Ávalos: naturaleza muerta con tronera apagada

**Réquiem para un gigante caído.


Ávalos: naturaleza muerta con tronera apagada

La Crónica de Chihuahua
Septiembre de 2011, 18:28 pm

Por Froilán Meza Rivera

Chihuahua, Chih.- Disminuidas, las troneras de la fundición de Avalos no sirven más. Tal vez hay algo de cierto en lo que asegura un amigo de nombre José y de apellido igual que esta población, que las cosas, las máquinas, los edificios, se desgastan moralmente. José parece tener razón.

Las torres elevadas se ven desde la carretera, sobresaliendo de entre los tejados de láminas, de entre las naves industriales que, hoy como hace 30, 40 años, yacen a sus pies.

En Ávalos la distancia engaña. Desde el mercado todo parece igual que siempre, y los viajantes se tragan la apariencia. El porte de la tronera mayor parece el mismo. Ahí está también la tronera más chica, igual. Están los tanques elevados de agua, otra chimenea gris, las dependencias diversas que forman un conjunto amplio, armonioso.

Sin embargo, conforme la distancia se acorta con respecto del edificio de la fundición, te llegan las evidencias de cierta decadencia y, al final, con la mayor cercanía posible, la certeza de que el gigante está muerto.

Para que la tortura sea más completa, el acercamiento se produce por el camino sinuoso de tierra que empieza al norte del mercado.

Ahí están, del lado derecho, los árboles que el olvido dejó secos, en sus pozas aterradas y llenas de maleza seca y amarilla de invierno, el lugar invadido de silvestres mezquites con espinas que son trampas para las errantes bolsas de plástico que el viento lleva directo a ensartarse ahí, para que queden como banderas humildes ondeando al soplo de cualquier viento.

Y ahí están los ridículos cartelitos pintados sobre placas metálicas, advirtiendo al intruso que se encuentra sobre “propiedad privada”, y abajo, las otrora orgullosas iniciales: “IMMSA” (Industrial Minera México, S.A.), y ahí también la válvula del agua que en los tiempos mejores, que son mejores porque son idos ya, regaba la arboleda.

Fresnos, un sauce casi muerto, un desparramado, añoso y rameante pinabete que luce seco ahora que se lo llevó la helada por delante, solamente retiene el recuerdo de su otrora sombra perenne y de sus humores salados... árboles secos todos, semisecos, como parece estarlo todo en la fundición.

El patio de maniobras sólo se califica como “desolado”. La báscula para vehículos pesados está pudriéndose por dentro, la humedad corrompiendo sus contrapesos y balancines, su estructura intestina.

Increíblemente, el visitante se da cuenta de que al frente del perímetro cercado está un foso con agua, como los que rodean los castillos medievales, para protegerlos. Un foso escondido que se revela sólo cuando el caminante está ya casi en él, un foso que impide al intruso acceder fácilmente a las instalaciones. Sus paredes de ladrillo roído por el paso del tiempo y los elementos, tienen todavía rastros de haber estado cubiertas de mezcla.

El Club Obrero, que está fuera del perímetro de la fundición, tiene al parecer todavía algún uso, ya que una tercia de ancianos se afanan en su derredor, limpiando, arreglando, quitando hojas de árbol, barriendo con escoba de larga greña, y dando su toque personal a todo cuanto pisan y a todo cuanto tocan.

Y adentro, las estructuras industriales se extienden transversalmente, de sur a norte, en paralelo a la carretera. Tolvas, molinos, bandas de transportación, cadenas de transmisión, pistones, engranes, motores que movían lo mismo bandas que grúas o los vagoncitos que -como juguete abandonado por su pequeño y tirano dueño- están ahí quietos, inservibles. Grúas teleféricas, rampas mecanizadas, casetas de observación, cabinas de mando con palancas, botones e interruptores para los poderosos electroimanes. Más rampas, unas techadas, otras desnudas al cielo, todas ascendiendo desde el suelo o desde terrazas de acopio, y una de esas, allá a lo lejos, sube oxidada, casi negra de ocre oscurecido, hasta el viento, esperando a que se coloque a sus pies -como solía hacerlo- un carro-góndola de ferrocarril para dejar caer su carga sobre él.

Y un poco más allá, a las faldas de la gran tronera decolorada al sol, los enormes hornos de fundición están todavía protegidos por la masa de la nave industrial de ladrillos. De ahí salían por las innumerables puertas hacia los carros férreos, las barras de minerales logrados puros en un proceso largo, a fuerza de machacar, de golpear, de pulverizar, separar y, finalmente, de derretir la materia con el calor más infernal que se pueda imaginar.

¿Qué fue del trenecito industrial que conectaba Ávalos con la estación de Tabalaopa? ¿Y qué del ramal que iba de Ávalos a San Guillermo y más allá, a los pueblitos minerales colgados de la sierra pródiga que ha sustentado a los hombres por más de tres siglos?

La realidad terrible es que la ruta férrea completa ya fue desmantelada, porque manos insensibles y mercenarias arrancaron ya los rieles, durmientes y accesorios.