El horror nuestro de cada día (CXIV)

MUJER FANTASMA EN EL PERIODICO


El horror nuestro de cada día (CXIV)

—Su imagen está en la cintas de videovigilancia—

Por Froilán Meza Rivera

“Apúrense, que ya nomás quedan ustedes dos en el edificio, a ver si ya apagamos todas las luces” —dijo el guardia, con urgencia.

“¿Cuáles dos, si ya nomás yo estoy?” —respondió por el radio el último empleado adentro de las instalaciones esa noche.

“Pos ustedes dos, no te hagas, que los estoy viendo por la cámara del pasillo”.

Y José miró hacia atrás, porque de repente él también sintió que no caminaba solo. Pero nadie venía con él. En eso sopló en su oreja un vientecillo frío que le erizó los pelos de la nuca y le hizo temblar los hombros.

“No me hagas bromas cuando está oscuro, ya ni la chingas, aquí no viene nadie conmigo”.
“Pero si ahí va contigo, estoy viendo la sombra en el monitor”.

Aquélla no fue la única vez que los empleados de uno de los diarios de la avenida Universidad tuvieron un encuentro con “el fantasma del periódico”. Una de las mujeres de intendencia, al inicio de su jornada, a eso de las siete horas en una mañana de invierno, experimentó otro de esos encuentros. “Todavía no llegaba nadie, nomás estábamos mi compañera y yo, pero en la sala de Redacción vi a una mujer sentada ante una de las computadoras... ella volteó hacia mí y se me hizo muy fea, porque tenía ojos de muerta”.

“Sentí un escalofrío, y que me voy pero volada y le digo a Esperanza: ‘Oye, Esperanza, ¿quién es esa que está ahí?’”

“Ah, pues no sé, ha de ser una reportera que va a salir temprano de la ciudad” —le respondió la otra empleada, pero las dos fueron en seguida a la sala de Redacción, acuciadas por la curiosidad.

A nadie encontraron.

En otra ocasión, también muy temprano, a dos de las señoras de intendencia les tocó escuchar la puerta del baño de mujeres en el segundo piso, como cuando alguien entraba y luego como cuando salía. Extrañadas de escuchar ruidos tan a deshoras, se asomaron y sólo vieron de espaldas a una mujer vestida de negro, con “cabello largo hasta los hombros y muy, muy rizado”. Pretendieron seguirla a través del pasillo hasta el archivo fotográfico, pero no encontraron a nadie en todo el piso, a pesar de que en esa parte no hay salida ninguna.

En otro de los casos, dos editores, los últimos en salir al estacionamiento del cuarto nivel, se encontraron con que ya habían apagado la luz de ese piso, y caminaron en la oscuridad hacia el automóvil. En eso, recortada contra la luz que entraba por el ventanal, vieron la silueta de una mujer, y pensaron que era alguien más que abordaba un vehículo estacionado. Pero no hubo ya ruido de pasos, ni se encendió ningún motor, y con las luces del propio carro se dieron cuenta de que ellos eran los únicos en el estacionamiento.

Cuentan varios encuentros más.

En una ocasión, una de las empleadas que estaba en la bodega de materiales de limpieza en el segundo piso, vio a la vuelta de la entrada de este cuartito, a una mujer recargada sobre la pared. “¿Qué le pasa, en qué le puedo ayudar?” —le dijo y se acercó, solícita. Pero la mujer, quien llevaba tenis y pantalón de mezclilla, seguía con el rostro hacia la pared. En eso llegó otra compañera y le preguntó también si le podía ayudar en algo. La desconocida se fue del rincón, pero las dos mujeres la perdieron de vista, increíblemente, porque, dijeron, nadie puede desaparecer así nomás. Además, nunca le pudieron ver la cara.

Pero el episodio más aterrador lo vivió uno de los guardias de seguridad del edificio: “Hacía yo un recorrido por todos los pisos, para asegurarme de que ya no había personal, y decidí tomar el elevador. A punto de cerrarse las puertas, alguien alcanzó a meter una mano, así como cuando llegas tarde y quieres detener el elevador... era una mano de mujer con las uñas pintadas de rojo... inmediatamente apreté el botón que abre las puertas y le dije: ’perdón, señorita’, pero ya no había nadie, nadie, y salí corriendo a buscar a la dueña de la mano, y no encontré nada”.