El horror nuestro de cada día (XC)

EL SUICIDA QUE NUNCA CAYÓ


El horror nuestro de cada día (XC)

La Crónica de Chihuahua
Febrero de 2011, 23:30 pm

Por Froilán Meza Rivera

“Desde la Plaza de Armas vimos la figura que se paró al borde del abismo, sobre el pretil del edificio del banco Scotia. Supimos que se iba a matar...”.

Chango es uno de los boleros de la plaza. Relata, emocionado por haber sido testigo de un prodigio: “Luego luego se juntó una bola de gente que señalaba para arriba... alguien le habló a los guardias del Ayuntamiento, y al ratito ya estaban ellos acá, pero igual que uno, pendejeando nomás”.

Allá en lo alto, la silueta era inconfundible, la de un hombre joven muy delgado, vestido con ropa muy clara. Se trataba de un suicida, o de un loco, decía la gente. Todos hablaban, decían algo, gritaban. Una viejecita indigente, de ropas pesadas y mugrosas que le arrastraban sobre las baldosas del parque, chilló como ave rapaz y, con la vista puesta en las alturas, hizo ademán de aletear con los brazos como pájaro, pretendiendo ir al encuentro del hombre situado en la cornisa.

Los pocos minutos se hicieron largos, eternos porque estaban imbuidos de la angustia de la multitud. Llegó un momento en que el pretendido suicida pareció que caía al vacío después de que trastabilló, pero maniobró con los brazos y recuperó el equilibrio.

“Acá abajo, cuando vimos que se iba a caer, la raza nomás gritó como a coro, y yo me di cuenta de que un viejito se orinó en los pantalones”. Chango suda al contar los pormenores del suceso, y se arregla el cabello con los dedos, nervioso. Mientras me lustra los zapatos, él eructa sin querer los gases de la cocacola que se le ha estado calentando entre las palmas de la mano, y continúa:

“Toda la bola que éramos nos movimos como si hubiéramos ensayado para una danza, nos fuimos adelante a cruzar la calle y nos pusimos en la banqueta, en el mero lugar donde calculamos que iba a caer el muchacho... y digo muchacho porque, a pesar de que le daba sombra, se notaba de lejos que era alguien muy ágil y delgado...”.

Todos vieron que el hombre sacó un arma de entre sus ropas.

El acero incluso brilló con el sol, y ese destello lo pudieron apreciar los curiosos en la banqueta.

Cuando se escuchó la detonación como el estruendo de un rayo, su cabeza fue una fuente de roja sangre que se desparramó en el viento. Y el cuerpo del suicida se empezó a precipitar, lentamente conforme perdían sus pies el asidero en la piedra del pretil del banco.

Asustadas por el sonido de aquella explosión que contrastó con la ausencia de sonidos a esa hora del mediodía, decenas, cientos quizás o miles de palomas emprendieron el vuelo en ese momento. Salieron las aves de las ramas de los pinos de la plaza, volaron desde las cornisas de las ventanas del edificio, y junto con las que ya volaban en las cercanías, formaron una espesa bandada que oscureció el cielo.

Subieron las aladas mensajeras en un bloque compacto y rozaron sus plumas al muchacho que ya caía, pero la masa de palomas no permitió ver más.

Mientras que la bandada maniobraba en su vuelo hacia las alturas, rebasaron las aves la altura de la cornisa del edificio y se despejó la vista.

El suicida había desaparecido en el aire.

Allá en lo alto, se asomaron entonces las cabezas de tres policías que habían subido, y a señas y a gritos preguntaron a los de abajo que dónde estaba el cuerpo. “Nosotros en la banqueta les contestamos los gritos y las señas y les dijimos que acá no había nada. Nuevas señales desde arriba nos confirmaron que el cuerpo no estaba allá”.

¿Dónde quedó el suicida? ¿Se lo llevaron las palomas?

¿Habrá sido todo ello un episodio de alucinación colectiva?

¿Pero cómo se explican, entonces, las manchas de la sangre que cayó a la banqueta y que manchó a todos los curiosos?