La Oveja Perdida

**Intentos literarios y calcetines peruanos.- Nuestros volcanes nos observan.


La Oveja Perdida

La Crónica de Chihuahua
Octubre de 2017, 17:19 pm

El Paso de Cortés –la cuna entre el Iztaccihuatl y el Popocatépetl, el lugar mítico por donde entró Hernán Cortés a conquistar a los aztecas- es una rotonda polvorienta con tres puestos de quesadillas y un edificio de la Semarnat de colores deslavados, disonante y triste como todos los edificios de la burocracia mexicana. El oxígeno es escaso a estas alturas; los pulmones se sienten compactos a pesar del aire libre.

Desde el poblado de Amecameca –a unos kilómetros del Paso de Cortés- el Iztaccihuatl se ve infinitamente más hermoso que el Popocatépetl. Su forma –sus tres cumbres, su cuerpo de mujer, el manto blanco que la cubre- impone y embelese. Algo sabían los aztecas: vista de lejos, La Joya (como le llaman los que trabajan en el Paso de Cortés) no se ve como una montaña, ni una figura esculpida por la naturaleza. A unos kilómetros de distancia, el Iztaccihuatl es una mujer, dormida sobre la franja del horizonte. Se ve mucho más cerca que Don Goyo (como le dicen al Popocatépetl) y mucho más hermosa… prácticamente irreal.

Desde la distancia, el Popo es otra cosa. Se ve como cualquier otro volcán de su tipo: un equilátero solemne, una punta refulgente, una esquina blanca. Pero parte de la belleza de este viaje está en ver cómo mutan ambos volcanes cuando uno se acerca. Pasando la fachada del edificio de la Semarnat, se puede ver al Popocatépetl en su entereza por primera vez. La calma que emana desde la lejanía se disipa. De cerca, Don Goyo está vivo.

“Cuando humea”, me explica la dueña de un puesto de quesadillas del Paso de Cortés, “todo esto tiembla… vibra… como cuando suena un celular”.

A pesar de que hace más de diez años que el camino a Tlamacas –el punto de partida de los alpinistas rumbo a la cumbre del volcán- está cerrado, y a pesar de que es imposible ver al Popo a menos de medio kilómetro de distancia, su tamaño y circunferencia son ineludibles: visto desde el Paso de Cortés, Don Goyo ocupa la mitad del horizonte. Sus costados, repletos de nieve, se ven lisos como una sábana extendida, y sólo el ventorrillo –el hombro del volcán que se asoma a poco más de mil metros del cráter- rompe con la blanca uniformidad de su capa nevada. Hoy el Popo parece tranquilo a pesar de su tamaño: da la impresión de un gigante iracundo que dormita en el frío. Verlo sin nieve –como dejan de manifiesto varias fotos de la web- debe ser una experiencia diametralmente opuesta. Sin escarcha que lo cubra, el volcán expone su piel agreste y ceniza, repleta de cuencas y protuberancias afiladas, desfiladeros sobre desfiladeros: la cicatriz en la tierra que él levantó: como una fractura a punto de ser expuesta.

“Hace quince días”, me dice un joven que trabaja en la Semarnat entre sorbos de Boing de Guayaba, “se murieron dos alpinistas allá en La Joya. Les dio mal de altura y los rescatistas los encontraron a la mañana siguiente”.

La mujer dormida mata. Y basta verla de cerca para entender por qué. De cerca, el Iztaccihuatl pierde forma: sus tres cumbres quedan demasiado lejos del ojo humano como para poder unirlas y verlas como un cuerpo en reposo. Si el Popo estuviera vivo, jamás vería a su compañera como un ser humano. Desde El Paso de Cortes, la mujer dormida es una serie de paredes rocosas, unas apiladas encima de otras, como rocas mordidas y arrancadas en gajos. Aquí y allá la nieve cubre con desidia su carne marrón.

En sus faldas, un grupo de familias mexicanas juegan futbol americano, hacen asados, tropiezan con los restos de nieve, llenan basureros con envases de coca colas de dos litros.

Desde ahí me doy la vuelta. Le doy la espalda al volcán. Y volteo a ver el valle que estos dos gigantes observan desde sus puestos eternos. No es un día claro, pero aún así puedo avistar varios kilómetros más allá de Amecameca. Mi vista no llega hasta el Distrito Federal: la niebla (o el smog) me lo impiden. Pero siento que, así como el Popo colinda con su joya dormida, estar aquí es colindar con la historia, unirse a ella, sentirse pequeño en comparación. La idea me remite a una imagen distante: soy yo a los siete años, comparando el tamaño de mi mano con el de mi padre. En ese momento supe que crecería hasta tener manos similares. Y anhelé la llegada de ese momento. Ahora veo el Valle de México y me imagino a Cortés, en un día mucho más claro que este, sin smog ni niebla, observando el territorio desde el nido de los gigantes. Todo lo que podíamos haber sido. Nosotros. Nosotros que nacimos entre volcanes, que somos hijos de su fuego y su nieve, de sus paisajes perlados y extrañamente distantes. Todo lo que podríamos ser y no somos.

Imagino a estos volcanes como si estuvieran vivos por última vez:

Los veo mientras observan el edificio de la Semarnat, las poquísimas personas que han venido a visitarlos a pesar de que la nieve los ha vestido de gala; los veo mientras nos observan detrás de la cortina de contaminación y ruido; los veo viéndonos desde arriba, como nosotros jamás los veremos.

Y nuestros gigantes nos ven con pena.