La marginación histórica de los indígenas en Chihuahua es propia del sistema

**En 1653, los rarámuris rindieron sus armas, forzados por la destrucción de sus siembras, y fue cuando se exiliaron, desde los fértiles valles del Papigochi, hacia las barrancas más inaccesibles, donde han podido sobrevivir desde entonces en un relativo aislamiento.


La marginación histórica de los indígenas en Chihuahua es propia del sistema

La Crónica de Chihuahua
Junio de 2017, 13:30 pm

Por Froilán Meza Rivera

El atleta rarámuri Silvino Cubésare fue ovacionado en un avión en el que viajaba de regreso a su tierra, luego de haber triunfado en España, en el ultramaratón de Albacete. Cubésare es parte de un grupo de destacados atletas indígenas de la Sierra Tarahumara que viajan por el mundo en carreras de resistencia, y que casi siempre se traen alguno de los primeros lugares. Pero lo más notable no es el éxito que han tenido estos chihuahuenses, sino que lo han hecho con sus propios medios, porque el gobierno hasta ahora no les ha proporcionado ningún apoyo institucional en firme, institucional, y sólo ocasionalmente les facilita el pasaje.

De hecho, los apoyos gubernamentales de todo tipo (en salud, alimentos, en vivienda, en educación, servicios) son cada vez más escasos en la Sierra, y sobre todo para las etnias originarias.

Pero ¿cuál es el fondo? El fondo de todo esto es la marginación histórica en la que ha vivido esta etnia, los también llamados tarahumaras, junto con los otros tres pueblos (los pimas, los huarojíos y los tepehuanes) que han sobrevivido al exterminio a que los sometió, primero, el sistema feudal y esclavista de los conquistadores europeos, y después, la explotación, el despojo de sus tierras y el estado de marginación en que los tiene el actual capitalismo depredador.

¿Cómo viven los indígenas? El alto grado de marginación de sus localidades se puede ejemplificar en los servicios con que cuentan. De 8,439 viviendas, sólo el 7.9% cuenta con agua entubada, el 3.08% tiene drenaje y sólo el 1.2% posee electricidad. Tocante a la educación formal, en localidades con 70% y más de población indígena, de un total de 9,902 pobladores de 6 a 14 años, poco más del 50% no asiste a la escuela y es analfabeta. Asimismo, de 21,311 individuos de 15 años y más, el 68% no tiene instrucción, el 23.2% ingresó a la primaria pero no la terminó, el 5.6% concluyó la educación primaria, y sólo el 3.13% posee instrucción superior a la primaria. Las condiciones de salud de la población tarahumara continúan siendo precarias, a pesar de los servicios proporcionados por los organismos “indigenistas” federal y estatal y los programas del IMSS. Las enfermedades más frecuentes son las gastrointestinales y dermatológicas, así como la tuberculosis, todas ellas conocidas en el mundo como enfermedades de la miseria.

Es una costumbre arraigada, que durante temporadas del año, las familias rarámuris, por hambre y necesidad, se desplacen completas hacia las ciudades, donde sobreviven con empleos temporales como la construcción, o bien en temporada de pizca en las regiones agrícolas, donde laboran en la recolección de chile, tomate y cebolla, o en la región manzanera durante el verano. En las ciudades se hospedan en casas de parientes o paisanos, en viviendas que improvisan dentro de los asentamientos permanentes, donde no cuentan con muebles de ningún tipo, ni con los servicios esenciales. De hecho, los asentamientos indígenas en las ciudades apenas tienen, los más afortunados, agua y electricidad, y son una especie de guetos en donde sus habitantes viven excluidos, en un vergonzoso apartheid digno de otros tiempos históricos.

Ya ni hablemos de los ingresos de su población trabajadora. En lo que ya se convirtió en la norma en Chihuahua, hay enganchadores que traen grupos de jornaleros indígenas de la Sierra y los entregan en manos de capataces al servicio de los grandes agricultores que no se tientan el corazón para pagarles salarios de verdadera miseria, por jornadas alargadas y agotadoras, y tienen a esta fuerza laboral en condiciones de esclavitud, pagándoles, por ejemplo, nominalmente 150 pesos diarios, pero descontándoles la mitad o más por unos tacos mal hechos y por un alojamiento al que no se le puede llamar tal, casi al aire libre. Apenas este mismo mes de junio, la secretaria estatal del Trabajo, Ana Herrera, informó que la dependencia ha realizado verificaciones a las áreas de trabajo de los jornaleros y que se ha encontró con irregularidades tan graves, como que se les pagaban 150 pesos semanales, con lo que la misma oficina de gobierno consideró que se configura el delito de trata de personas.

Pero cabe la duda: ¿se trata de una situación de excepción? ¿No son casos aislados? No. El arrinconamiento histórico y el exterminio de pueblos y culturas, son la norma en Chihuahua. Si no, pregúntenles a los apaches, que fueron expulsados a punta de balazos del territorio, sus tribus perseguidas y masacradas durante centenares de años hasta el exterminio. En 1839, por ejemplo, el Congreso del Estado de Chihuahua, presionado por la casta de los terratenientes dueños del estado, decretó las leyes conocidas como “Las Contratas de Sangre”, que ofrecían recompensa por las cabelleras de los apaches, a las que el gobernador Ángel Trías denunció como sangrientas e inhumanas. Fue tal la barbarie desatada en esta matanza de indígenas, que un solo cazador presentó en una sola ocasión 140 cabelleras que fueron colgadas alrededor de la Catedral de Chihuahua para “escarmiento” de los habitantes.

Las investigaciones sobre la historia del poblamiento de Chihuahua hacen referencia a que a principios del siglo XVII existían entre 20 mil y 60 mil rarámuris, y que se encontraban distribuidos en las regiones del Centro y Suroeste del actual estado, y no en la Sierra, donde en la actualidad se hallan arrinconados. Sobre dónde vivían, habla el estudio “Ecología, Economía y orden social de los tarahumaras en la época prehispánica y colonial”, de Thomas Hillerkuss: había, dice “… tierras de muy buena labranza y sin grandes necesidades en cuanto a irrigación se refiere. Sobre todo en el Valle del Papigochi, entre Yepómera al norte y Temeichi al sur, alrededor de Coyachi, San Bernabé (hoy Valle de Allende), Satevó, San Felipe y Huejotitán, así como en el valle septentrional de San Pablo (el actual Balleza) y en torno a Nonoava, (donde) los españoles encontraron altas concentraciones de población. Solamente en el valle del Papigochi, la sucesión de planicies cultivadas mostraban gran densidad; varios cronistas hablaron de un único poblado, grande y espacioso”.

Es decir, los rarámuris o tarahumaras no eran los habitantes remontados en las profundidades de la barrancas, como lo son ahora en gran medida, sino que poblaban la fértil región que se conoce como de transición, a la mitad entre los secos valles del centro de Chihuahua y la alta Sierra.

A la llegada de los españoles, el actual estado de Chihuahua era ocupado por varios pueblos, entre los que se pueden contar algunos que fueron totalmente borrados de la faz de la tierra por los conquistadores: los tubares, los tobosos, los cocoyomes, los joyas, los conchos, los guazapares, los chínipas, los salineros, todos víctimas del genocidio. En la segunda mitad del siglo XVI, con la explotación de una mina en 1557 y la fundación de Santa Bárbara, primer centro de población colonial. Los jesuitas establecieron una misión en el Valle de San Pablo, hoy Balleza, hacia 1607; pero en la que la tarea “evangelizadora” se suspendió por la rebelión de tarahumaras y tepehuanes en 1620, para reanudarse hasta 1639. En 1631 se empezó a explotar la mina de San José del Parral, y muy pronto, ganaderos y agricultores se apoderaron de las mejores tierras, con lo que obligaron a los tarahumaras a internarse en la sierra, pero los que permanecieron fueron forzados a trabajar en las minas con la bonanza de esta actividad a mediados del siglo XVII. En 1651, los rarámuris se levantaron en armas debido al descontento que provocó la invasión del Valle de Papigochi por parte de los españoles. Dos años después, los rebeldes rindieron sus armas, forzados por la destrucción de sus siembras, y fue cuando se exiliaron hacia las barrancas más inaccesibles, donde han podido sobrevivir desde entonces en un relativo aislamiento, no sin que incluso esas nuevas posesiones les estén siendo arrebatadas constantemente por ganaderos, por explotadores forestales y, en los últimos años, por las empresas mineras transnacionales, sobre todo estadounidenses y canadienses.

Cuando se habla de estas injusticias y de esta marginación de la que es víctima una etnia o varias etnias indígenas, se corre el riesgo de tomar partido por quienes propugnan por la liberación de estos conglomerados sociales como si fueran naciones que debieran independizarse. Hay toda una corriente en el país y en el mundo que afirma que lo correcto es que los indígenas luchen por “liberarse” del yugo de “la sociedad mestiza” que los somete y subyuga. En la sociedad capitalista en que vivimos, la lucha por la liberación de los oprimidos no puede darse bajo la forma de “lucha en cajones”, en apartados, como si pudiéramos hacer esas divisiones entre los mismos explotados por el capital. El indígena, en efecto, es explotado por los mestizos, quienes en gran medida lo maltratan y lo discriminan. Pero la única liberación posible de toda explotación se va a producir cuando los explotados, independientemente de que sean blancos o negros, indígenas o mestizos, hombres o mujeres, se den cuenta de que en la sociedad capitalista, la contradicción fundamental no es la de una raza o una etnia contrapuesta con las otras. No. La contradicción fundamental en la sociedad capitalista se basa en que una ínfima minoría vive del trabajo de la inmensa mayoría de la población, es decir, que los grandes capitalistas son propietarios de los medios de producción, y compran la fuerza de trabajo de los asalariados del mundo y les remuneran tan sólo una cantidad de efectivo que equivale al precio del conjunto de las mercancías que necesita el obrero para simplemente reponer sus fuerzas y poder regresar al trabajo al día siguiente. La diferencia en el ingreso entre una clase y otra, entre los poseedores de toda la riqueza y los productores directos que no son remunerados, es un abismo como del cielo a la tierra. Y ésta es la fuente de toda desigualdad y de toda miseria, y de las diferencias entre las clases sociales.

Los explotados de la Tierra tienen ante ellos a su enemigo en el sistema que eterniza la pobreza y las carencias de las mayorías, y deben ponerse como meta aspirar a poner al frente del gobierno de su nación a sus representantes más dignos. Si son indígenas, deben unirse a sus iguales, independientemente de su etnia o raza, y organizarse con sus hermanos de clase, los obreros, los trabajadores, para luchar por la liberación en general del pueblo. Deben formar parte de un solo proyecto para establecer un nuevo modelo económico que favorezca a los más desprotegidos, que impulse un desarrollo económico y social que sea capaz de producir lo suficiente para que a nadie le falte nada y para que nadie se quede sin los beneficios que produce el trabajo humano, hoy por hoy en manos de un puñado insignificante de grandes ricos.