La conquista de la naturaleza

Lo que hemos perdido al perder contacto con los animales, por Lewis H. Lapham


La conquista de la naturaleza

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2013, 13:53 pm

El ama de casa londinense Barbara Carter ganó un concurso de “haga realidad su deseo” y dijo que quería besar y abrazar a un león. El miércoles por la noche estaba en el hospital en shock y con heridas en la garganta. La señora Carter, de 46 años, fue llevada al recinto de los leones en el Safari Park de Bewdely el miércoles. Cuando se inclinó hacia delante para acariciar a la leona, Suki, ésta la golpeó y la arrastró hacia el suelo. Los guardias dijeron más tarde: “Parece que cometimos un serio error de juicio”.
Boletín de noticias británico, 1976.

Habiendo cometido un error de juicio parecido con un koala australiano, sé que se trata de aquel que los libros de texto definen como el fracaso en comprender la distinción entre un animal como agente de la naturaleza y un animal como símbolo de cultura. Se suponía que el koala era cariñoso, reconfortante y lindo. Estaba seguro, porque esa era la criatura de mi propia invención, la que durante dos semanas de la primavera de 1959 había presentado a los lectores del San Francisco Examiner antes de que el gobierno australiano lo entregara bajo custodia al zoológico de Fleishacker.

The Examiner era un diario del grupo Hearst; el editor de la sección, alguien que no dejaba pasar una oportunidad de despertar un sentimiento; mi tarea, la del reportero asignado a proveer el póster. Sabiendo sobre animales poco y nada más de lo que había leído en libros infantiles o visto en dibujitos animados de Walt Disney, copié los datos de la Enciclopedia Británica (Phascolarctos cinereus, pelo color ceniza, nocturno, aficionado a las hojas de eucalipto), pero mayormente me apoyé en el Winnie-the-Pooh de A.A. Milne, las fábulas de Breer Rabbit y las fotos de archivo del presidente Teddy Roosevelt, en cuyo nombre había sido creado y rellenado el teddy bear (el oso de peluche) por un fabricante de juguetes de Brooklyn en 1903.

Valeroso, benevolente y sabio, el koala que venía de las Antípodas era el amiguito del mundo entero, y en el día de su llegada al aeropuerto yo llevaba rosas envueltas en un cucurucho de papel de diario. El editor de la sección había aprendido su oficio en Hollywood en los años 40 y tenía en mente una fotografía en la que yo envolvía en un cálido abrazo de bienvenida a un oso de peluche. “Niño perdido es hallado en el bosque”, había dicho. “Lassie vuelve a casa”.

El koala no siguió el guión. Molesto por los flashes, arañando furiosamente mi cabeza y mis hombros, llenó de sangre mi camisa y mi corbata, destrozó las rosas, meó sobre mi traje y mis zapatos.

Lo desagradable no llegó a las páginas del periódico. La fotografía fue tomada antes de que comenzaran los problemas, así que en la tinta impresa del día siguiente estábamos allí, el koala y yo, hombre y bestia felices de encontrarse el uno al otro, el Christopher Robin del San Francisco Examiner enmarcado en el brillo de un cuento de hadas, con Brer Rabbit, Teddy Roosevelt y Winnie-the-Pooh, uno para todos y todos para uno, como alguna vez fue nuestro destino común en el Edén.

La pantomima de las bestias

Rumores y reportes sobre relaciones entre humanos y animales componen las noticias más viejas del mundo, tituladas en las estrellas del zodíaco, colgadas sobre las paredes de cavernas prehistóricas, inscriptas en los lenguajes de los mitos egipcios, la filosofía griega, la religión hindú, el arte cristiano, nuestro mismo ADN. Miembros del círculo de amigos íntimos de la humanidad hasta que, en algún momento de fines del siglo XIX, los animales aparecieron al mismo tiempo como agentes de la naturaleza y símbolos de cultura. Fieles aunque silenciosos acompañantes, proveían energía lista para ser enlazada o asada, pero también eran vistos como poseedores de cualidades inherentes a los seres humanos, pasibles de un estudio sobre los modos en que hombre y bestia se parecían y diferenciaban uno de otra.

Incapaces de dar conferencias, el león y el elefante enseñaron con el ejemplo; lo mismo hicieron la tortuga, el lobo y la hormiga. Las Fábulas de Esopo, compuestas en el siglo VI antes de Cristo, concordaron con las posteriores investigaciones de Aristóteles, quien, unos 200 años más tarde, en su Historia de los Animales, diseñó el marco epistemológico que durante los siguientes dos mil años incorporó la presencia de animales en el centro de lo que sería conocido como civilización Occidental:

“Así como señalamos semejanzas en los órganos físicos, del mismo modo en una cantidad de animales observamos mansedumbre o fiereza, bondad o mal carácter, coraje o timidez, miedo o confianza, buen ánimo o espíritu taimado… Otras cualidades en el hombre son representadas por cualidades análogas y no idénticas; por ejemplo, así como en el hombre encontramos conocimiento, sabiduría y sagacidad, también en algunos animales existe otra potencialidad natural semejante a estas”.

Otros pueblos en otras partes del mundo desarrollaron diferentes relaciones con animales reverenciados como dioses, pero en el teatro de operaciones europeo sirvieron como maestros de ciencia política y natural. Mientras más se aprendía sobre sus “cualidades análogas y no idénticas”, más fabulosos se hacían. La cría de abejas de Virgilio en su casa de campo en el año 30 antes de Cristo lo llevó, en el cuarto libro de las Geórgicas, a admirar su ética del trabajo (“Al amanecer manan de las puertas –sin holgazanería”); a aplaudir su sentido de bien público y común: “comparten la vivienda de su ciudad,/pasan sus vidas bajo leyes grandiosas”; a elogiar su castidad: “se abstienen de satisfacerse/ en la copulación o de enervar/ sus cuerpos en los modos de Venus”.

Los estudios de Plinio el Viejo en el siglo primero demostraron, para su satisfacción, que las maravillas del reino animal eran tan excepcionales que, en comparación, el hombre “es el único animal que no sabe nada y no aprende nada si no le es enseñado. No puede hablar, caminar, comer, o hacer nada sin indicación de la naturaleza, sólo puede llorar”.
A la mirada científica de los animales adaptada por los poetas y filósofos grecorromanos, el cristianismo medieval agregó la dimensión de la ciencia ficción –no puede confiarse en agente alguno de la naturaleza al menos hasta que haya sido bautizado en la letra de un símbolo o arreado a la jaula de una alegoría. En las páginas iluminadas de biblias del siglo décimo y en las ventanas rosadas de las catedrales góticas, la abeja se convirtió en un signo de esperanza, el cuervo y la cabra referencias a Satán, la mosca, un indicativo de lujuria, el cordero y la paloma, variaciones de la personificación de Cristo. En lugar de enfatizar los talentos extraordinarios de ciertos animales, los padres sagrados produjeron seres mitológicos, entre ellos el dragón (inmenso, con alas de murciélago, respirando fuego, con púas en la cola) y el unicornio (cuerpo blanco, ojos azules, el único cuerno en su frente coloreado de rojo en la punta).

La resurrección de la antigüedad clásica en la Italia del siglo XV restauró el énfasis en la correlación observable entre hombre y bestia. Los dibujos anatómicos en los cuadernos de Leonardo da Vinci (de caballos, cisnes, cadáveres humanos) son obras de arte del mismo nivel que La Última Cena y la Mona Lisa. Vio a los seres humanos como organismos entre otros organismos participantes de la grandiosa cadena de la existencia, las variadas formas de vida fundiéndose entre ellas en sus compuestos de aire, tierra, fuego y agua.
El retrato de Giuseppe Arcimboldo de la cabeza de un hombre en 1566 anticipa la conclusión alcanzada en 1605 por el obispo inglés Joseph Hall: “La humanidad, en consecuencia, tiene dentro de sí sus cabras, camaleones, salamandras, camellos, lobos, perros, cerdos, topos y todo tipo de bestias: no hay sino unos pocos hombres entre los hombres”.
El naturalista del siglo XVIII compartió con Virgilio la búsqueda en el reino animal de señales de buen gobierno. El Conde de Buffon, cuidador del jardín botánico real para el rey Luis XV, reconoció en 1767 al castor como un arquitecto magistral, capaz de construir importantes represas, pero quedó aún más impresionado por la ingeniería de la sociedad civil del castor, por “algún método particular de entenderse el uno al otro, y de actuar en concierto… Sin importar cuán numerosa sea la república de castores, la paz y el buen orden son mantenidas de modo uniforme en ella”.

Buffon estaba acostumbrado, como Virgilio y Leonardo, no sólo a la compañía de caballos y abejas sino también a la visión y el sonido de patos, vacas, pollos, cerdos, tortugas, cabras, conejos, halcones. Ellos proveían el tocino, la sopa, y los huevos, pero también invitaban a hacerse la pregunta planteada por Ralph Waldo Emerson en 1836: “¿Quién puede adivinar… cuánta diligencia y providencia y cariño hemos tomado de la pantomima de las bestias?”

De Cómo el Mundo Animal Perdió su Licencia para Enseñar

No mucha, si las bestias no están por ningún lado. En el curso de los últimos dos siglos, los animales se han vuelto invisibles en el orden de las cosas en los Estados Unidos, expulsado de la sociedad de sus acompañantes constructores de mitos, desaparecidos del paisaje rural como del urbano. En 1813, en la costa del río Ohio, John James Audubon quedó estupefacto ante la masacre de muchas miles de palomas salvajes por obra de cientos de hombres armados con fusiles, antorchas y palos de hierro. En 1880, en una reserva Sioux del Territorio Dakota, Luther Oso Parado no pudo comer “el ganado de olor nauseabundo” que había sustituido a “nuestro propio búfalo salvaje” al que los blancos habían estado matando “con tanta velocidad como les era posible”.

Y, como observadores, no estaban solos. Muchos otros notaron la partida de los animales de nuestro mundo y cultura humanas. Entre 150.000 y 200.000 caballos, por ejemplo, podían ser hallados en 1900 en la ciudad de Nueva York, lo que requería la recolección diaria de cinco millones de libras de bosta. Para 1912, su función como medio de transporte había sido reemplazada por el automóvil.

Como el carruaje y los caballos de carga, y la mayoría de los socios de las granjas y los conocidos no humanos de la humanidad. Fuera de la vista y de las mentes, el pollo, el cerdo y las vacas perdieron sus licencias para enseñar. La sociedad industrial moderna emergente en el siglo XX los transformó en productos y materias primas, barridos en la marea de progreso científico y económico conocida también como la conquista de la naturaleza.

Los animales adquirieron las identidades que el hombre les asignó, se convirtieron en etiquetas impresas por una compañía de comidas congeladas o empacadora de carne, reteniendo sólo aquellas porciones de su valor que encajaban en la fórmula de la herramienta de investigación o símbolo cultural: exhibición de circo o de zoológico, logo corporativo o dibujo animado de Hollywood, ingredientes activos en el salmón fresco de granja o la carne genéticamente modificada.

Fue diez años después de mi encuentro con el koala australiano que me presentaron a un animal en estado natural: un langur gris (Semnopithecus entellus, pelo dorado, cara negra, aficionado a las frutas y la flores). Medía unos 60 centímetros, era muy rápido con los pies, una de 60 o 70 especies de monos vagando por el ashram de Maharishi Mahesh Yogi en las costas del río Ganges, 128 millas al norte de Nueva Delhi. El Maharishi de esa época (febrero de 1968) estaba en la cima de su fama como gurú, su ciencia de la Meditación Trascendental había capturado a los mercados de celebridades de Los Angeles, Nueva York y Londres, y ese invierto daba su lección sobre la caléndula a una compañía selecta de discípulos, entre ellos los cuatro Beatles, que habían hecho el viaje desde el Occidente materialista y decadente en busca del bienestar iluminado del Oriente espiritual. El ashram estaba montado en un bosque de árboles de teca y sheesham en la base de la escarpadura del Himalaya, y, otra vez enviado por la prensa norteamericana, el editor del Saturday Evening Post me había recomendado escuchar la voz del cosmos bajo el techo del mundo.

Durante mis casi tres semanas en el ashram no me enteré de nada sobre los Beatles que sus fans no supieran ya, y del Maharishi poco más que el hecho de que en el quinto nivel de entendimiento, “todo se vuelve desopilante”.

Pero del mono aprendí que era alguien diferente –no una mascota o un amiguito del mundo, no una alegoría, un actor de cine o un experimento de laboratorio.
Dos días después de mi llegada lo vi parado en un árbol frente a la puerta de la estrecha dependencia (una habitación, piedra encalada, sin ventana) en la que me hospedaron cerca de la entrada más baja del ashram. Pasaron otros dos días y siempre estaba ahí cuando yo salía o entraba, y se me ocurrió que era yo el observado por el mono, no el mono el observado por mí.

En la mañana del quinto día, le ofrecí una rodaja de pan, y por la tarde, media naranja. Aceptó ambas ofrendas como naturales; ninguna señal de reconocimiento, mucho menos de aprecio o cariño. Mi impresión sobre su actitud fue que yo había tardado en comprender las costumbres del país, y más tarde esa misma noche uno de los principales subordinados del Maharishi, un monje con túnica azafrán que se hacía llamar Raghvendra, validó mi impresión como no equivocada.

En India, dijo, el langur gris era sagrado. Conocido más apropiadamente como el langur de Hanuman –Hanuman es el nombre del dios mono hindú de la curación y la veneración–, era reverenciado por su inclinación a acompañar a los sadhus (monjes hindúes) en sus peregrinaciones, y por lo tanto disfrutaba de casi tantos privilegios como la vaca, y libertad para saquear los depósitos de comida y desvalijar las tiendas de granos.

Por la razón que fuera, sus motivos presumiblemente combinados, durante los diez días siguiente, el mono, apostado y atento en la alto de mi rodilla derecha, me acompañó en el camino a la conciencia pura, un camino en el que tuve el cuidado de dejar migas dispersas de chocolate rancio y restos de queso seco. Si escuchaba al Maharishi explicar a Vishnu en el hall de reuniones, el mono se ubicaba cómodamente en el techo de aluminio corrugado; cuando las comidas eran servidas en la terraza, donde los discípulos recibían su ración diaria de arroz, té y vegetales hervidos sin sabor, el mono se posaba en la pérgola emparrada detrás de la mesa del comedor, atento a la oportunidad de que le tirara una zanahoria sobrecocida o un nabo desequilibrado.

La mañana que salí por última vez de la dependencia de piedra y caminé hacia el portón de bambú, rumbo al ferry con que cruzaría el Ganges, el mono no estaba de pie en el árbol cercano. Posiblemente, entendió que mi tiempo se había acabado, que había hecho todo lo que podía por un peregrino que era lento en seguir el hilo y que no conocía el idioma. Por otra parte, probablemente no entendió esto. Lo que era cierto era que no le importaba. Había seguido adelante, se había ido a alguna otra parte, se había aburrido del sonido de una voz que claramente no era la voz del cosmos.

Escasez de Animales, Plaga de Mascotas.

El académico y ensayista del Renacimiento Michel de Montaigne trazó una línea de pensamiento similar en 1576 al preguntarse, “Cuando juego con mi gata, ¿quién sabe si no soy un pasatiempo para ella más de lo que ella lo es para mí?”. La pregunta ubicó la acostumbrada almohada de dudas de Montaigne bajo la lección bíblica de que el hombre estaba hecho a la imagen de Dios, y por lo tanto le había sido otorgado “dominio sobre los peces del mar y sobre las aves de los cielos y sobre cada cosa viviente que se mueve sobre la tierra”.

Montaigne consideró una impudicia jactanciosa el reclamo del trono del universo por parte de la que llamaba “la más vulnerable y frágil de las criaturas”; el hombre arropándose con el manto de la divinidad, separándose de “la horda de las demás criaturas”, otorgándoles “tantas facultades y poderes como le resulta adecuado”. Divertido por esta presunción, Montaigne se tomó el trabajo de hacer repreguntas:

“¿Cómo conoce (el hombre), por la fuerza de su inteligencia, la interna y secreta emoción en los animales? ¿Por fuerza de qué comparación entre ellos y nosotros infiere la estupidez que les atribuye? … Es materia de adivinanza cuyo defecto es que no nos entendemos el uno al otro; porque no los entendemos más de lo que ellos a nosotros. Por el mismo razonamiento ellos pueden considerarnos bestias, como nosotros a ellos”.

El escritor norteamericano Henry Beston reconsideró las preguntas mientras caminaba por una playa de Cape Cod en los años ’20, observando a constelaciones de aves marinas adquirir una forma y otra en “obediencia instantánea y sincronizada” a algún misterioso comando. Atónito ante el vuelo espiralado de lo que comparó con “estrellas vivientes”, Beston entendió que las criaturas no humanas escapaban a las definiciones hechas para ellas por el hombre, que no podían ser clasificadas como mecanismos programados en el cielo por un diseñador maestro para saltar, gruñir, nadar, deslizarse, rugir, hacer nido, arrastrarse, asomarse y aparearse.

“Necesitamos”, dijo Beston, “un concepto más sabio y tal vez más místico de los animales… Somos condescendientes ante su estado incompleto, su destino trágico por haber adquirido una forma tan por debajo de la nuestra. Y allí erramos, y erramos enormemente… No son compañeros, no son subordinados; son otras naciones, atrapadas con nosotros en la red de vida y tiempo, prisioneros colegas del esplendor y los esfuerzos de la tierra”.

En el comienzo del siglo XXI, lo que queda de la camaradería de otra época entre el hombre y las bestias ha quedado reducido, mayormente, al cuidado y la atención de mascotas. Posiblemente para compensar la rápida y permanente desaparición de especies salvajes en el mundo, los números de mascotas en los Estados Unidos han sobrepasado los de la entera población humana al sur del Potomac y al oeste del Mississippo: 70 millones de perros, 74 millones de gatos, 5 millones de caballos, sólo Dios sabe cuántos reptiles en cajas y pájaros en jaulas. Que los animales son aún buscados por algunos para obtener alguna forma de instrucción, considerados como poseedores de “cualidades análogas” reconocidas por Aristóteles como “equivalentes a la sagacidad”, es una afirmación sostenida por la gran demanda de documentales que exploran las junglas de África y por el hecho de que las publicaciones de videos domésticos de gatos convocan a mayores multitudes en Internet que las costosas muñecas mecánicas que posan en los escenarios ritualizados del Super Bowl.

Durante 2.500 años los estudiosos de la naturaleza han sabido que mientras más uno aprende sobre los animales, más maravillosos devienen. La observación es confirmada por los instrumentos tanto de la ciencia como del arte, pero los animales son percibidos de un modo más instructivo cuando son vistos, como lo fueron para Beston desde la playa de Cape Cod, como otras naciones completas en sí mismas, “dotadas de extensiones de los sentidos que hemos perdido o nunca obtenido, viviendo por voces que nunca oiremos”.

Los informes de daños ambientales que llegaron de las cuatro esquinas del mundo en los últimos doscientos años no dejan mucho terreno para debatir sobre la pregunta de Montaigne de quién es la bestia y quién el hombre. Sea intentada por hombres armados con tubos de ensayo o con topadoras, la conquista de la naturaleza es una misión imposible. Como sea que las bestias se arreglen para vivir no sólo en paz dentro de la gran cadena de la existencia sino también en concierto con las mareas y las estaciones y la presencia de la muerte, es la gran lección que enseñan a la humanidad. O la aprendemos, o nos va a ir como al alca gigante (1).

(1) especie extinta de ave.