadas, muchas veces a su pesar, bajo el paraguas del “multi-culturalismo”.

Porque eran celebratorias, no precisaban ningún enemigo concreto, pero implícitamente el enemigo era el propio relato que hasta hacía muy poco las había vuelto invisibles. Eran algo así como grupos de intereses compitiendo por una cantidad limitada de espacio vaciado. El relato nacional, que, se suponía, era lo suficientemente inclusivo como para acoger a todas esas “masas apiñadas”, y que hasta apenas un par de años atrás le había permitido a los escritores de manuales escolares elaborar oraciones como “Estamos muy poco sorprendidos por el virtuosismo sin precedentes de la política exterior de los Estados Unidos, y su buen juicio”, ahora se había resquebrajado.

Cuando Saigón cayó en 1975, tanto niños como adultos habitaban ya en un ámbito notoriamente desprovisto de relatos. La propia palabra guerra había sido arrancada de la cultura infantil, y la infancia había sido transformada en algo parecido a un hecho no-estadounidense. La subterránea calidad atormentada y atormentadora de los niños de los años ‘50 habían salido a la superficie. Los jóvenes eran ahora adultos abiertamente amenazantes. Algunos estaban desafiando al poder norteamericano con evidencias de la destrucción de niños de minorías tanto dentro como fuera de los Estados Unidos, (“Ey, Lyndon B. Johnson, ¿cuántos niños has matado hoy?”), mientras otros, ya fuera como extremistas políticos, como parte de la contracultura, o como GIs en Vietnam, parecían estar en proceso de desertar en favor del enemigo oriental.

Sin embargo, paradójicamente, no había rastros de ese enemigo victorioso: ni en las películas, ni en televisión (a pesar de la imagen de Vietnam como una guerra televisiva), ni siquiera en la prensa. Donde debían estar los vietnamitas, había en cambio una ausencia. Porque era imposible “ver” a quienes habían derrotado a los Estados Unidos y, por lo tanto, por qué los norteamericanos habían perdido, era imposible comprender qué se había perdido. De manera que la victimización de los Estados Unidos, la derrota norteamericana –incluida la pérdida de formatos culturales infantiles- se convirtió en un tema en sí mismo, el único tema, podría decirse, mientras que la invisibilidad del enemigo que había arrebatado el relato le confería a esa pérdida un aura de injusticia.

Así, en un ultimo y extraño revés en esa época de reveses, la “reconstrucción” de la posguerra norteamericana no comenzaría en Vietnam, la tierra en ruinas, que debería haber sido pero no era el país vencido, sino en casa, en una tierra que casi no había sido alcanzada por la guerra, que debería haber sido pero no era el país vencedor; y la reconstrucción no se enfocaría sobre un ambiente físico devastado sino en la psique nacional. En este pasaje de posguerra de John Wayne a Sylvester Stallone, de la Pax Americana a la Pecs Americana, en este intento de reconstruir una narrativa norteamericana del triunfo que estaba de licencia, los niños jugarían un rol especial.

2. Espacio vacío

La noche del 25 de mayo de 1977, un aturdido director de cine de 32 años, con un éxito a sus espaldas, estaba por finalizar dos hercúleas semanas de “mezclado” de su última película para la audiencia europea. Habiendo hecho una pausa para ir a cenar, se dirigía con su mujer hacia Hamburguer Hamlet, un restaurante ubicado frente al Mann´s Chinese Theatre en Hollywood, tan solo para toparse con embotellamientos de tránsito y multitudes de tamaño considerable. Al doblar una esquina, espió el título de su nueva película, escrito en grandes letras sobre la marquesina del teatro. Era el día del estreno. “No puedo creerlo”, recuerda haber dicho. “Así que nos sentamos en Hamburguer Hamlet y observamos la enorme multitud que había ahí afuera, y después volví y me pasé toda la noche mezclando… Sentía que era una clase de aberración”.

El director George Lucas ya había celebrado su adolescencia en American Graffiti, (“¿Dónde estabas en 1962?”), el éxito sorpresivo de 1973, que desencadenó una ola de nostalgia por los años anteriores a Vietnam e inspiró la serie de televisión Happy Days (1974). Como cineasta, sin embargo, deseaba bucear aún mas profundamente en su infancia californiana, para volver a esos momentos en los había representado escenarios de la Segunda Guerra Mundial con soldados de juguete, o mirado series del viejo Flash Gordon, y películas de cowboys y de guerra en la televisión.

Al igual que el público de cine (como lo indica la cantidad de entradas vendidas en la época), quería dar marcha atrás al canibalismo cinematográfico de los años ’60. En esto, se diferenció de directores tan diversos como Robert Altman, Stanley Kubrick, Arthur Penn, Mel Brooks, y su propio mentor Francis Ford Coppola, quien durante años había estado desmantelando operetas espaciales o de cowboys, y películas de guerra y detectives; en definitiva, todos los lugares comunes de la pantalla.

“Hay toda una generación”, habría de decir más tarde, “que está creciendo sin ningún tipo de cuento de hadas”. Aunque indudablemente él se identificaba con la política contracultural de la época, la suya era una visión conservadora. Instintivamente, quería acallar las voces burlonas y llevar al público de cine de regreso, no solo a su propia infancia, sino a un estado infantil de ver cine.

Durante los primeros años de la década del ’70, se esforzó por armar un guion que reconstruyera el relato de guerra en el espacio exterior. Los cielos habían estado vacíos desde que, a finales de los años 60’s, Sanley Kubrick redujera a un astronauta norteamericano a un estado fetal en 2001: Una odisea del Espacio; El planeta de los simios llevara a sus astronautas en un viaje sarcástico hacia una Tierra post-nuclear en donde los humanos no eran la especie dominante; y el USS Enterprise de la serie de televisión Star Trek mandara la “frontera final” a desguace.

En 1975, Lucas firmó un contrato con Twentieth Century Fox para producir una película espacial que (tranquilizó a su esposa) “les iba a encantar a los niños de diez años”. Para realizarla, hizo que su diseñador de vestuario estudiara libros sobre los uniformes de la Segunda Guerra Mundial y armaduras japonesas, mientras que él se dedicó a ver películas que iban desde La batalla de Inglaterra (1943) de Frank Capra hasta Los puentes de Toko-Ri (1954), para concebir combates aéreos en el espacio. Al momento del casting, evitó utilizar actores blancos de mezcla étnica como Dustin Hoffman y Al Pacino, que habían interpretado rebeldes en la pantalla durante años, para inclinarse en favor de actores blancos descendiente de anglosajones protestantes, capaces de remitir a la blancura unidimensional de su pasado cinematográfico.

Convocando a los enemigos de las pantallas de su infancia, concibió a su malvado emperador tomando como modelo a Ming, el gobernante de Mongo en Flash Gordon (y también un poco de Richard Nixon), y cubrió a su Jedi negro, Darth Vader, con un visor y un body negro. Aunque no habría ningún negro en la pantalla, contrató al actor negro James Earl Jones para que interpretara la sibilante voz tecno de Vader. Con Chewbacca, el “Wookie” que llevaba una canana mexicana colgada en el pecho peludo, los Otros de la década anterior, desde el simio en ascenso hasta el norteamericano nativo, volverían a ocupar el lugar que les correspondía. Este no-blanco no sería capaz siquiera de pronunciar el inglés mal hablado estilo hollywoodense; solo emitiría aullidos de frustración o de ira tipo King Kong (logrados mediante una mezcla de llamados de osos, morsas, focas, y tejones).

A principios de 1977, la película, ya casi terminada, no parecía tener demasiadas chances de éxito. Las investigaciones de Fox mostraban que la palabra guerra ahuyentaría a las mujeres, que los robots ahuyentarían a todo el mundo, y que la ciencia ficción era un género muerto. La junta de directores había accedido a regañadientes a financiar la película; y, al cabo de una función privada, los directores que no se habían quedado dormidos estaban indignados. Como los dueños de las salas de cine mostraron muy poco entusiasmo, la película se estrenó solo en 32 salas en todo el país.

Ni en los vuelos más descabellados de su fantasía Lucas imaginó que su visión cinematográfica barrería con todo en su camino, que su reconquista de un público infantil y de “los niños que todos llevamos dentro” sería crucial en la reconstrucción de una narrativa del triunfo, que él ayudaría a darle una nueva estética de entretenimiento al diseño de la guerra y a reintroducir el espectáculo de las matanzas en el sinnúmero de pantallas de los Estados Unidos.

La estética de La guerra de las galaxias entra al mundo de la guerra

Unos dos años antes de que se estrenara La guerra de las galaxias, un estudiante de veinte años del MIT, Peter Hagelstein, solicitó una beca de investigación en la Fundación Hertz. Entre los miembros del directorio estaba Edward Teller, “padre” de la bomba H y fundador del Lawrence Livermore National Laboratory, un centro de investigación de armas nucleares del gobierno ubicado en el norte de California. Aunque John D. Hertz (nombre famoso en el mundo de los alquileres de autos) había instaurado la beca para “promover la fortaleza tecnológica de los Estados Unidos” frente a la Unión Soviética, y algunos beneficiarios habían sido reclutados por los entrevistadores para trabajar en la investigación armamentística de Livermore, la fundación publicitaba solo que “el campo sugerido del estudio de grado debía estar relacionado con aplicaciones de las ciencias físicas a la resolución de problemas humanos, interpretado en términos generales”.

A Hagelstein le ofrecieron una beca y un trabajo de verano en Livermore. La oferta se la hizo Lowell Wood, la persona que lo entrevistó y el director del Grupo O de Livermore. Sus jóvenes científicos estaban trabajando en el diseño de una “tercera generación” de armas nucleares (las primeras dos eran las bombas A y H). Según Hagelstein, Wood solo le dijo que estaban trabajando en “láseres y fusión láser, de los que nunca antes había oído hablar, y también le dijo que había unos códigos de computadora que eran como tocar un órgano Wurlitzer. Todo parecía como un sueño… El laboratorio me impresionó bastante, sobre todo los guardias y el alambre de púa. Cuando llegué al departamento de personal, comprendí que ahí trabajaban en armamento, y eso fue casi lo primero que supe sobre el tema.”

En el verano de 1976, empezó a trabajar de tiempo completo, mientras proseguía su trabajo de doctorado en el MIT. Era un hombre joven que “odiaba las bombas” y “no quería que lo asociaran con nada nuclear”. Incluso estaba involucrado sentimentalmente con una activista antinuclear que hacía piquetes frente al laboratorio. Pero lo retenían el sueño de crear un láser de rayos X de laboratorio que les permitiría a los científicos “ver” diversos procesos biológicos, y por los atractivos jóvenes del Grupo O, con sus jeans y sus cabellos largos, sus hábitos de trabajo nocturnos, sus ímpetus contraculturales, y su perverso sentido del humor. (Una vez llegaron a hacer una colecta para comprarle a Lowell Wood un traje de Darth Vader.)

El año en que La Guerra de las Galaxias trepó hasta el cielo de las taquillas, a un científico de alto rango del grupo O se le ocurrió un nuevo concepto para utilizar una explosión nuclear con el fin de “bombear” suficiente energía concentrada en un láser, y convertirlo en un arma. En el verano de 1979, Hagelstein participó en una reunión en donde se discutía el uso de una explosión nuclear subterránea para poner a prueba la idea. Aturdido por veinte horas seguidas de trabajo, hizo una sugerencia –“”la boca simplemente lo dijo”- que habría de conducir a la creación de un artefacto láser apodado Excalibur, que sería sometido a pruebas con éxito en noviembre de 1980. Mientras el sueño de Hagelstein de un láser de rayos X de laboratorio se diluía, “su” arma se convirtió en la pieza central de otro tipo de fantasía.

En febrero de 1981, la revista profesional Aviation Week and Space Technology informaba sobre la existencia altamente clasificada del láser de rayos X, diciendo que, “montado en una estación de combate láser” en el espacio, tenía “el potencial de anular un ataque soviético con armas nucleares”. El informe de la revista iba acompañado de una “ilustración artística” hiperrealista, futurística, que mostraba una vistosa estación de combate “cubierta por largas varas láser”, una imagen que tomaron los principales medios de comunicación, logrando de esta manera un maridaje entre la guerra y la estética de La guerra de las galaxias.

Para 1982, Teller había informado sobre el Nuevo láser de Peter Hagelstein directamente a Ronald Reagan. Los láseres espaciales y otras armas de tercera generación, le aseguró al presidente, “mediante la conversión de las bombas de hidrógeno en formatos hasta el momento sin precedentes, y apuntando estas armas de maneras altamente efectivas contra objetivos enemigos, pondría fin a la era MAD [Mutual Assured Destruction, o Destrucción Mutua Asegurada], y daría comienzo a un período de supervivencia asegurada en términos favorables para la alianza de Occidente.” Incluso un joven investigador de armamento cuya tesis de doctorado (Física del diseño de láseres de longitud de onda corta) mencionaba tres novelas de ciencia ficción que incluían armas de rayos difícilmente habría podido imaginar que una embotada sugerencia se convertiría en parte crucial de una fantasía nacional, por un valor de miles de millones de dólares, orientada a crear un “escudo protector” sobre la reconstrucción de la guerra en la Tierra.