Filosofía, historia y arte en la enseñanza de las ciencias

Por Abel Pérez Zamorano


Filosofía, historia y arte en la enseñanza de las ciencias

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2017, 16:00 pm

(El autor es un chihuahuense nacido en Guazapares, es Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo, de la que es director.)

Es frecuente escuchar entre estudiantes la pregunta: y esto, ¿para qué me sirve?, y tienen razón, relativamente, pues el sustento del profesionista dependerá de su capacidad práctica, y para ello la escuela ha de prepararlos bien.

A fin de cuentas, el conocimiento debe ser útil, ateniéndonos a la fórmula clásica de que no solo se trata de interpretar al mundo, sino de transformarlo. Pero aun siendo esto verdadero, toda tesis cierta, absolutizada y fuera de su dominio, pierde carácter de verdad.

Además, el problema viene cuando la calidad de aplicable se absolutiza, convirtiéndose en criterio único, terminando por llevar a los futuros profesionistas a preocuparse solo de lo que sea “práctico” y “vendible”, pero ya, esto con su necesario correlato: desechar valores humanos que permitirían una relación constructiva y la pérdida del espíritu crítico y la perspectiva histórica. Reducir a un estudiante a alguien que solo “debe saber venderse”, no hace de él un ser humano pleno, sino hombre-mercancía.

Ciencia sin ética ni solidaridad social es un crimen. Por otra parte, la aplicación práctica de un conocimiento puede ser directa, inmediata y visible, pero hay en ciencias básicas, o en disciplinas generales, conocimientos cuya aplicación no se ve, mas sirven de soporte y orientación a las ciencias aplicadas, o en un futuro ayudarán a la tecnología a resolver problemas cuando el conjunto del conocimiento pueda aplicar lo que ahora parecería “inútil”. La utilidad también tiene su tiempo.

La ciencia es un sistema, un todo integrado, no una simple yuxtaposición o amontonamiento de conocimientos, y para el desarrollo de éstos es precisa una cosmovisión que ofrezca una perspectiva amplia de los fenómenos.

Es un problema que, de tanto ahondar en cada disciplina separada, termine por perderse la síntesis integradora; y es precisamente tarea de la Filosofía esta integración de actividades y saberes diversos y dispersos; ella dota a las ciencias particulares de un método y protege contra el misticismo y la magia, donde con frecuencia naufragan muchos pensadores que, sin un asidero superior a su disciplina particular, van a la deriva, como barcaza sin timón. Para navegar se necesitan remos o velas, pero también las estrellas y el sol.

Ante esta tendencia, también la historia juega un papel fundamental en el abordaje abarcador del conocimiento.

Ninguna disciplina científica puede conocerse en toda su profundidad sin estudiarla en su relación con las demás (error que cometen, por ejemplo, quienes pretenden sustraer la Economía del conjunto de las ciencias sociales), y en su devenir, para saber cómo se originó y evolucionó hasta su forma actual. Imposible entender a fondo cualquier ciencia sin el auxilio de la historia.

En Biología así lo mostró Darwin en El origen de las especies, explicando los fenómenos desde una perspectiva evolucionista muy superior al fijismo del siglo XVIII. Tampoco se entienden a fondo las ciencias particulares sustraídas, por equivocación de método, del “reino de los pares de contrarios”, como decía la antigua filosofía hindú.

Por su parte, el arte desarrolla la capacidad de imaginar, indispensable en la ciencia. No puede ser un verdadero innovador en la ciencia quien sea incapaz de imaginar, pues otear el horizonte del conocimiento, asomarse a lo ignoto y tratar de interpretarlo, requiere de una imaginación despierta, claro, firmemente apoyada en la realidad.

También desarrolla la sensibilidad del ser humano, su capacidad de hacer suyos los problemas de otros; es un poderoso impulso a la elevación espiritual. Nadie puede permanecer socialmente indiferente después de leer, por ejemplo, Los miserables, de Víctor Hugo, ver Los olvidados, de Luis Buñuel, la pintura Los comedores de patatas, de Van Gogh, o, en fin, leer las poesías de Neruda, Miguel Hernández o Guillén.

Lamentablemente, como decíamos al inicio, se inculca al estudiante un espíritu utilitarista, que le conduce a despreciar el arte y los conocimientos generalizadores, que permiten una comprensión más profunda y multilateral. Con frecuencia, Filosofía, Historia y arte son considerados “materias de relleno”, “optativas” y “pérdida de tiempo”, distractores de lo “verdaderamente útil e importante”.

Se transmite de generación en generación ésta que también es una filosofía, a la que echaron por la puerta y regresó por la ventana en forma de positivismo y pragmatismo, pretendiendo regir el universo del conocimiento.

El pragmatismo plantea que solo vale y puede llamarse verdadero, aquello que es “útil”; los resultados prácticos son la piedra de toque de toda verdad; el caso es que funcione. El positivismo, por su parte, intenta negar el papel de la Filosofía en las ciencias particulares, aceptando como válido solo el conocimiento experimentalmente comprobable, concreto, puntual, y calificando de metafísico todo intento de generalización como vacua palabrería.

Pero la pura práctica sin teoría es ciega. Forma autómatas, individuos productivos, ciertamente, pero incapaces de comprender la realidad en su conjunto, por ejemplo, condicionados para preocuparse solo de cómo producir mejor, pero desconociendo para beneficio de quién lo hacen.

Se ignoran las relaciones sociales y se robotiza al profesionista, privándolo de visión, criterio y sentido crítico. Igual que ocurre desde los tiempos de la manufactura con la fragmentación de las actividades industriales, en la ciencia se forman especialistas muy avezados en pequeñísimas parcelas del saber, con un conocimiento parcial, que permite conocer la parte pero ignorando el todo: los árboles les impiden ver el bosque.

En conclusión, en la enseñanza de las ciencias debe buscarse el sano y fecundo equilibrio entre el conocimiento práctico útil, herramienta de transformación, que pueda resolver problemas concretos y garantizar el susento del profesionista y su familia, pero sin por ello renunciar al conocimiento general, abarcador, que le permita saber en qué mundo vive, a quién sirve lo que hace, y, sobre todo, las vías para cambiar sus circunstancias.

El hombre no puede constreñirse a una simple adaptación a la realidad, debe saber transformarla, y para eso son imprescindibles tanto el conocimiento científico particular como la Filosofía, la Historia y el arte.