El pobre que procreó 29 hijos

**Antonio López vive en el municipio más rezagado de Chiapas, el estado con mayor miseria extrema del país. Este es un adelanto del libro 'Los doce mexicanos más pobres', que reproducimos aquí con autorización de Editorial Planeta Mexicana


El pobre que procreó 29 hijos

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2016, 22:30 pm

Humea dentro de las casitas de palos de madera que van apareciendo de a poco, enclavadas en la alta montaña chiapaneca, donde los pinos se enseñorean sin robarles cámara a los girasoles y a las flores color violeta que se asoman por encima de los cafetales. Las milpas dejan ver elotes casi maduros. Uno que otro árbol de mandarina, algunos platanales. Muchas mujeres andan descalzas, con bultos de leña en la espalda se hacen acompañar de cuatro o cinco chiquillos. Los hombres miran con recelo a los visitantes, acarician sus machetes, se pierden entre la maleza. Los niños trepan a las piedras más altas para ver pasar las camionetas. Las pocas vacas pastan, los muchos perros famélicos no ladran, sólo las gallinas interrumpen el silencio que priva en el trayecto de la cabecera municipal de San Juan Cancúc a Chancolom, la ranchería donde vive Antonio López Velasco, el señor más fértil de la región: un indígena tseltal de 78 años que ha trazado con empuje su propia leyenda.

En este santuario de belleza bucólica crece la miseria más doliente de Chiapas. Y justo aquí, en este rincón de la alta montaña, se anida el municipio con mayores rezagos de la entidad: 80.5% de la población de San Juan Cancúc padece pobreza extrema y 16.8% experimenta pobreza moderada. Sólo menos de 3% de los habitantes viven por encima de la línea básica de bienestar.

Las estadísticas de 2010 del Coneval, el organismo gubernamental que mide los índices nacionales de carencias, advierten que cuatro de cada 10 cancuquenses son analfabetas. Tres de cada 10 hombres y seis de cada 10 mujeres no saben leer ni escribir. La mayoría sólo habla tseltal. Ellos llegan a cuarto o quinto año de primaria, ellas a segundo o tercero. Pocos ingresan a la secundaria y son contados quienes cursan la preparatoria. En los últimos dos años sólo una veintena de personas han concluido la universidad en ciudades cercanas como Tuxtla Gutiérrez, capital del estado, San Cristóbal de las Casas u Ocosingo.

Si la penuria de San Juan Cancúc es tema de estudio, la de Chancolom en particular no ha escapado de la atención de los investigadores del Coneval: 95% no han concluido la primaria (las mujeres no pasan del segundo grado), 99% de las viviendas no están conectadas al drenaje, 55% tienen piso de tierra y nadie tiene refrigerador o lavadora. Así viven más de mil chancolomenses.

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La casa de Antonio López Velasco está a media hora a pie del camino terregoso que cruza Chancolom. Para llegar hay que andar cuesta abajo entre la milpa. El adobe rojizo y cuarteado de la fachada de la vivienda presenta algunos agujeros, pero el indígena se muestra sonriente cuando presenta a su esposa, de 51 años, y algunos de sus hijos. El techo de lámina está sostenido por troncos, y en el interior pueden verse dos camas de madera. Ahí, en 16 metros cuadrados, duermen cuatro personas. Enfrente hay otro cuarto de dimensiones similares, donde se ve una grabadora con bocinas, con entrada para casetes, y una televisión. No hay camas, sólo cobijas. Ese es el espacio de los hijos mayores. Al fondo del terreno se encuentra una cocina con leña humeante que, por las noches, se transforma en el dormitorio de las niñas. Antonio se sostiene con una vara-bastón, camina despacio, mira a los ojos. Ha estado enfermo últimamente, pero se ha repuesto gracias a litros de suero y vitaminas que obtuvo en un centro de salud cercano.

Tuvo 10 hijos con su primera pareja, 10 con la segunda y nueve con la tercera. Procreó 29 en cinco décadas, porque “comencé tarde”, dice, “como a los 30 años”. El mayor tendría unos 50 años y la menor acaba de cumplir seis. La memoria parece hacerlo dudar cuando dice que quizá ocho ya murieron. Es dos veces viudo.

La entrevista se realiza ante algunos vecinos que habían referido la vida de Antonio como toda una hazaña. “El señor de los 29 hijos, sí, los llevamos, pero mañana, porque de la clínica de Chancolom a su casa se hace más de media hora caminando y ya anochece, viene la neblina”, nos dijo un poblador un día antes de conocer a la familia López.

Cuando volvimos, nos esperaban algunos lugareños curiosos y sonrientes. Un habitante presumía tener 10 hijos y conocer a otro que procreó 14, pero ninguna historia compite con la fertilidad de Antonio. Caminar entre las plantaciones por una vereda estrecha, en fila india, provocó más de un resbalón entre los forasteros inexpertos en recorrer caminos rudos. Al final del recorrido encontramos a un señor delgado y afable, que rompe con el promedio de natalidad de la región: cinco niños por familia. Los hijos mayores y la esposa están recelosos, desconfiados. Externan en tseltal que de nada les sirve una entrevista. Ellos temen perder el subsidio de Prospera, que asciende a mil 160 pesos al bimestre: 580 al mes, 19 al día para 13 integrantes de la familia (los otros han hecho su vida aparte o han muerto). A cada miembro de esta estirpe le tocan 1.4 pesos al día. Vivir con menos de un dólar (19 pesos) al día significa estar debajo de la línea mínima de bienestar según los estándares internacionales que fija la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Los López serían, entonces, los pobres de los pobres.

Antonio no se queja, posa para la cámara de foto, mira la lente del aparato de video. Cuenta que aún sale con su machete a limpiar la milpa, cuyos derivados utiliza para autoconsumo: tortillas y pozol. No hay tanto maíz como para vender. Tampoco frijol, chile o verdura. Cultivan unos cuantos productos con los que se arman una dieta diaria que no escapa de la costumbre regional. Tortilla, sal, frijol y pozol por las mañanas, lo mismo por las tardes, y pozol de nuevo por las noches. A veces verdolagas y chile. El patriarca de los López dice orgulloso que comen carne de pollo, puerco o res al menos una vez cada tres semanas.

A diferencia de otras casas, en ésta no pasean gallinas ni se acercan perros. La nostalgia enjuaga los ojos de Antonio: hubo un tiempo en que sembraba café y chile, pero la plaga de la roya y las hormigas extinguieron sus cultivos. “Ya no tengo sustento, aunque yo pueda decir ‘quiero volver a vender mi café’, no tengo cultivo. Ya me cuesta, no hay nada que vender. Anteriormente tenía yo muchos cafetales, ahorita no tienen mantenimiento. Se secaron todos. Se murieron todos los cafetales. Aunque volvamos a sembrar otra vez, se vuelve a secar por unos bichos”, comenta en tseltal, y la intérprete traduce. “Pero sí tengo mis frijoles, tengo mi maíz, y compro bastantes [alimentos] porque mira cuántos hijos tengo, esos comen mucho”, añade recomponiendo la voz, echando la cara hacia el frente. “Tempranito tomo mi pozol y como algo. Mediodía otra vez mi pozol. Y en la tarde cuando yo vengo, me junto a comer con mi familia. Ya sea verduras, frijoles o carne, lo que haya hecho mi mujer. Y le vengo a decir ‘tengo hambre, mujer’. Y le pido”.

Nunca supo de qué murieron varios de los hijos que tuvo con su primera pareja, muchos de los cuales fallecieron antes de cumplir un año: “Pura tos. A veces calentura, fiebre. Así se morían. A veces en un instante se morían. A veces en la noche estaba amamantando y al otro día estaban llorando y se morían. En un rato se morían. Y ya estaba grande también la señora porque no tenía suficiente leche, y les daba yo atole. Todavía no existía leche. No había leche, era puro atole”. En San Juan Cancúc la tasa de mortalidad infantil es de 40 niños por cada mil habitantes, muy superior a la del estado, que es de 23 por cada mil.

La mirada de Antonio se pierde entre las montañas y regresa a la escena para hacer un paneo de su prole. Sus hijas Petrona, de 12 años, y Rosa, de 11, escoltan a su padre durante el recorrido por la casa. Posan sonrientes para las fotos, explican que les gusta ir a la escuela y huyen cuando se les cuestiona si ya tienen novios. Antonia, de seis años, se esconde detrás de los hermanos varones. Los vecinos no apartan la vista del hombre-leyenda de la comunidad.

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Antonio avanza despacio con su vara-bastón, muestra el molino de maíz y un bote con pozol, ese fermento de grano que beben los lugareños para engañar el hambre. “Ya no tiene fuerza mi estómago. Ya no tengo fuerza”, dice el señor de los 29 hijos antes de rememorar viejos tiempos: “Sólo siembro mi frijol y mi maíz. Anteriormente se podía cultivar chile. Los cancuqueros éramos vendedores de chile. Había, cortaba hasta 30 costales. Así era anteriormente”.

—¿Y quiere tener más hijos?

—Ahora sí ya no quiero volver a tener hijos. Hasta aquí nada más. Además, ya no puede tener hijos mi mujer —dice Antonio en tseltal, su lengua, mientras alza las cejas.
El Universal