Britania, la irreductible isla de los druidas

* El emperador Claudio tomó la sorprendente decisión de atacar Britania, la misteriosa isla de los druidas a la que Julio César y Augusto habían renunciado.


Britania, la irreductible isla de los druidas

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2020, 09:11 am

Abel de Medici/
historia.nationalgeographic.com.es

En el año 43 d.C., el emperador Claudio envió las legiones romanas a Britania. Circulaban terribles rumores sobre esta isla, por lo que se trataba de una empresa arriesgada pero que daría enorme gloria a quien la lograse. Su conquista duró más de un siglo y nunca llegó a completarse.

Cuando Claudio se convirtió en el cuarto emperador de Roma, no venía precedido por una gran fama. Su propia familia lo consideraba un incapaz y si la guardia pretoriana lo había apoyado era justamente porque pensaban que era demasiado tonto como para representar un problema, al contrario que su predecesor Calígula. Para el nuevo emperador, obtener prestigio y congraciarse con el ejército eran tareas urgentes. Y el mejor modo de matar esos dos pájaros de un tiro era organizando una campaña de conquista.

El emperador Claudio tomó la sorprendente decisión de atacar Britania, la misteriosa isla de los druidas a la que Julio César y Augusto habían renunciado.

Sin embargo, el objetivo elegido por Claudio resultó sorprendente: Britania, la misteriosa isla de los druidas. Esta solo era conocida por las historias de los veteranos de Julio César, que habían sido los primeros romanos en desembarcar en la isla en los años 55 y 54 a.C. César no había ido a conquistarla sino a establecer pactos con algunos líderes tribales del sur, pero sus hombres regresaron con historias terribles sobre los britanos y las prácticas de los druidas, incluyendo sacrificios humanos. Augusto había planificado tres campañas, ninguna de las cuales se había llevado a cabo finalmente. ¿Qué mejor manera de obtener la gloria eterna que conquistar la isla a la que habían renunciado el gran general y el primer emperador de Roma?

EN BUSCA DE LA GLORIA

En el año 43 d.C., Claudio envió cuatro legiones a Britania al mando de Aulo Plaucio, un importante senador y militar que ya había obtenido fama en la conflictiva provincia de Panonia, en la frontera danubiana del imperio. En total contaba con unos 60 o 70 mil soldados entre legionarios y auxiliares, pero esa no era ninguna garantía; Britania era una tierra boscosa y desconocida donde las legiones no podían hacer valer su principal arma, el combate en formación. Años antes, durante el principado de Augusto, tres legiones habían sido aniquiladas en Germania en condiciones muy similares.

Por ello, Plaucio procedió con extrema cautela. Desembarcó en la costa sudeste de la isla y envió a exploradores a reconocer el terreno, sin avanzar nunca más allá de lo que estos habían hecho. Su primer objetivo era establecer un campamento desde el que poder planificar la campaña con más seguridad, pero antes de que pudiera hacerlo los romanos tuvieron sus primeros encuentros con los catuvellaunos, una tribu britana, que les acechaban en los bosques y les atacaban desde la distancia con flechas y troncos; gracias a su conocimiento del terreno, desaparecían rápidamente antes de que estos pudieran contraatacar.

En Roma circulaban historias terribles sobre los britanos y la magia de los druidas. Los legionarios quedaron impresionados y asustados porque los britanos luchaban a cuerpo descubierto, sin armadura y cubiertos de pinturas.

Esos primeros combates dieron a los romanos una idea de la gente a la que se enfrentaban. Quedaron impresionados a la par que asustados porque los britanos luchaban a cuerpo descubierto, sin armadura y cubiertos de pinturas a las que atribuían propiedades mágicas y protectoras, por lo que se lanzaban al combate sin miedo aparente. Los druidas, sobre los que circulaban rumores terribles desde la época de Julio César, entonaban espantosos cantos que aterrorizaban a los soldados. Y según los cronistas de la época, por allí donde pasaran las tropas romanas encontraban cráneos que corroboraban las leyendas sobre sacrificios humanos.

Plaucio mandó a algunos de sus auxiliares cruzar el Támesis hasta el campamento britano para averiguar su número y equipamiento, tras lo cual mataron a sus caballos para impedirles la huida. El ejército romano entonces cruzó el río e infligió una dura derrota a los catuvellaunos, causando la muerte de uno de sus líderes, Togodumno. Su hermano Carataco asumió el mando y se retiró con los supervivientes hacia el norte. Habiendo eliminado el peligro más inmediato, Plaucio estableció su campamento a orillas del Támesis y mandó llamar al emperador Claudio, que pudo ostentar una victoria sobre la que asentar su posición.

Plaucio estableció la capital de la Britania romana en Camulodunum y volvió a Roma como un héroe. La isla estaba lejos de ser conquistada, pero era mucho más de lo que cualquier otro romano hubiera conseguido nunca.

Tras conquistar Camulodunon, la capital de los cautuvellanos, Plaucio estableció en ella la capital de la Britania romana, que fue rebautizada como Camulodunum y siglos después tomó su actual nombre: Colchester. Pero el general ya había agotado sus cuatro años como gobernador de Britania y fue relevado, una práctica habitual aunque hubieran tenido éxito -es más, sobre todo si habían tenido éxito- para evitar que sus soldados se vincularan demasiado a ellos y se rebelaran para proclamarles emperadores. Plaucio volvió a Roma como un héroe, con una acogida triunfal en la que el propio Claudio le acompañó. La isla estaba lejos de ser conquistada, pero era mucho más de lo que cualquier otro romano hubiera conseguido nunca en Britania.

LA TIERRA DE LOS DRUIDAS

La derrota de los catuvellaunos dividió a los britanos acerca de cómo recibir a los romanos. Algunos, como el derrotado Carataco, insistieron en formar una resistencia conjunta contra los invasores. Otras como Cartimandua, la reina de los brigantes -la tribu más numerosa y poderosa, asentada en el centro de la isla- optaron por entablar buenas relaciones con ellos. Esto les proporcionaba no solo la tranquilidad de no ser atacados, sino también una posición de fuerza respecto a las demás tribus.

Con la seguridad de tener a Cartimandua cubriéndoles las espaldas en el norte, el nuevo gobernador, Publio Ostorio Escápula, puso en su punto de mira las tierras galesas, donde se habían refugiado las tribus que se oponían a ellos y el propio Carataco. Esta campaña representó un reto todavía mayor que las anteriores, puesto que los britanos no presentaban batalla abiertamente y los romanos eran incapaces de encontrarles entre las montañas y los bosques. La alianza con Cartimandua se reveló muy provechosa y les permitió capturar finalmente a Carataco y su familia, que fueron enviados ante el emperador en Roma. Claudio les perdonó la vida, pero pasaron el resto de sus vidas como cautivos en un palacio del emperador.

La última y más feroz resistencia de los britanos se produjo en la isla de Mona o Anglesey, que los druidas consideraban tierra sagrada.

La última y más feroz resistencia de los britanos se produjo en la isla que los romanos llamaron Mona (actual Anglesey, o Môn en lengua galesa). Esta era la plaza fuerte de los druidas, que la consideraban tierra sagrada. Puesto que la religión celta era el elemento aglutinante de las diversas tribus britanas, acabar con sus sacerdotes asestaría un duro golpe a la resistencia. En el año 60 d.C., ya durante el principado de Nerón, el gobernador Cayo Suetonio Paulino se dispuso a acabar con el problema de una vez por todas y se dirigió a Mona al mando de su mejor legión, la XIV Gemina, que había participado en la invasión de la isla en tiempos de Claudio.

Sin embargo, incluso aquellos veteranos que conocían Britania desde hacía casi veinte años quedaron aterrorizados por el recibimiento que les esperaba en la tierra sagrada de los druidas, cuyo nombre en antiguo galés era Ynys Dywyll, “la isla oscura”. Según los historiadores Tácito y Suetonio, hombres y mujeres vestidos con harapos se mezclaban con los guerreros britanos y lanzaban maldiciones contra los soldados romanos. Solo la determinación de Paulino pudo mantener la disciplina entre sus hombres y convencerlos de que todo aquel espectáculo era simple superstición. Superado el miedo inicial, las tropas romanas masacraron tanto a los druidas como a los guerreros que se habían refugiado en la isla huyendo de Gales.

Cabe decir que todos estos relatos nos han llegado de fuentes secundarias, puesto que ni Tácito (que en aquel entonces tenía 5 años) ni mucho menos Suetonio (que vivió en la época de Trajano y Adriano) los presenciaron: el primero seguramente recurrió al testimonio de algún veterano, que pudo haberlo exagerado, y Suetonio tomó como referencia los textos que Tácito y otros historiadores habían dejado.

UNA ISLA IRREDUCTIBLE

Si Paulino creía haber apagado el último foco de resistencia britana, no podía estar más equivocado; de hecho, sus problemas acababan de empezar. Mientras él estaba en Mona, había empezado uno de los episodios más famosos de la historia de la Britania romana: la reina Boudica de los icenos se había rebelado a causa de las vejaciones sufridas por ella y sus hijas a manos de los romanos. La revuelta duró dos años y, aunque terminó con la muerte de la reina, se saldó con graves pérdidas para los romanos, incluyendo la destrucción de Camulodunum; según Suetonio, la crisis fue tal que Nerón se planteó seriamente retirarse de Britania.

Septimio Severo fue el último emperador que intentó completar la conquista de Britania y con él murió definitivamente el viejo sueño romano de domar la isla irreductible de los druidas.

Los problemas continuaron en el año 69 cuando se produjo una lucha por el poder entre la reina Cartimandua, su principal aliada en Britania, y su marido Venatius, que lideraba una facción partidaria de expulsar a los romanos e intentó arrebatar el poder a su esposa. Aunque fue finalmente derrotado, Cartimandua murió sin herederos poco después, obligando a los romanos a dejar una fuerza permanente en el centro de la isla. Al mismo tiempo, se producían nuevas rebeliones en las montañas galesas.

Todos estos episodios convencieron a los emperadores de la necesidad de romanizar completamente a los britanos. La tarea no era fácil, puesto que la isla se encontraba muy aislada, estaba lejos de ser pacificada -en las tierras de Caledonia, la actual Escocia, todavía habitaban los temibles pictos- y su clima inhóspito y poco propicio para la agricultura ahuyentaba a los colonos.

Finalmente, Adriano y su sucesor Antonino Pio, que gobernaron el Imperio entre los años 117 y 161 d.C., decidieron erigir sendas murallas para separar la Britania romana del norte de la isla. Septimio Severo fue el último emperador que intentó completar la conquista de Britania: falleció en Eboracum (actual York) en el año 211, y con él murió definitivamente el viejo sueño romano de domar la isla irreductible de los druidas.