San Quintín, el valle de los esclavos

REPORTAJE ESPECIAL/ La Crónica de Chihuahua


San Quintín, el valle de los esclavos

La Crónica de Chihuahua
Junio de 2015, 17:28 pm

Fernando Castro/Enviado
fernando.castro.merino@gmail.com

En 1810, México dio el grito final de la esclavitud; en ese momento la ley determinó que someter a cualquier individuo (sin importar raza, religión o etnia) iría contra la ley. Hace unas semanas se supo que jornarelos bajacalifornianos fueron vejados, pero no es que hasta ahora hayan sufrido tales atropellos, sino desde que existe la división en clases sociales. Actualmente, la región norte del país comprende los estados de Baja California, Baja California Sur, Sonora, Chihuahua, Sinaloa.

Los estados del sur, concentran al mayor número de mexicanos expulsados hacia el norte del país. Hoy ellos han sido los atropellados. ¿El motivo? Están recibiendo algo a cambio. San Quintín, jornaleros, esclavitud, pobreza, solicitud de incremento al salario que reciben diariamente a 200 pesos e injusticias fueron las palabras que inundaron los medios nacionales. El tema: los jornaleros de la zona de San Quintín, la cual abarca más de 35 comunidades, todas ellas pertenecientes al municipio de Ensenada, Baja California.

Entre llanuras, en un suelo que se asemeja más al desierto que a una zona turística como muchos la describen, está San Quintín. Su flora es escasa. La tierra es arenosa, pero la ambición de unos cuantos empresarios ha hecho que esto cambie, pues ahora es considerada una de las zonas más importantes en la cosecha de uvas, fresas, manzanas, cerezas y otras frutas puramente de exportación; el costo ha quedado marcado en cada una de las víctimas.

Sus manos eran rasposas y robustas, la mugre fluía entres sus uñas y aún guardaba entre sus dedos cortados un poco de tierra; habla con acento combinado: de oaxaqueño y norteño, sus palabras son mochas y utiliza regionalismos que se entienden muy poco, a pesar de todo ello el llamado es claro, quiere que les hagan caso y que les paguen mejor; casi siempre sale a las cinco de la mañana a trabajar, pero hoy, por suerte, se encuentra en la tienda de abarrotes de la colonia Triqui.

Cirilo Ramírez es originario del estado de Oaxaca de un municipio llamado San Juan Gupala, tiene apenas 53 años de conocer la vida, de ese más de medio siglo lleva 20 años viviendo en San Quintín, municipio de Ensenada, Baja California, en un poblado conocido como la zona triqui, así, porque la mayoría de la población que la habita proviene de allá.

A pesar de ser uno de los jornaleros que hablan poco, hoy fue la acepción; tiene ocho hijos: seis de ellos trabajan de jornaleros, una de 16 años de edad estudia la preparatoria y el menor, de brazos; quien, seguramente, se- ñala, también se irá a los campos de cultivo (siempre acompaña a su madre a recoger fresas o lo que se tenga que recolectar).

¿Qué cómo llegué hasta aquí? Pues caminando, el hambre te hace caminar. Me vine como con 600 gentes y, junto con varios, formamos esta colonia, eran terrenos grandes, le compramos a una señora y empezamos a hacer nuestras casas. En 1995 metimos agua, luz y escuelas. Veníamos cada año, pero en el 95 decidimos quedarnos a vivir aquí, un amigo se trajo a otro, a un pariente y así formamos la colonia.

La zona de San Quintín es conocida como una de las más grandes del país. Aglutina a más de nueve millares de jornaleros, incluidos, niños, adultos de la tercera edad, señoras y embarazadas, todas estas personas con una misma característica: campesinos natos que gustan del trabajo del campo. San Quintín, una de las delegaciones de Ensenada, tan sólo tiene a tres mil de los nueve mil que componen la región, están distribuidos en diferentes poblados, destacan La 13, La San Vicente Guerrero, Santa Fe, etcétera.

En la mira nacional

El 17 de marzo de este año amaneció temprano para miles de jornaleros de San Quintín, el sol aún no salía pero ya era tiempo de amarrarse los huaraches e ir a trabajar duro; en esta ocasión no los esperaba el camión para llevarlos a los campos de cultivo, hoy su destino era otro, cambiaron la dirección por una a la que le apostaron mejorar sus condiciones de vidas, subir su salario unos 70 o 90 pesos, con los que pudieran mandar a sus hijos a la escuela; cambiaron el rumbo de su camino para exigir un seguro, prestaciones, y tal vez, así lo pensaron, que se les atendiera un poco.

El punto de llegada fue Camalú, de ahí caminar hacia adelante, tratar de detener el tráfico y hacer que las autoridades los escucharán; más de tres kilómetros caminaron sin parar, a la cabeza un grupo de al menos 15 jornaleros que daban indicaciones y se- ñalaban la formación, atrás, miles de voces coreando consignas: “Aumento al salario”, “Exigimos trato justo”, y muchas más que hacían alusión a la mala situación que viven miles de jornaleros de la zona.

Muchos, de los que no alcanzaron a escuchar el llamado asistieron a trabajar, pero, al momento de quererse unir a la manifestación fueron secuestrados por los mayordomos, título que se le da a quien los contrata y lleva al campo, con el pretexto de que aún no terminaban sus labores. No salieron.

Niños, señoras, ancianos, jóvenes y gente madura sostenían en sus manos cartulinas, mantas y uno que otro llevaba el taco; la marcha prosiguió, sin respuesta alguna, sólo un gran número policías enviados por el Gobierno municipal y del estatal fue la respuesta.

Se anunció un paro. Ni un solo jornalero en los campos de cultivos –dijeron– ni un solo peso más para el dueño, –sostuvieron. Los focos se centraron en San Quintín, el tema de la explotación volvía a ser punto crítica. Los reflectores que hasta ahora habían permanecido en luz tenue, volvieron a dar luz y reclamaron que la situación debía ser estudiada.

“Está mal que mientan”

“Yo me pregunto: ¿por qué actúan así? Si son el Gobierno, nosotros los elegimos; se supone que están más estudiados, que deben de cumplir con lo que dicen; por eso a veces uno no cree en sus palabras, se portan como los niños porque mienten y eso está mal. Ellos dijeron que nos iban a apoyar, que iban a hablar con los patrones para que nos dieron un poquito más de dinero al día porque no nos alcanza alcanza, pero nos mandan a la policía, eso no está bien”. Su rostro es frío, sus palabras muestran seguridad y valentía, Miguel lleva más de media hora sentado en el banco de la tienda de la esquina, y por momentos le da un sorbo a su refresco.

Tiene 55 años de edad, también es originario de Oaxaca y su historia parece repetirse a la de muchos otros. Tiene nueve hijos, sólo dos estudian (las mujeres), los hombres trabajan en el campo para llevar de comer a la casa. Él habla de injusticias por parte de los mayordomos. Dice que se creen los meros patrones: “a veces ni el patrón sabe lo que está pasando en los campos, la gente ha querido ir a hablar con él para decirles cómo nos tratan, pero nunca se ha podido. En una ocasión, un mayordomo estaba tocando a una señora. Ella decía que parara, pero él seguía; nosotros quisimos ayudarla pero el mayordomo contestó furioso que nos iba a correr. La muchacha nunca regresó a trabajar”.

En los campos (donde sólo la ley de mayordomo impera), aseguran los jornaleros, no hay Dios que los proteja. Si hablas te quitan el trabajo y ya no pueden llevar nada a casa. “A las cinco pasa el camión, poquito antes, uno va bien puchado (aplastado), pero uno ve a las chamacas, a la muchachas embarazadas y van bien puchadas al igual que su panza; los hombres que son groseros y como no tienen esposas las empiezan a tocar igual que el mayordomo. Hacen lo que quieren con ellas y si ellas se resisten o llegan a contestar las corren… aquí a las mujeres les hacen muy feo. Si está embarazada sólo una semana antes de aliviarse puede dejar de trabajar y les dan 150 pesos. Eso no alcanza”. Don Migue, como todos lo llaman y como es mejor conocido en los campos, explica también que aunque los letreros de los carros en donde los trasladan a los campos dicen que “no se permiten a niños menores de 16 años”, cada mañana suben más de 20 niños para dirigirse a los campos para trabajar.

No sólo son los 200...

Aunque la lucha de los jornaleros se ha centrado sólo en el aumento del salario, que va de los 115, 130 a los 200 pesos al día, también exigen entre otras demandas: apoyos, becas para sus hijos, seguro para ser atendidos, pues aseguran (y la realidad se ha encargado de demostrarlo) dejan todo en el campo.

Margarita es una mujer viuda; su esposo falleció por una enfermedad. Ella, junto con él, también se dedicaba a campo, pero en Ojos Negros, comunidad que se encuentra a una hora de Ensenada. Tuvo muchos hijos, pero ahora sólo tiene al menor, los demás ya hicieron su vida y andan fuera. Por ahora cocina para vender a los jornaleros que van a cobrar su trabajo; su vida, señala, es dura pero ella no se cansa, tiene que ver por su hijo.

“Uno cuando trabaja en el campo deja todo en la casa; mi esposo se murió hace un año. Yo estoy con el chamaco, en esta casita, ahí al lado había otra, pero se quemó, cuando regresamos vimos todo negro, no había nada, ni refrigerador ni estufa, todo se quemó, no había nada. Qué va a hacer uno. Todas las cosas que compró ya no estaban. Ni esposo ni casa, dije: ¡Ay Diosito! Pero... ya estamos empezando. Este cuartito no tienen piso pero cubre… La gente nos traía despensa, café, comida, pero qué va a hacer uno. Nos íbamos a dormir con los vecinos, hasta que se compuso mi casita”, es originaria de Oaxaca, pero de allá sólo conserva el toque en sus tortillas hechas a mano.

Aunque para los más de nueve mil jornaleros que se dedican al campo las estadísticas importan poco, ellos se basan más en la realidad. “Uno se da cuenta porque lo vive”. Aquí las muertes son principalmente por dos cosas: porque se te daña el líquido que le ponen a las siembras o porque no tienes quién te cuide de pequeño. Uno de los casos más recientes sucedió el lunes 4 de mayo, en el poblado de Santa Fe, donde fallecieron dos menores de edad y uno más resultó con quemaduras de gravedad.

El hecho se registró cuando el niño de nueve años intentó prender nuevamente el fuego para calentar su comida –pues sus padres habían hecho lumbre a un costado de su casa, a falta de gas–; sin embargo, el fuerte viento hizo que las llamas se salieran de control.

En el siniestro los dos hermanitos de tres y cinco años quedaron atrapados, mientras que el de nueve logró salir con quemaduras de gravedad. Mientras que un adolescente de 16 años, hermano de los otros tres –y quien vivía en un cuarto aparte–, alcanzó a salir antes que el fuego consumiera esa parte del inmueble.

Una vecina informó que el menor sobreviviente llegó corriendo a la casa vecina para solicitar ayuda, pues su vivienda se estaba quemando y sus hermanitos estaban dentro.

Al lugar acudió personal de la Unidad de Bomberos de San Quintín, que por la distancia y la rapidez con que se desarrolló el incendio, sólo llegaron para tomar nota de lo ocurrido; los vecinos ya habían terminado de apagar las últimas llamas.

Cuando se les informó a sus padres al regresar de su jornada laboral, nada hubo qué hacer.

Cirilo explica que están aquí porque quieren lo mejor para sus hijos, que ellos no se dediquen al campo, que aspiren a tener una profesión. “Nosotros les decimos, busquen ser un doctor, un licenciado, un maestro. En el campo están todos, menos los maestros y los que estudiaron. Por ejemplo yo; a mí me gustaba la escuela, pero no pude seguir estudiando. En Oaxaca nomás llegué a tercer año de la primaria y ya. Mi escuela la balearon y no pude regresar. Aquí nosotros construimos la escuela para que los chamacos sigan estudiando y sean un doctor o un maestro y no vayan al campo, pero no quieren, ya les gusta el campo. Nosotros nos venimos para acá para que sean algo. Trabajar en el campo es feo, todo el día estás agachado recogiendo fresas; cuando vas a comer ya no te puedes enderezar, quedas jorobado”. Su reclamo tiene sentido, pues a decir de la misma gente, casi el 70 por ciento de los jóvenes sólo termina la primaria y se lanza en busca de un salario raquítico, pero bueno para quien no tienen nada en los campos de cultivo.

No sólo son golpes de vida

El nueve de mayo cuando el sol aún no daba la vuelta, un contingente de policías arremetió contra los jornaleros de la delegación Vicente Guerrero. Su delito: incitar a los jornaleros de Rancho Seco a no trabajar. Al percatarse de la situación el dueño del rancho llamó a la policía, quien arribó alrededor de las 5 de la mañana y arremetió contra los jornaleros que pedían mantener el paro. Algunos de ellos corrieron hacía sus casas y fueron perseguidos por la policía, quien entró a las viviendas y golpeó a mujeres y niños que aún permanecían dormidos. Al darse cuenta de que varios de sus compañeros eran perseguidos por la colonia, los habitantes respondieron con lo que pudieron, el saldo fue de 70 heridos, entre ellos, niños y mujeres.

Días después los jornaleros habían decidido instalarse en un plantón frente a la oficina de Gobierno estatal que hay en San Quintín; sin embargo, un grupo de 200 hombres, ajenos al movimiento, empezó a bloquear la carretera Transpeninsular y a agredir con piedras y palos a los automovilistas, por lo que los jornaleros decidieron retirarse para evitar que fueran ligados a tales hechos violentos.

Al respecto, Justino Herrera, líder de la comunidad Triqui en San Quintín, en entrevista con este medio, explicó que en efecto varios jornaleros fueron encarcelados, los primeros en el mes de marzo, por saquear uno de los mercados de Camalú, y los segundos por responder a la represión de los policías en su comunidad.

“Acaban de liberar a nuestros compañeros que fueron metidos a la cárcel en esta última ocasión; por los que encarcelaron en marzo nosotros no vamos a meter las manos. Nosotros llamamos a una marcha pacífica no a hacer destrozos o a saquear mercados ni carros, nosotros nos deslindamos de esos hechos, nuestra lucha es justa y no queremos que se nos vincule con los que hacen actos de vandalismo”, explicó. Interrogado sobre la propuesta del Gobierno de resolver las demandas, dijo que existen 13 compromisos de solución; entre los que destacan programas sociales, apoyo de seguro, la liberación de los detenidos en mayo y el posible aumento de salario a 200 pesos, este último punto se revisará el 4 de junio en una reunión pactada con el Gobierno federal y estatal, así como con Senadores. Dicha minuta se encuentra firmada por funcionarios del Gobierno federal, así como por la comisión de jornaleros que se dieron cita el pasado 14 de mayo a la Secretaría de Gobernación en la Ciudad de México.

“La necesidad, el abandono, el olvido, ha hecho que los jornaleros digan ya basta. No es una situación política, es una situación de ley, por eso se consensó de que ya era tiempo de luchar, exigir el respeto al derecho de todos los trabajadores del Valle de San Quintín... el problema ya se venía platicando, nos reunimos todos y dijimos que teníamos que estar todos, desde Maniadero, hasta el Rosario, todos teníamos que entrarle, aquí la explotación se vive muy mal, por eso los jornaleros decidimos levantarnos, contra patrones como los Rodríguez, que es uno de los ranchos donde se explota más al campesino”, expresó Justino.

Lo prohibido aquí no existe

Afuera de uno de los ranchos donde laboran los jornaleros un camión amarillo los espera. Sobre él un eslogan en letras negras sobre una calcomanía blanca señala: "No se admiten menores de 16 años de edad para trabajar ni para estar en el área de trabajo, niños y jóvenes a estudiar y los adultos a trabajar" (Sic); pero el encanto de la fantasía se rompe al subir al autobús; dos niños esperan al mayordomo para ser liquidados. José Manuel Cruz Morales, el Che, tiene 14 años de edad, pero asegura verse más pequeño. Llegó hace un mes y dejó la escuela. No piensa regresar, el motivo se lo reserva para él y sólo ríe: “Primero venía a ayudar a mi mamá, después, pues me dieron un jornal. Concluyo rápido mi faena y cuando puedo le ayudo a mi mamá para venirnos a descansar rápido al camión, mis hermanos están más morrillos, por eso se quedan en la casa”. Su sonrisa es nerviosa.

Pregunta constantemente para qué es la entrevista.

Juan es más temeroso, le indica al Che que no hable, que se lo pueden robar para sacarle los órganos. El Che sólo ríe y mantiene su distancia.

A diario, según varios jornaleros adultos, viajan en el camión que los transportará a los campos de cultivo, aproximadamente 20 niños. Entre ellos, jovencitas que no pasan los 16 años de edad, como lo estipula la ley que han impuesto los propios dueños de los terrenos y no los 18 como lo marca la ley.

Por 10 pesos, el Che acepta dar la entrevista y una bolsa de fresas cultivadas por él mismo en el campo donde estuvo trabajando toda la mañana, dice que se tienen que lavar, pues a él le pasó que se la comió así el primer día y que tuvo que ir al hospital.

“Allá, si miras esa cosa, allá quemaron la delegación; fueron los cholos de La 13, una de la colonias también fundadas por los jornaleros, fue cuando vinieron los policías. A nosotros no nos dejaron mirar, dicen que estaban echando balazos, por eso el patrón nos encerró… yo quería ser cholo pero mi mamá no me dejó”, en sus manos no caben más de cinco fresas. Son pequeñas, pero ya muestran cortaduras del campo.

Desde el inicio de los levantamientos de los jornaleros, los patrones dieron la orden a los mayordomos de no dejar entrar a personas ajenas a los campos de cultivo, pues sería un motivo para que las revueltas se comenzaran a dar nuevamente.

El reloj marcó las 4 de la tarde, ha salido la mamá del Che, él se forma detrás de ella como gente adulta para recibir susueldo. No firma, sólo pone su nombre para comprobar que recibió el dinero. Le informan que tienen que ir al médico a liquidar unas medicinas.

Ojos Negros, el miedo se los taparon

El aire es fuerte, lo acompaña una polvareda de la que nadie puede escaparse, a menos que tenga una casa como la de los ejidatarios. Aquí como dicen los vecinos, el frío cala hasta los huesos, nunca se supo si por el tiempo o porque así está siempre aquí en Ojos negros, comunidad perteneciente al municipio de Ensenada, a una hora y media de la capital.

Hoy parece estar desolado. Hay pocos habitantes, pocos comercios, el parque está solo y sólo dos niños juegan, las calles están solas a pesar de ser sábado, tal vez por el frío, tal vez porque aún no llegan los jornaleros.

En Ojos Negros la vida transcurre de junio a septiembre, cuando más de mil jornaleros del sureste del país emigran a este poblado, radican ahí por el lapso de cuatro meses, ya sea por contrato o por jornal, muy pocos se quedan a vivir en este lugar, pues lo de ellos, de eso viven, es estar trabajando; durante los demás meses el trabajo escasea casi al 30 por ciento.

Galeras es el nombre que le dan a las casas-habitación de no más de 2 metros por dos en los que viven los que llegan ahí. Se tienen que acomodar de a tres y cuatro familias completas para que el dinero les rinda, ahí cuentan con un techo, agua, luz y un baño colectivo para poder hacer sus necesidades.

Son, en efecto, pequeñas comunidades formadas por migrantes, principalmente de Oaxaca y Guerrero, llegaron a trabajar por cierta temporada la cebolla y el cebollín. Aquí los niños empiezan a ir a clases, los que tienen la oportunidad y los que no se van a los campos.

Es sábado y es día de raya, en una parcela baldía un grupo de al menos 300 trabajadores esperan desde las 8 de la mañana, a un costado un carro-tienda está parado, junto a él un hombre con una libreta hace cuentas, más adelante señoras, niños y adultos pasarán a pagar de su salario lo que pidieron prestado durante la semana.

Aquí la cosa es algo distinta, sólo pocas familias se han quedado a hacer de Ojos Negros su vida, muchos han decidido sortearse en el campo extranjero, otros dicen que aquí no les va mal.

Su pago, en efecto es mayor a los de San Quintín, pues el mínimo está en los 150, pero aun así es poco, dicen que durante las manifestaciones llegaron camiones para llevarlos a las marchas, pero que nadie quiso ir, pues todos ellos están amenazados de que si participan su contrato será cancelado y nadie más los contratará.

“El patrón estuvo dando despensas para que no fueran, dicen que los camiones se regresaron vacíos, porque la gente tuvo miedo de que los patrones cumplieran con su palabra, por eso estuvieron dando apoyos y diciendo que no participaran en las manifestaciones”, señala Carmen, joven de 16 años de edad que trabaja sólo los fines de semana en el campo, pues estudia la secundaria y aspira seguir a la preparatoria.

Don Pedro tiene aproximadamente 60 años de edad, sus canas lo delatan, la particularidad de él entre los demás es su silla de ruedas y la ausencia de sus dos piernas, dice que también viene a cobrar, que estuvo trabajando en la semana y que viene con su chamaco por su paga, su trabajo, dice, es fácil, amarrar cebollas; su hijo de no más de 13 años lo empuja en la silla de ruedas y él amarra, un trabajo en equipo que ha enseñado a Jorge su hijo, a hacer el trabajo para cuando le toque a él mantener a la familia.

La única esperanza...

Cuando la pregunta final suena en el aire: ¿por qué si viven tan mal, siguen aquí? Cientos de voces parecen responder: “La necesidad, no hay a dónde ir. Aquí se sufre menos, tenemos para comer”, y finalmente alguien responde “tenemos la esperanza de que las cosas cambien, por eso marchamos”.

La esperanza de que la respuesta del Gobierno sea positiva vive en ellos, con ella también de que las cosas cambiarán en sus vidas, en el campo y en sus hijos, pues aseguran, más adelante tal vez, con más organización se forme el sindicato de jornaleros de Baja California y al fin se les respete, se les atienda, pero sobre todo, no se les maltrate... olvidan que todo esto se debe a una sociedad dividida en dos clases sociales. Los que poseen los medios de producción y los que sólo poseen su fuerza de trabajo, y mientras esto no desaparezca, su situación nunca cambiará, aunque logren mejoras relativas.