Muros y deportaciones, síntomas de un capitalismo decadente

Por Abel Pérez Zamorano


Muros y deportaciones, síntomas de un capitalismo decadente

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2017, 09:30 am

El muro de Berlín horrorizaba a políticos y medios de comunicación occidentales, quienes acusaban al bloque socialista y a la URSS de separar pueblos y familias y restringir libertades y derechos humanos elementales. Por eso, la caída del muro fue celebrada como un triunfo de la razón, la justicia y la libertad. Pero en abierta contradicción con principios aparentemente tan entrañables, y contradiciendo flagrantemente sus quejas de entonces, el imperialismo construye más muros, como el que separa a Israel de Cisjordania para impedir a los árabes cruzar al territorio del que fueron despojados. Fue iniciado por Ariel Sharon en 2002 y tiene una longitud de 273 kilómetros; esa obra infamante fue condenada por Naciones Unidas y el tribunal de La Haya. En nuestros días, el imperialismo norteamericano también se propone construir otro en la frontera con México. La libertad de movimiento de personas que tanto defendían es suprimida por el mismo sistema. Pero el asunto tiene su historia.

Mientras tuvo vigor para crecer, la economía norteamericana necesitó fuerza de trabajo suplementaria, como en los años cuarenta, en plena guerra mundial; para cubrir el faltante los empresarios venían a México a buscar trabajadores para la agricultura y los ferrocarriles, e incluso los trasladaban. “Se calcula que en los 22 años del Programa Bracero ingresaron cerca de 5 millones de indocumentados a Estados Unidos” (Jorge Durand, “El Programa Bracero (1942-1964): un balance crítico”, Migración y Desarrollo, 2007). Algunos se empleaban de forma permanente, otros temporalmente, y podían venir a visitar a sus familias y luego regresar. Canadá misma ha aplicado una política migratoria abierta, dada su reducida población. Europa también ha recurrido al trabajo de inmigrantes al ir envejeciendo su propia población: millones de trabajadores procedentes de África, Medio Oriente y Asia han reforzado su fuerza laboral; en parte para atraer mano de obra adicional se amplió la membresía de la Unión a 28 naciones, incorporando a países del Este, como Polonia, la antigua Yugoslavia, etc. Hoy, sin embargo, por el estancamiento económico también el trabajo migrante resulta excesivo, y se exacerba la xenofobia: el pasado 1 de marzo, la Unión Europea acordó deportar a más de un millón de inmigrantes asiáticos y africanos en los próximos tres meses.

La economía norteamericana crece a tasas muy inferiores a las registradas antes de la crisis de 2008, y ello genera un exceso relativo de trabajadores. Por eso cobra fuerza el #fascismo de Trump y se pretende reducir el número de migrantes. Estados Unidos no es ya la tierra prometida para los pobres de otros países, el sueño americano, sino una economía empantanada, donde, además, la riqueza se concentra brutalmente, y el país no puede ya ofrecer mejoría ni a sus propios ciudadanos, relativamente bien atendidos en décadas pasadas para ganar simpatías domésticas hacia la política imperial en el mundo. Este agotamiento del capitalismo estadounidense, y la feroz lucha por el reparto de la riqueza entre poderosos grupos empresariales, aflora a la superficie en la confrontación cada vez más enconada entre dos bloques políticos que se disputan el control del gobierno, en un enfrentamiento no visto en las últimas décadas en el país; como era previsible, la contradicción interna sigue ahondándose.

Pero lo que ocurre allá se combina, como parte de un todo sistémico, con la ralentización de la economía mexicana, que le impide emplear su propia fuerza de trabajo. Hay casi ocho millones de “ninis”, jóvenes en edad de estudiar en la universidad, que no son admitidos en las escuelas ni tienen trabajo. En el sector informal laboran 34.5 millones de personas, 58 por ciento de los mexicanos ocupados, en actividades las más de las veces improductivas. Es esta una economía distorsionada y enfermiza, donde el sector formal no genera los empleos suficientes y obliga a los trabajadores a “autoemplearse”, a delinquir… o a irse. Además, un puñado de multimillonarios acumula la riqueza, empobreciendo a sectores cada vez más vastos. Según la CEPAL, México registra las tasas más bajas de crecimiento en el salario real en Latinoamérica y el Caribe; la OCDE coincide en que los salarios en México son los más bajos entre los países estudiados por ese organismo. Así, pobreza, desempleo, salarios de hambre y estancamiento económico forman el ambiente en este lado de la frontera que empuja a millones a emigrar al país rico, buscando allá el pan que su patria les niega. En este contexto, no es de extrañar que haya once millones de mexicanos en Estados Unidos, casi la mitad ilegales.

Sin embargo hay dos ganadores en esta tragedia: los empresarios estadounidenses, que reciben un caudal de mano de obra baratísima para mover su economía, y, segundo, el capitalismo mexicano, que encuentra en la emigración de trabajadores una doble y afortunada solución: primero, el desfogue del “sobrante” de fuerza de trabajo que no puede absorber, y que, de permanecer aquí generaría inconformidad y reclamo social por servicios y atención de vivienda, educación, salud, etc.; al emigrar los trabajadores, el sistema mexicano ve reducido el problema. Segundo, envían remesas a sus familias: en 2015 un total de 24 mil 791 millones de dólares, monto superior en ese año a las exportaciones petroleras. Con ello ayudan a atenuar la pobreza y las contradicciones económicas (y políticas) en el país, y a reducir la presión social.

Hoy que se debate la cuestión migratoria, muchos analistas guardan cauto silencio sobre sus causas profundas nacionales; es más fácil presumir de “patrióticos” y defensores de los indocumentados, quejándose de lo que ocurre al otro lado de la frontera (que aunque cierto y absolutamente repudiable, es solo la mitad de la verdad), que completar el cuadro y denunciar con igual energía la miseria a que se somete a nuestro pueblo aquí y que le obliga a emigrar; el oportunismo unilateraliza la explicación y oculta la responsabilidad del gran empresariado mexicano y del gobierno que lo protege. Evitan los analistas reconocer que el modelo se ha agotado y que los poderosos de acá no hallan qué hacer con el “exceso de fuerza laboral” (exceso en relación con las necesidades del capital); su patria niega a los pobres un lugar digno, y sus gobernantes buscan resolver el problema mecánicamente, trasladándolo. Asimismo omiten aceptar el hecho nuevo y de enorme relevancia histórica: que al agotarse el capitalismo norteamericano y “sobrar” también trabajadores, a los pobres no los quieren ya ni en su patria ni en la ajena, y que la “solución” externa del desempleo y la pobreza, falsa solución, se está agotando, y ahora debemos con más razón buscarla acá.

De lo anterior se sigue que, efectivamente, el gobierno mexicano debe asumir una actitud digna y enérgica ante la humillación a que pretende someternos el gobierno fascista de Trump con su #muro y las deportaciones masivas, y exigir un alto a las deportaciones. Pero también, que se impone sustituir el modelo económico imperante por uno más humano. Si atendemos aquí las necesidades de los mexicanos, no se verán forzados a cruzar la frontera con riesgo de su propia vida, ni en la penosa necesidad de abandonar a sus familias para buscar el sustento en otro país, ni a exponerse a humillaciones y malos tratos; no habrá acá niños o jóvenes que no conozcan o no recuerden a sus padres. Debe asegurarse a todos los mexicanos un empleo en su tierra, bien remunerado y con todas las prestaciones, para no ser ya proveedores de mano de obra barata para #EstadosUnidos. Necesitamos romper con nuestro estatus de colonia y emprender un camino propio al desarrollo y aplicar aquí todo el potencial creador de nuestra inmensa fuerza de trabajo. La solución está en nuestras manos.