Víctor Puebla, 
gran artista y hombre bueno

Por Aquiles Córdova Morán


Víctor Puebla, 
gran artista y hombre bueno

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2014, 23:36 pm

El día 21 de julio de 2007 murió el maestro Víctor Puebla (Víctor Manuel Torres Jiménez era su nombre verdadero), hombre de teatro, director de escena y uno de los creadores más reconocidos y respetados en el medio cultural poblano. Víctor Puebla (como él escogió llamarse y como quiso ser conocido, por su amor a la ciudad que lo vio nacer) fue, como ya dije, un hombre dedicado profesionalmente a la actividad teatral; pero no era un director cualquiera. Un conocimiento profundo y concienzudo de la historia del teatro, de sus orígenes, de su desenvolvimiento y desarrollo a través del tiempo; una distinción precisa de las diversas corrientes y tendencias surgidas en su seno, que no pocas veces chocan y se combaten entre sí tratando de obtener la supremacía absoluta, le permitieron escoger, con plena conciencia, con pleno conocimiento de causa, su posición estética, social y política en el terreno de la actividad teatral.
Los orígenes popular-religiosos del teatro, surgido de las grandes celebraciones en honor a Dionisos, dios de la risa, la alegría y el vino entre los griegos; su difusión entre las capas humildes de la población pobre y trabajadora de entonces mediante la legendaria carreta de Tespis, una especie de teatro ambulante sobre ruedas que recorría la campiña griega; su ulterior transformación en un espectáculo de masas (se dice que el teatro Odeón, el primer recinto construido ex profeso para representaciones teatrales en las laderas de la Acrópolis de Atenas, solía reunir a más de treinta mil espectadores) en el cual se llevaban a escena las cuestiones filosóficas, políticas y sociales de mayor trascendencia para la sociedad griega de aquel tiempo, usando como pretexto algún pasaje famoso de su mitología; la evolución que sufre en manos de los tres grandes trágicos (Esquilo, Sófocles y Eurípides), pasando de ser en el primero una afirmación de la fatalidad del destino humano, de la total impotencia del hombre para modificar lo que estaba ya decidido de antemano por los dioses, a ser en el último una franca rebelión en contra de esta fatalidad y de esta impotencia, una discusión, disimulada pero revolucionaria para su tiempo, de la raíz mitológica de las desgracias humanas (de la guerra de Troya por ejemplo), sugiriendo en cambio su origen social derivado de los intereses económicos y políticos de los poderosos; todo esto y más llevaron a Víctor Puebla a la conclusión de que el teatro, en su origen espejo de los problemas del pueblo y arma poderosa para su sensibilización y educación, le había sido arrebatado con el tiempo y era hora de devolverlo a su legítimo dueño. De ahí que tomara una posición radicalmente favorable por un teatro comprometido con los humildes de esta tierra.



El maestro Víctor Puebla no era dogmático ni pendenciero en materia de convicciones artísticas. Respetaba y admiraba a los grandes dramaturgos que han seguido y siguen caminos diferentes y hasta opuestos al suyo; no despreciaba el genio de quienes prefieren abordar problemas de innegable hondura filosófica, religiosa, ética e incluso política, pero que preocupan sólo a pequeñas élites intelectuales que gustan de reflexionar sobre las causas últimas y los primeros principios de la conducta, de la existencia y de la felicidad humanas, pero en términos de una comprensión y contemplación intelectual puras, un poco al estilo de los primeros escritos de Aristóteles. Ni siquiera criticaba a quienes, dando un poco de lado al problema del contenido esencial del teatro, centran todo su poder creador en idear un lenguaje nuevo, nuevas formas de expresión, nuevos recursos formales para decir lo que sienten o piensan, con absoluta indiferencia respecto a si tal lenguaje, tales nuevas formas expresivas, son accesibles o no a los grandes públicos, o siquiera a los aficionados de medio pelo que suelen llenar los teatros del mundo. A todos entendía, respetaba y aplaudía; pero él, el maestro Víctor Puebla, sólo llevaba a escena obras que reflejaran, y además con la mayor claridad y sencillez posibles, los problemas de los desheredados de la tierra. Quería que, gracias a su teatro, la gente tomara conciencia de su situación y de la injusticia intrínseca que en ella se encierra. De ahí su devoción casi religiosa por Moliere, por Darío Fo, por los dramaturgos mexicanos como Rodolfo Usigli o Emilio Carballido, sólo por mencionar a algunos de los grandes del teatro sobre los que conversé alguna vez con él.



Fue precisamente esta posición humanista, de hombre bueno además de artista, lo que hizo, casi de manera natural, que se encontraran, se entendieran y comenzaran a marchar juntos, el gran Víctor Puebla y el Movimiento Antorchista Nacional, a través de su Comisión Nacional Cultural a cuya cabeza se encuentran dos enamorados del teatro y de la cultura en general: el ingeniero Juan Manuel Celis Aguirre y la doctora Soraya Córdova. Juntos, en plena sintonía, con absoluta coincidencia en propósitos, metas y métodos, fundaron la Compañía Nacional de Teatro del Movimiento Antorchista a la que el maestro Víctor Puebla consagró, casi enteramente, los últimos años de su fecunda vida. Grandes y trascendentes fueron los logros de esta compañía; gracias a ella y a su ilustre director, miles, sí, miles de humildes campesinos, colonos, obreros y estudiantes, supieron lo que es el teatro, presenciaron por primera vez en su vida una obra de teatro y se rieron a mandíbula batiente, reflexionaron seriamente sobre sus problemas o derramaron lágrimas sinceras ante tragedias que para ellos eran más reales y más fuertes por haberlas vivido o conocido de cerca.

Víctor Puebla se ha ido. El frente cultural antorchista ha sufrido con ello un golpe terrible del que sólo lo podrán sacar la tenacidad, el apoyo de quienes se benefician con su trabajo y el ejemplo, siempre vivo y fecundo, del maestro, del amigo caído. Se dice, y yo creo que es cierto, que la única inmortalidad posible a que puede aspirar un hombre es su permanencia eterna en el recuerdo de quienes lo conocieron y amaron; que un hombre sólo muere del todo cuando lo cubre en forma definitiva, como pesada lápida que ya nadie puede remover jamás, el olvido absoluto de sus contemporáneos y de las generaciones venideras. Si esto es cierto, Víctor Puebla ha conquistado de pleno derecho la inmortalidad; vivirá mientras quede vivo uno solo de los antorchistas a quienes consagró su vida. Lo afirmo sin rastro de sentimentalismo barato ni demagogia de circunstancias.

Este modesto artículo forma parte del monumento hecho de recuerdos que los antorchistas hemos levantado sobre su tumba.