Tratar a la política como ciencia

Por Abel Pérez Zamorano


Tratar a la política como ciencia

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2015, 11:00 am

(El autor es un chihuahuense nacido en Témoris, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.)

Un principio epistemológico fundamental acreditado por la historia de la ciencia es que, en última instancia, es la práctica el criterio de verdad, incluso para verificar las conclusiones previamente obtenidas vía deductiva; para acreditar como verdadera una tesis debe ponerse de relieve su correspondencia con la realidad. Para tal efecto, desde los albores de la ciencia moderna se abrió paso el método empírico, sobre todo en Inglaterra, desarrollado destacadamente por Francis Bacon, John Locke y David Hume, que basaban el conocimiento en la experiencia, la necesidad de sustentar la aceptación o rechazo de un postulado en la evidencia empírica, obtenida de la observación y el experimento. Por otra parte, los racionalistas, principalmente del continente europeo, como Descartes, Spinoza y Leibniz, plantearon, con sus correspondientes variantes, como criterio de verdad que nada debía ser aceptado si no pasaba por el tupido tamiz de la razón. Es el riguroso razonamiento y el acatamiento estricto a las normas de la Lógica formal el criterio para determinar la aceptación o rechazo de una tesis. Galileo Galilei daría unidad, equilibrio y consistencia al método científico moderno, integrando la experiencia y la razón en una unidad coherente y complementaria.

Ahora bien, en las ciencias sociales, y particularmente en la política, debe aplicarse con igual rigor que en las naturales y exactas el método científico, para poder liberar a la humanidad de mitos y prejuicios que atropellan la demostración lógica y la comprobación empírica, oscurecen las mentes y paralizan la acción. La política es también una ciencia, porque está sujeta a regularidades, a leyes que rigen las acciones humanas y cuyo descubrimiento es objeto de investigación científica; porque en ella ocurren fenómenos objetivos y rige la más rigurosa causalidad, y aunque en apariencia es un conjunto de hechos puramente volitivos, caóticos y caprichosos, en realidad existe la regularidad tras el caos, un orden riguroso y asequible al conocimiento, y su búsqueda es tarea científica. Dispersar los hechos sociales en el caos es ocultar su regularidad y causalidad, su sujeción a leyes, y es sembrar en su lugar la confusión, todo en beneficio de los intereses dominantes. De hecho, estos últimos actúan como variables perturbadoras y como consecuencia ha resultado históricamente más lento y complejo desentrañar las leyes del desarrollo social que las de la naturaleza.

Lamentablemente, entre el gran público, incluso entre muchos universitarios, personas que están siendo preparadas, o más aún, que preparan a otras para pensar científicamente, con demasiada frecuencia predominan, en materia de valoraciones políticas, mitos y prejuicios (los peores entre los juicios), que no han sido sujetos a riguroso análisis ni a la más elemental comprobación, y cuya validez es admitida a priori. El sustento y origen de tales “verdades”, tenidas muchas veces por indiscutibles, es el clásico: “un profesor nos dijo”, “he oído que”, “se rumora”; y así, con tales “criterios” se decide si una afirmación política es válida o se califica, o descalifica, a un líder o partido; para muchos basta con el simple criterio del “sospechosismo”, como dijera conocido político mexicano. Muy frecuentemente hay quienes hacen afirmaciones, avalando una posición política o rechazando otra no porque les conste algo a favor de una o en contra de la otra. No se han tomado la molestia de investigar, de indagar in situ o de reunir evidencia sólida para formar su opinión; parten sólo de que así lo dijo la televisión, así oyeron decir a un profesor que, por cierto, “es muy bueno en su materia”; así lo dijo un periodista o se publicó en un volante, o, ¡en la cima de lo incontrovertible!, en un libro de famoso escritor.

Con este “método” de oídas, y negando todos los avances penosamente logrados en la teoría y práctica de la investigación científica durante siglos por los grandes maestros de la humanidad, se está regresando inconscientemente a la escolástica medieval, al principio de autoridad, al famoso master dixit (el maestro lo dijo) y por lo tanto es cierto; lo dijo Anselmo, Abelardo o Santo Tomás; lo dejó escrito Aristóteles, o Galeno en medicina, luego, sin duda es cierto. En esta misma lógica era muy representativa la expresión, atribuida a San Agustín de Hipona: Roma locuta, causa finita: "Roma ha hablado, la discusión está terminada". En otras ocasiones, el criterio de discriminación entre verdad y no verdad no es la autoridad de quien sentencia, sino la repetición machacona de una mentira, o infamia, para convertirla por cansancio en verdad indiscutible; dicho sea de paso, eso aconsejaba Joseph Goebbels, el estratega de la propaganda de Hitler y, de facto, verdadero maestro de muchos pretendidos izquierdistas actuales que así enseñan a sus alumnos a pensar; mas la repetición tampoco constituye prueba científica, aunque a personas inadvertidas sí termina confundiéndolas, máxime cuando la hacen los periódicos, la televisión o algunos profesores con “autoridad”.

La razón del abandono de toda lógica y de toda necesidad de evidencia empírica para aceptar una tesis es que predominan intereses de clase, conveniencias. No es extraño que haya personas que den la espalda a todo razonamiento lógico. Cuando a alguien se le demuestra con rigor lógico y se le ofrecen pruebas irrefutables en apoyo a un planteamiento político, y empecinadamente las rechaza, no es por incapacidad para llegar a la conclusión debida siguiendo las reglas básicas del silogismo, es simplemente que sus intereses y conveniencia, a veces expresados como prejuicios ideológicos, bloquean su mente y le impiden pensar de acuerdo con la lógica.
En congruencia con lo dicho, a líderes y partidos y a sus respectivos programas o proyectos debiera evaluárseles por sus resultados en beneficio de la sociedad, como dijo don Quijote, “… cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras”, no por lo que de ellos digan sus adversarios, que lógicamente siempre hablarán mal; su dicho negativo es una constante y no hace prueba. Y bien harían los profesores sinceramente interesados en educar a sus alumnos en política, y congruentes con el modo científico de pensar que debe privar en las escuelas, en basarse en hechos comprobables y en la fuerza de la razón; y bien harían también sus estudiantes en exigirles, como condición para confiar, proveer la necesaria evidencia de lo que afirman, igual como se exige a quien escribe una tesis indagar escrupulosamente, pero siguiendo un protocolo de investigación validado que asegure la confiabilidad en la obtención, procesamiento e interpretación de la información, aplicando procedimientos rigurosos para no dejar dudas sobre su validez y, por ende, de las conclusiones que de ella se desprendan. Es decir, no cualquier afirmación fragmentada o fuera de contexto hace evidencia ni sirve para sustentar una tesis científica; las muestras, por ejemplo, deben ser representativas. Como en las Matemáticas, se impone una rigurosa demostración, sin truco alguno, para admitir la validez de un postulado. En fin, también en la política debiera privar la forma científica de pensar y no el vil fanatismo y la diatriba.