El horror nuestro de cada día (XIII)

OJOS QUE TE PIERDEN


El horror nuestro de cada día (XIII)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2010, 21:16 pm

Por Froilán Meza Rivera

Quedé atrapado en aquella mirada y, como un soplo, entró en mí un miedo terrible, el miedo de estar en presencia de un ser de otro mundo. Estuve ahí paralizado un rato y, sin darme cuenta, llegó de nuevo la luz a mi cerebro, y fue como si abriera mis ojos que nunca cerré.

Me di cuenta entonces de que la mujer sin dientes y sin blanco en los ojos, simplemente dejó de estar ahí, dejó de ser visible.

Mi esposa me llamó a señas desde el interior de la catedral, con urgencia, porque ya empezaba el servicio de las 12 del día, y entré casi con la mente en blanco y con el alma secuestrada por un extraño sentimiento.

“Pues ¿qué te pasó? Te quedaste como alelado en la puerta. ¿Te sientes mal?”, me interrogó ella al salir de misa, aunque ya antes había volteado con insistencia adentro del templo, inquieta por lo que me estuviera sucediendo.

“No sé”, le dije. “Es que se me hizo muy rara la señora de la puerta”. “¿Cuál señora? Si estabas ahí solo como tontito, hablando al viento”, me contestó. “¿De veras no viste a nadie ahí conmigo?” “No, ¿pues qué viste? ¿A quién viste tú? ¿es eso lo que te perturbó?”

“Olvídalo, luego te lo platico”, terminé yo la discusión.

Me deprimí, y me entró una enfermiza obsesión.

La primera vez que vi a la mujer sin dientes, me llamó la atención porque a pesar de que no le pude calcular la edad, ella me mostraba un vigor impropio para una anciana, como aparentaba ser. En aquella primera ocasión, extendió la indigente su mano abierta a mi paso, y me detuve entonces para hurgar en mis bolsillos en busca de alguna moneda. Esta operación me llevó mucho tiempo porque me puse muy nervioso y no atinaba a hallar nada en el fondo de los bolsillos.

Me perturbó la mirada de ojos negros, negros sin el color blanco que tienen en la periferia los ojos normales de cualquier ser humano, y que estaba ausente, sin embargo, en los de ella. Le brillaban como carbones pulidos.

Volví varias veces al pórtico de la catedral. Permanecí largas horas, largos días, ahí, parado y pendiente de los detalles.

De esa forma empecé a identificarlos, y con el tiempo pude descubrir los patrones de su conducta.

¿Quiénes eran?

Eran individuos misteriosos que se acercaban, no a cualquier persona, sino precisamente a personas como yo, hombres entre los cuarenta y los sesenta años, de aspecto triste. Era como si la tristeza y la depresión les abrieran puertas a estos fantasmas, y era como si encontraran así un resquicio por dónde colarse.

Eran más de veinte. Los conté en un período en que estuve obsesionado, dedicado a ello exclusivamente y sin trabajar, antes de que mi patrón me la sentenciara y me amenazara con expulsarme del gremio de los contadores para siempre si no me incorporaba de inmediato a mis obligaciones. Así lo hice, en aras de que mi familia no muriera de hambre, pero en cuanto a los espectros de la catedral, hice grandes progresos.

Son más de veinte, y se distinguen porque todos ellos tienen la extraña mirada de ojos negros, sin el color blanco en la periferia de los ojos normales de cualquier ser humano. Y carecen de dientes.

Si acaso ven ellos a alguien que llega a las puertas del templo, a alguien que carga tristeza, será casi seguro que lo aborden, y que le pidan algo con voz salida de una cueva profunda. Y tú, sin entender qué te dicen, te apresuras a sacar alguna moneda de tu bolsillo. Si los miras a los ojos, entonces te pierdes.