Los excesos de la gran propiedad monopolista

Por Abel Pérez Zamorano


Los excesos de la gran propiedad monopolista

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2018, 09:29 am

(El autor es un chihuahuense nacido en Guazapares, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico- administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo, de la que es director.)

Usualmente se destacan las diferencias de las personas en términos de nacionalidad, raza, credo religioso, cultura, etcétera, factores que, ciertamente, marcan distinciones; mas sobre ellos se impone una circunstancia que clasifica a los hombres aún con más rigor: la propiedad de la riqueza. Como decía Miguel de Cervantes en voz de Sancho: “¡…que tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes cuanto vales.

Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener, aunque ella al del tener se atenía; y el día de hoy, mi señor don Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado”. La realidad es ésa, pues las prioridades de Gobierno y las pautas de convivencia social, más que a la razón y a la justicia, obedecen al interés de quienes detentan la gran propiedad privada, y que anteponen su poder e intereses sobre el bienestar social.

Y vale una necesaria advertencia: al referirme a la propiedad no hablo aquí de los bienes personales que satisfacen necesidades, como podrían ser casas, coches, muebles, etc., ni de los medios de producción pequeños o medianos, como terrenos agrícolas, animales o aperos de labranza con los que esforzadamente se ganan la vida quienes producen en el campo; tampoco de los modestos negocios de comercio, talleres, unidades de transporte u otras modestas propiedades que permiten a millones de personas ganar penosamente el sustento de sus familias.

Me refiero a los grandes medios de producción, a los gigantes empresariales que acaparan casi toda la riqueza e imponen su derecho sobre el interés de la sociedad; a los magnates que curiosamente se declaran defensores de la propiedad, cuando en la práctica ellos mismos despojan a millones de pequeños propietarios mediante una desventajosa competencia, al amparo del favor gubernamental, con regímenes fiscales privilegiados, etc.

Quien detenta el derecho de propiedad exclusiva sobre los principales activos de la sociedad puede imponer sus condiciones, tanto en la política como en la economía. Los grandes empresarios organizan el comercio y los procesos productivos, y establecen, por ejemplo, las jerarquías al interior de los centros de trabajo; y paradójicamente, mientras hacia afuera de sus empresas se declaran fervientes partidarios de la democracia, hacia el interior son cabezas de verdaderos imperios, con poder absoluto para regir la actividad productiva, como qué mercancías y en qué cantidades producir, en qué país o ciudad instalar una planta de producción, o de dónde retirarla, según las ventajas que los respectivos gobiernos les ofrezcan, y en función siempre de la expectativa de ganancia.

De aquí el poder para someter incluso a gobiernos de naciones enteras con la amenaza de retirar inversiones y dejar a miles de personas sin empleo, y de aquí también la llamada anarquía en la producción, factor estructural de las crisis crónicas del capitalismo.

En el proceso productivo, la gran propiedad tiene la potestad de asignar a cada empleado sus funciones y rango, y decidir su permanencia misma en el empleo; de su voluntad depende quién será contratado y quién no; y el exceso de personal y la amenaza de despido nunca penderá como espada de Damocles sobre los dueños de las grandes empresas, sino sobre los más débiles, quienes se han acercado a ofrecer su trabajo a cambio de un salario, pieza siempre sacrificable para garantizar la maximización de la ganancia. Finalmente, al concluir el proceso productivo, la propiedad garantiza el derecho de apropiación del producto, siendo ella y no el trabajo aportado ni el esfuerzo realizado lo que determina el monto y la forma de apropiación y distribución de la riqueza creada.

En el nivel social, el gran capital determina la importancia y distinciones que merece cada persona, y es fuente del poder político para quitar y poner gobiernos; sobre su dominio, dijo don Francisco de Quevedo y Villegas: “Más valen en cualquier tierra, (mirad si es harto sagaz), sus escudos en la paz, que rodelas en la guerra; pues al natural destierra y hace propio al forastero, poderoso caballero es don Dinero”.

Mas no solo se trata de la posesión del dinero como forma más visible del capital: la gran propiedad se ha expandido hasta adueñarse de los derechos de propiedad intelectual, sin los cuales, pretendidamente, no habría posibilidades de desarrollo; tesis, por cierto, cuestionada incluso por autoridades de la Economía como Paul Samuelson, quien dijo al respecto que: “Los derechos de propiedad intelectual suelen hacer mejor a algunos (las empresas farmacéuticas) y mucho peor a otros, los que de otro modo podrían haber sido capaces de comprar los medicamentos”.

Hoy vivimos una época particularmente intensa en acumulación privada del capital. Durante el medio siglo posterior a la Gran Depresión, a nivel mundial una parte significativa de las empresas pertenecían al Estado, pero con el modelo neoliberal vendría la marejada de privatizaciones que dio a los corporativos privados el control casi absoluto de las empresas paraestatales, a las que se convirtió en fuente de jugosas ganancias, como ocurrió con Teléfonos de México y los bancos privatizados y absorbidos luego por empresas extranjeras.

Para justificar la transferencia de la propiedad estatal al sector privado, se la estigmatizó, convirtiendo a la propiedad del Estado en sinónimo de corrupción; también enfilaron sus baterías contra la regulación; los consorcios reclamaban libertad absoluta, que a la postre les fue otorgada cual verdadera patente de corso; y libre ya de ataduras, la gran propiedad privada se ha convertido en un catalizador de la acumulación, privando de lo indispensable a la mayoría.

La experiencia sugiere, pues, la necesidad de reorganizar la producción y el mercado, acotando los poderes de la gran propiedad para revertir sus consecuencias más negativas y evitar que su éxito redunde en más privaciones para la mayoría; los ahora absolutos poderes de los monopolios deben tener un límite que proteja el interés social; por ejemplo, de las desaforadas comisiones e intereses que cobran los bancos extranjeros o de las exorbitantes tarifas telefónicas; igualmente, deben regularse los precios de muchos medicamentos de los que depende la vida de millones de personas, precios de monopolio resultado de un sistema de propiedad intelectual diseñado ex professo en provecho de los grandes corporativos. En fin, si la propiedad ha de servir como estímulo a la innovación, que no sea a tan alto precio social.