Casa tomada: EPN en la OCDE

**Frente a un escenario repleto de diplomáticos y funcionarios internacionales, el secretario general de la OCDE, José Angel Gurría, presentó al presidente Enrique Peña Nieto como un líder ejemplar exitoso cuyo modelo de gestión no ha dado los resultados prometidos.


Casa tomada: EPN en la OCDE

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2017, 21:00 pm

Por: Arturo Rocha (@arocha221)
El autor es alumno de la maestría de Políticas Públicas en la Universidad de Chicago.

El fin de la presidencia de Enrique Peña Nieto se percibe en el horizonte. El presidente ha comenzado su último año pronunciando un discurso en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos —institución intergubernamental que, desde la investigación y la evidencia empírica, promueve políticas públicas para mejorar el bienestar de los ciudadanos de los treinta y cinco países que la conforman. Las palabras del presidente fueron antecedidas por las del secretario general, José Ángel Gurría, otrora Canciller y Secretario de Hacienda bajo el gobierno de Ernesto Zedillo.

Frente a un escenario repleto de diplomáticos y funcionarios internacionales, Gurría introdujo al presidente encumbrándolo en elogios por el éxito de las reformas estructurales con las que comenzó el sexenio. El Pacto por México fue anunciado como una serie de políticas ejemplares, como una fórmula encomiable para el resto de los países, como el camino a seguir. México, dijo el secretario general, es el país con la agenda de reformas más ambiciosa que haya sido aprobada por cualquier país de la OCDE. Entre los países más desarrollados del mundo, no hay quien se le compare.

Pegado al discurso impreso, Peña Nieto entró en defensa de su legado. Habló del sistema nacional anticorrupción, de cómo la reforma educativa fue arropada por los maestros mexicanos, de la competitividad catalizada, la sociedad civil vibrante y los mecanismos de rendición de cuentas bien aceitados. El auditorio, extranjero, aplaudía. El secretario general asentía. No hubo mención de los nombramientos inconclusos del aparato anticorrupción ni de los vínculos entre Odebrecth y Emilio Lozoya. Los docentes asesinados por la policía federal en Nochixtlán quedaron olvidados. El presidente omitió el sistema de espionaje montado por el Estado en contra de periodistas y defensores de derechos humanos enviados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos —grupo que se vio forzado a abandonar el país mientras investigaban la masacre de Ayotzinapa.

El problema, sin embargo, no recae en Peña Nieto y su discurso tergiversado, a modo. Tampoco lo es abrir las puertas del castillo de la Muette al presidente de un país miembro. La contradicción fundamental es el desapego de la OCDE al imprimir su sello de aprobación sobre un modelo que sencillamente no ha dado los resultados prometidos. Lo inadmisible es meter la evidencia empírica entre paréntesis; suspenderla en pausa por los colores cercanos del expositor.

Como muestra de esta inconsistencia elemental, es suficiente observar el Better Life Index de la misma OCDE. Se trata de un índice que recopila una serie de variables, como salud, educación y seguridad, para medir la calidad de vida más allá del ingreso, y poder compararla entre distintos países. Los datos duros bastan: México es el país con mayor desigualdad social de la OCDE, sólo superado por Brasil y Sudáfrica que, aunque aparecen en el índice, no son miembros de la organización. México tiene el menor nivel educativo de los treinta y ocho países analizados, y está en el fondo de la prueba PISA —tanto en matemáticas como en español, de entre los treinta y cinco países miembros. En materia de seguridad, México ocupa también el último lugar. La tasa de homicidio promedio es de 3.6 por cada cien mil habitantes. México reporta 17.9, a pesar de que la cifra más reciente, de este año de violencia récord, oscila alrededor de los 25 asesinatos—siete veces superior a la media de la OCDE. La lista continúa.

La realidad, en todo caso, no es dicotómica: algunas de las reformas del Pacto por México incluyen mecanismos que han sido probados con modelos económicos sólidos. Alinear los incentivos de rendición de cuentas y del desempeño magisterial, mediante la reelección legislativa y a través de evaluaciones bien calibradas, son políticas que deberían conducir a resultados positivos. Desmantelar oligopolios e incrementar la recaudación fiscal también. Las reformas apuntan en esta dirección. Sin embargo, al final del camino, a un año del fin del sexenio, está la nada, cuando no la franca decepción. ¿Por qué no han funcionado estas políticas? ¿Fracasó la implementación o se perdieron detalles claves en el diseño? Sin mirar la evidencia, ese frío mapa de la realidad, no es posible dar con la respuesta.

“Puede usted estar orgulloso de su legado, señor presidente”, espetó el secretario general. No perdamos el buen camino. Refrendémoslo en el próximo ciclo electoral, exhortó. El llamado de Gurría no es más que un salto al vacío, un ejercicio de ficción. No hay análisis serio ni deliberación exhaustiva. Y, no obstante, ha impreso sobre un implícito José Antonio Meade su sello de aprobación política, lo ha marcado con su preferencia subjetiva y no con su aprobación técnica como cabeza de una institución rigurosa y por demás ejemplar.

Cuando el secretario general convoca a refrendar el status quo, desde su escenario principal en París, rompe con los principios de su organización, la obliga a traicionarse a sí misma. El discurso de Peña Nieto, enaltecido por la cúpula de la OCDE, permite ver a Gurría como un péndulo que va y viene entre dos extremos ulteriormente irreconciliables: la evidencia y el rigor, por un lado; la vieja escuela priista que transforma instituciones técnicas en brazos político-electorales, por el otro. La contradicción es aún más obvia en el caso de México, pues el legado de Peña Nieto representa el más crudo distanciamiento del sueño aquel de abrazar una democracia representativa plena, dejando atrás la dictadura perfecta. Si su intención original es ayudar a México y a los mexicanos, es imprescindible que el secretario general y la organización que abandera fundamente su consejo y sus loas en datos duros, y no en la imaginación y el interés personal.