Crónicas de mi tierra, Chihuahua (XIII)

MUERTE Y FIN DEL CEMENTERIO DEL TREN


Crónicas de mi tierra, Chihuahua (XIII)

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2014, 08:56 am

Por Froilán Meza Rivera

Chihuahua, Chih.- Inmóviles sobre una curva de las vías férreas, decenas de viejos e inservibles carros del ferrocarril se llenaban de herrumbre bajo el sol y los elementos. La presencia de una hilera de carros abandonados, a un costado del puente de la avenida Pacheco, donde esta vialidad se eleva para evitar las vías del Ch-P, dominó durante muchos años.

Pero ya no.

Es que los vagones fantasma, que estaban destinados a la chatarra, fueron cortados a punta de un poderoso soplete que los partió en cachitos. Y una grúa fue agarrando y elevando cachito por cachito para depositarlos en los camiones que se los llevaron a embarcarlos hacia las fundiciones.

Años, largos años, estos carros viejos e inservibles se perdieron entre los mezquites, y sirvieron para alimentar la imaginación y los temores de los vecinos en las colonias aledañas.

Su presencia dio pie al surgimiento de una nueva leyenda urbana, que todavía se relata en voz baja y en los términos más ambiguos.

Todo tipo de historias circulan entre los pobladores de las cercanías, a cual más fantástica, a cual más increíble. Existe una versión que circula entre los obreros de la fábrica de losetas de cerámica, de que hace años, uno de los trabajadores de esta planta, quien trabajaba el turno de segunda (de 3 de la tarde a 11 de la noche), y quien nunca hablaba con sus compañeros, ni contestaba siquiera los saludos, se perdía en el camino que va del puente de la Pacheco y que cruza la vía fantasma. Todos los días, este individuo llegaba a los mezquites que crecen al pie de los carros abandonados, y ahí se perdía. Sus compañeros creían que cruzaba ese lugar y que continuaba hacia su casa, en alguna colonia del rumbo, cosa que nunca supieron. Pero un día, el individuo solitario no regresó a trabajar a la fábrica, y ni él ni nadie recogieron nunca sus cosas del casillero, y lo más raro, su último cheque se quedó depositado en la caja, sin cobrar.

¿Era el misterioso obrero un habitante de los vagones fantasma? ¿Moraba ahí durante la noche, comía ahí, entre el polvo y la herrumbre, entre la madera quemada de las armazones de estos carros de los que quedaba sólo el esqueleto de metal? ¿Reposaba sus carnes humanas en un catre tendido en el cabús amarillo, entre los controles de los frenos, ahí arrumbado el trabajador hosco y silencioso, rumiando no se sabe qué penas o qué resentimientos que lo alejaban de toda compañía y de toda vida normal, convencional?

“Pues yo creo que más bien, este señor vivía en la colonia Ladrilleros, y que se iba por la vía porque es el camino más derecho, yo creo que se arriesgaba mucho por ahí, porque está lleno en las noches de maleantes, de vagos, de “trampas”, y a lo mejor una noche lo asaltaron y lo dejaron todo golpeado, que mejor ya no se quiso seguir arriesgando y mejor ya no vino a trabajar”, dijo, a modo de probable explicación, el velador de la puerta, quien es también el que abre las compuertas de los estacionamientos al pie del puente.

Las fogatas que se veían en la oscuridad, así como las formas que se adivinaban en su derredor, también fueron motivo de especulación.

Pocos se aventuraban durante las horas de luz a cruzar ese tramo de vía, pero definitivamente nadie entraba a ese territorio prohibido en la noche.

Algunas noches de invierno era posible ver, desde la seguridad del puente, cómo se elevaba de las chimeneas de los cabuses un rosario chisporroteante que se desprendía de las lenguas de fuego que arrojaban también negro humo...

Dentro de los carros, que conservaban intacta toda su estructura metálica y prácticamente todos sus mecanismos, existía todo tipo de evidencia de actividades humanas: desde heces fecales resecas hasta periódicos viejos que obviamente fueron traídos para leerse.

Refugio, guarida, leyenda y tradición... todo se terminó con el despedazamiento de los vagones fantasma.