El horror nuestro de cada día (CXLVI)

DEVORADO


El horror nuestro de cada día (CXLVI)

La Crónica de Chihuahua
Agosto de 2012, 21:14 pm

Por Froilán Meza Rivera

La molestia de las encías aumentaba con el transcurso de las semanas, como si algo viviente se hubiera alojado en mi cabeza y se hubiera propuesto roerme por dentro. Miré al espejo con la boca abierta al máximo, por si pudiera encontrar algún signo preocupante, pero nada.

Sin embargo, la sensación crecía y crecía, y viajaba de mis encías a los oídos, y de éstos a la garganta, de donde bajaba a los pulmones.

Involuntariamente venían a mi imaginación escenas de todas aquellas películas en las que larvas de organismos extraterrestres se posesionan del cuerpo de los seres humanos y se alimentan de ellos hasta que alcanzan la madurez y, violentamente, eclosionan como si salieran de un huevo, rompiendo el cuerpo de su anfitrión, exactamente cual si se tratara de un cascarón desechable.
Creo que me obsesioné con esa idea que, por otro lado, consideré de lo más absurda.
Ahora lo estoy contando, pero por poco no salvo la vida.

¿Cómo sucedió esta historia increíble?

La primera señal fueron aquellos bichitos rojos casi microscópicos que me encontraba con cierta frecuencia entre las cerdas de mi cepillo dental. Tenían por cierto el aspecto de pequeñas arañitas gordas sin patas, e incluso creí detectar algún movimiento cual si se les moviera una cola minúscula, imposible de notar sin un microscopio. “Qué curioso”, me dije, y la explicación que llegué a pensar para ese fenómeno fue que se podía tratar de algún tipo de huevo de las hormigas que llegaban en filas, de día y de noche, a chupar los residuos de la pasta de dientes que quedaban en el lavabo. Nomás ver una de estas puntitas rojas en el cepillo, aplicaba yo un chorro de agua caliente hasta que desaparecía el inquietante bicho.

Una mañana, no supe cómo, empecé a cepillarme, y aunque no vi ningún puntito, no estuve a gusto hasta que me revisé la boca toda y la dentadura pieza por pieza, por dentro y por fuera. Mi obsesiva manía tomó formas concretas cuando recordé el texto de uno de los “cuentos de amor, de locura y de muerte” de Horacio Quiroga, aquel genial uruguayo que el 19 de febrero de 1937, apareció muerto por ingestión de cianuro poco después de haberse enterado de que sufría de cáncer gástrico.

En “El almohadón de plumas”, Quiroga describió el descubrimiento de uno de esos insectos de las aves en la almohada de una mujer que se consumió desangrada, literalmente chupada por un coruco.

*****
EL ALMOHADON DE PLUMAS

“—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán (el esposo de Alicia en el cuento), lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

“Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho—, a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

“Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma”.

*****

El repaso del libro de Horacio Quiroga me trajo alucinaciones de espanto, sufridas por mi debilitada mente a todas horas del día y de la noche. En mis sueños diurnos, estando yo con los ojos abiertos permanentemente en una semivigilia plagada de espasmos y de fiebres, un coruco gigantesco salía de mis pulmones después de destrozarlos, y se desarrollaba afuera, sobre mi estómago y me impedía todo movimiento. A medida que mi cuerpo enflaquecía y me quedaba en los puros huesos, el monstruo color sangre se hinchaba y relucía transparentándose como turgente bolsa de sangre conforme se le restiraba la piel.

La pesadilla llegó hasta el grado en que veía yo mis carnes desaparecer con cada succión de la alimaña asquerosa, al pegarse mi piel con los huesos, como un muerto viviente. En ese sueño sabía yo que lo último que moriría en mí sería el cerebro, como si mi castigo fuera extinguirme en medio de los más espantosos dolores.

Cuando, al cabo de un mes de penosa enfermedad, empecé a recuperar fuerzas con el tratamiento que me aplicaban contra un violento episodio de fiebre reumática, empecé también a darme cuenta de que todo había sido un sueño producido por la fiebre. ¡Una pesadilla de 32 días!

Ahora, cada vez que aparece uno de esos bichitos rojos en mi cepillo de dientes, lo cambio sin vacilar por otro nuevo, por si las dudas.