Juan Rulfo: "Los latinoamericanos están pensando todo el día en la muerte"

**Este martes 16 de mayo, Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, que solo necesitó doscientas páginas para convertirse en uno de los grandes de la lengua, habría cumplido cien años.


Juan Rulfo:

La Crónica de Chihuahua
Mayo de 2017, 16:30 pm

Por Martín Caparrós

Este martes 16 de mayo, don Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, que solo necesitó doscientas páginas para convertirse en uno de los grandes de la lengua, habría cumplido cien años. Hace ya 34, en Buenos Aires, pude entrevistarlo. Quiero recordar aquel momento.

El señor Juan Rulfo es mexicano, tiene 65 años y trabaja como editor de obras científicas en el Instituto Nacional Indigenista. Esta tarde está vestido con un traje de excelente alpaca gris y es bajito, un poco encorvado, un aspecto pequeño. El señor Rulfo ha escrito dos libros: uno de cuentos, El llano en llamas, y una novela, Pedro Páramo, editados en 1953 y 1955; cada uno de ellos ha vendido millones de ejemplares en castellano y están traducidos a –digamos– infinidad de lenguas: es inquietante la infinidad de lenguas.

Eso es lo sustantivo. El problema es adjetivar a alguien que odia los adjetivos, aunque ya se adjetivará con los más tristes, esta noche. Pero eso será más tarde. Por ahora, el señor Rulfo está en Buenos Aires, en un puesto de la Feria Internacional del Libro. Llueve sobre el techo de chapa, una gotera pertinaz cae sobre una copia del Himno a la Noche de Novalis y el señor fuma un negro sin filtro; lo mira, lo disfruta, con infinito cuidado deposita en su mano izquierda la ceniza pendiente. El señor Rulfo se llena la mano de ceniza.

La gente pasa, y algunos se detienen. Lo reconocen y le piden, por ejemplo, un autógrafo: “Es para mi hermana, sabe”. El señor Rulfo lo borda con letra trabajosa. O le hablan de las cosas más diversas, que él soporta con paciencia tímida: de Borges (alguien le explica que el argentino, en su perfecto realismo, ha creado nuevamente Buenos Aires con laberintos, espejos y tigres; él dirá: “Sí, me gusta mucho”); de la deuda externa (“Nosotros también la tenemos: lo que hay que hacer es declararse insolventes y que nos busquen, nomás”); de la caída del imperio colonial español (y le brillan por un momento los ojitos opacos para decir: “Todos los grandes imperios caen, ahorita falta solamente el de Reagan, pues”).

El señor Rulfo escucha, escucha, murmura –el primer nombre de Pedro Páramo era Los murmullos–, hasta que llega alguien que le dice que Manuel Mujica Láinez está firmando libros acá cerca, si no querría ir a conocerlo. “No, gracias”, dice el señor Rulfo, “ahorita estoy mirando libros”. “¿Tal vez más tarde?”. “Tal vez”. Y se calla: sus silencios a veces se llenan de ironía, son filosos. Alguien le pregunta si no le interesa conocer a Mujica: mirada socarrona. Pocos minutos más tarde aparece el prestigioso polígrafo nativo, su bastón en ristre. “No quería dejar pasar esta oportunidad de decirle que lo considero el más grande escritor de América Latina”, dice Mujica Láinez. “Gracias”, dice el señor Rulfo, “igualmente”. El encuentro fue breve, muy trabado.

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Se llama tabú a aquello que las normas de un determinado grupo humano prohíben nombrar explícitamente. Así el tabú, lo innombrable, carga de su contenido a todas las otras cosas, a los otros nombres. El tabú es aquello a lo que siempre se alude sin nombrarlo.

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El señor Rulfo me miró con ojitos resignados cuando le recordé que había llegado la hora fijada para la entrevista: con ojitos resignados asintió. El señor Rulfo caminaba delante, yo detrás; no redoblaban cajas destempladas y, sin embargo, yo me sentía infelizmente verduguesco:

Discúlpeme una vez más por molestarlo. ¿No le gusta nada todo esto, no?

No, es muy odioso.

Ya le han hecho tantas entrevistas… Debe tener todas las respuestas estereotipadas.

No, al contrario; me sé las preguntas, pero las respuestas no. Cada vez tengo menos respuestas.

¿Podemos hablar de bueyes perdidos?

Como usted quiera. Pero a mí nunca se me perdió un buey. Nunca he tenido bueyes.

¿Usted no cree en Dios?

(El señor Rulfo se detiene, me mira con alarma).

Sí, yo sí creo en Dios.

Entonces no cree en los curas…

Bueno, es que la iglesia ha perdido mucho en todas partes, debido a su… bueno, en realidad, lo perdieron cuando se quitó el ritual latino, que era una especie de rito mágico, que atraía a la gente. Pero desde que se impuso la lengua de cada pueblo, para hacer sus actos religiosos… En castellano, en español, la misa perdió toda su magia.

¿Y ve la muerte desde un punto de vista cristiano?

El señor Rulfo habla de la muerte, dice que la toma como una cosa natural, que nosotros los latinoamericanos tenemos un modo muy diferente al de los europeos de pensar en la muerte: “Ellos nunca piensan en la muerte hasta el día en que se van a morir”, dice. “Los latinoamericanos están pensando todo el día en la muerte, hasta para despedirse en la noche dicen ‘Dios mediante’ o ‘si Dios nos da vida’, dicen ‘Hasta mañana si Dios nos da vida’. Porque siempre conviven con la muerte”, dice. Y describe –se lo he preguntado– la fiesta del 2 de noviembre, Día de Muertos. “Sí, van todos a los cementerios y comen calaveras de azúcar. Le hacen una ofrenda al muerto y después se comen la ofrenda. Y, según ellos, el muerto viene a visitarlos y se emborrachan y se comen la ofrenda y se ponen unas borracheras feroces… porque le ponen aguardiente al difunto, porque le gustaba tomar aguardiente, emborracharse, entonces también ellos se emborrachan, con aguardiente, mezcal, pulque, lo que sea”, dice el señor Rulfo con risita y los ojos todavía más entrecerrados.

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El señor Rulfo habló de la muerte. Pedro Páramo es un libro de muertos. Pero esta es una entrevista con tabú.