El horror nuestro de cada día (XXVIII)

LA MASA VISCOSA REVENTÓ EN MIS MANOS


El horror nuestro de cada día (XXVIII)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2010, 18:58 pm

Por Froilán Meza Rivera

Nunca he matado a nadie, lo juro, y que me acuerde, sólo he aplastado a mosquitos, cucarachas y hormigas como todo el mundo, ni más ni menos que cualquier hijo de vecino. A gallinas y cerdos, tampoco, aunque se justificaría en función de la alimentación. Menos a perros o gatos, que son compañía de la raza humana.

Pero aquella vez, cuando tuve en mis manos la masa asquerosa de aquel bicho sin forma, aquella masa resbalosa al tacto que tanto asco me produjo...

Aquello fue especial. Y traumático.

A fines del 2006, por razones que no vienen al caso, dejamos el departamento donde habíamos vivido por dos años, y nos mudamos al Centro. El rumbo de nuestra nueva casa no es para nada ruidoso, aunque como en todo el sector del Centro, el principal padecimiento es la falta de lugares para estacionar los automóviles.

Estábamos en la faena de disponer los muebles y todo lo que tenemos, y aquella primera noche que íbamos a pasar ahí, sólo alcanzamos a hacer una parte, cuando el cansancio nos rindió. Salimos entonces Rocío y yo a comprar unas hamburguesas a la media noche, y regresamos a devorárnoslas con unos refrescos que trajimos también de la tienda.

“Oye, Julián, ¿qué es ese ruido?”

“¿Cuál? ¿Ése como gárgaras en el drenaje? Debe ser la tubería... tú sabes que en este sector de la ciudad, la red de agua tiene más de setenta años de antigüedad, y el drenaje igual... pero ya le dije a “don Camarón” que venga mañana para que revise todo... no creas que no me fijo en esos detalles”. “Don Camarón” es un vecino de la casa de mis padres en el viejo Barrio de Londres, muy ducho el señor en todo lo de fontanería, y siempre le hemos tenido mucha confianza.

Siguieron los ruidos aquellos, toda la noche.

Y siguieron, incluso después de que vino “don Camarón” y que reparara cuidadosamente todo lo reparable. Era una cosa muy rara, porque en ratos parecía que los ruidos hacían música. Eran, ya lo dije, como gárgaras, a veces, como “guagrrr-guagrrr”, en tonos graves, a veces roncos, a veces dulces, y cambiaban a “blub-blub”, o a “pup-pup-pup”. Cuando “hacían música”, parecían salir de varias partes al mismo tiempo y, efectivamente, formaban melodías que terminaron por intrigarnos.

Al principio pensé que eran las redes de servicios que pasaban por debajo de la casa. Me puse con mi oreja contra el suelo, contra las paredes, para identificar el origen de aquello, pero fue inútil, porque me di cuenta de que esos ruidos no tenían un solo origen, sino que parecían provenir de todo el piso, de las paredes, y hasta de lugares tan altos como el mismísimo techo.

Ya no podíamos dormir.

“La cosa” se nos hizo insoportable. Llamé al dueño y lo hice venir en la noche, cuando empezaban los “conciertos”, y él me prometió que regresaría en la mañana con un técnico de la Junta de Agua. Así lo hizo. El tipo que mandó el dueño llegó armado con un aparato como un estetoscopio, que aplicaba en todos los lugares... y con otras cosas que terminaban en gruesas mangueras, como bazukas flexibles, con las que lanzó bombas de aire desde el inodoro, desde el fregadero y desde el lavabo del baño.

“Ya está”, me dijo con una seguridad que, por segura, me pareció sospechosa, pero yo le beneficié con una duda razonable. “Ya purgué todas las tuberías”. Al fin y al cabo, no iba yo a dejar de llamarle si el problema continuaba.

“Guagrrr-guagrrr”, “blub-blub”, “pup-pup-pup”.

Aquello prosiguió sin embargo, noche tras noche, y ya se me reventaba la cabeza de los nervios.

Una noche, en la víspera de la nueva mudanza que habíamos ya programado hacia una colonia en el Norte, me armé con un talacho y me dispuse a perseguir los ruidos. Abrí, en un arranque de cólera, la pared de un fuerte golpe, dejando al desnudo un tubo grueso que supuse era del drenaje. Me respondió desde adentro un “blub-blub” que tomé yo como una burla hacia mi persona. A fuerza de golpear metal contra metal, el tubo de hierro colado se resquebrajó en todo lo ancho, y en seguida se descargó un chorro de aguas verdes y turbias que inundaron el patio. Yo resbalé con algo que salió con aquel torrente, algo viscoso que había pisado.

En el suelo, desesperado, con la respiración alterada como un fuelle, lleno de un terror incontrolable, me aferré según yo al cemento del fondo para impulsarme y levantar mi humanidad, pero al hacerlo, toqué aquella masa viscosa del tamaño de un balón pequeño. Era un ser vivo, sin forma definida, tal y como podría serlo una amiba si las amibas crecieran tanto. Aquello latía, como un corazón expulsado fuera del pecho, y yo lo mantuve, sin poder evitarlo, entre mis manos, sin definir si era mayor el asco, el terror o mi instinto de conservación. Fue este último el que resolvió aplastar al monstruoso y asqueroso ser.

Aquello reventó en mis manos, y sentí como si hubiera asesinado a alguien. Todo, incluso la masa reventada, aquel moco indefinible y su cubierta celular, se fueron para siempre por el resumidero del patio, y nunca supimos qué había sido todo aquello.

Yo siempre me pregunté: ¿de qué naturaleza era aquella masa asquerosa de aquel bicho sin forma, aquella masa resbalosa al tacto que tanto asco me produjo? Nunca lo supe, pero desde aquella noche he guardado en mi ánimo la culpa de algo como un asesinato, como un homicidio.