“Estaba ocupada rebelándome contra mi familia y aprendiendo a ser artista”: 100 años de Leonora Carrington

**En México, Carrington no solo se liberó por fin y para siempre del siniestro control de su padre, sino que encontró una nueva fuente de inspiración: la exuberancia del folclore precolombino enriquecieron su ya extraordinario universo creativo.


“Estaba ocupada rebelándome contra mi familia y aprendiendo a ser artista”: 100 años de Leonora Carrington

La Crónica de Chihuahua
Mayo de 2017, 10:33 am

Alessandra Miyagi/ desinformemonos.org

“Estaba demasiado ocupada rebelándome contra mi familia y aprendiendo a ser una artista”, diría hasta el hartazgo, negándose a ser reducida a objeto.

A 100 años de su nacimiento, un acercamiento a Leonora Carrington, una de las más importantes exponentes del surrealismo

Leonora lucía un vestido largo y vaporoso, zapatos de tacón alto, guantes de seda y una tiara decorada con plumas de avestruz que coronaba su cabeza con majestuosa constricción. Abajo, en el salón principal del Ritz de Londres, los invitados al baile esperaban ansiosos verla descender como un ángel por las escaleras de mármol. El 1 de mayo de 1934, Leonora Carrington (1917-2011) se convirtió en señorita, aunque no en la que sus padres habían esperado.

“Yo sé que soy un caballo, mamá, por dentro soy un caballo”, resoplaba de rabia en la habitación, amenazando con arrancarse la tiara y despedazarla a mordiscos. No quería ser presentada como debutante en la corte de Jorge V, y le asqueaba la idea de ser exhibida por sus padres como un poni de feria ante los jóvenes solteros de la alta sociedad británica. Leonora, descarriada, era diferente a todos ellos.

De chica, durante sus interminables lecciones privadas de piano, ballet y bordado, solía ver con impotencia a través de los ventanales del Crookhey Hall —la mansión familiar ubicada en Lancashire— a sus tres hermanos jugando en el jardín. Leonora también quería correr por la hierba, trepar los árboles y ensuciar su vestido con las babas de los cachorros; pero ella era una niña y no tenía permitido salir. Prohibiciones como esta y otros preceptos igualmente sustentados por el machismo la llevarían a asumir una postura feminista que quedaría plasmada en su obra, y que en la década del setenta la llevaría a fundar el Movimiento de Liberación Femenina de México.

Carrington no solo era lista, sensible, excéntrica y rebelde, sino que además su alma ardía con una mancha imperdonable: quería ser artista. Lo había descubierto unos años atrás, en la Academia de Arte de Mr. Penrose, en Florencia, la única institución que la admitió tras ser expulsada de dos escuelas debido a su temperamento indomable. “Tú no haces arte. Si lo hicieras, serías pobre u homosexual, lo cual es más o menos el mismo tipo de crimen”, le respondía furioso su padre cuando ella insistía en dedicarse a la pintura. Sin embargo, fue precisamente aquel temperamento el que la impulsó a estudiar en la academia del cubista Amédée Ozenfant y a huir a París en 1937 con su amante, el pintor surrealista Max Ernst, 26 años mayor y casado por ese entonces. En Francia, Leonora Carrington sería libre para pintar, fumar, escribir y amar a sus anchas. Su padre nunca se lo perdonaría. Y luego de lo que él hizo, ella tampoco lo haría.

“De Max obtuve mi educación: aprendí sobre arte y literatura. Él me enseñó todo”, recordaría mucho después en una entrevista con The Guardian. Lo había conocido a los 20 años en una fiesta pero, en cierta forma, ella ya lo amaba desde hacía un año, cuando descubrió sus pinturas en la International Surrealist Exhibition. Fue él quien la incitó a pintar y a escribir —firmaría nueve libros, entre relatos, novelas y un volumen con sus memorias—, y quien la introdujo al círculo bohemio, donde se hizo amiga de Picasso, Dalí, Éluard, Duchamp, Breton, entre otros. Para Ernst, Carrington era “la novia del viento”; para la tropilla de artistas, su musa. Sin embargo, “Yo nunca tuve tiempo de ser musa de nadie… Estaba demasiado ocupada rebelándome contra mi familia y aprendiendo a ser una artista”, diría hasta el hartazgo, negándose a ser reducida a objeto.

Juntos vivieron dos años de intensa pasión y febril actividad creativa. Por aquellos días, ella pintó su primer cuadro surrealista: “The Inn of the Dawn” (1938), un autorretrato donde se aprecian algunos de los elementos que caracterizarían su singular y alucinada obra: la exploración de la feminidad abordada desde su propia sexualidad; la presencia de muchos animales, especialmente sus adorados caballos; y la inclusión de una simbología personal, alimentada por el folclore celta y el mundo onírico —a los que luego se sumarían la alquimia, la cábala, el folclore mexicano y el psicoanálisis jungiano—. Pero un día llegó la guerra. Y las bestias saltaron de sus cuadros para ahogarla en el abismo de su propia locura.

A fines de 1939 Max Ernst fue arrestado por las autoridades francesas y luego por los nazis, acusado de ser un “extranjero hostil” y de cultivar un arte “degenerado”. Carrington quedó devastada, y manejó hasta España en busca de una visa para Ernst. Ahí sería violada por un grupo de soldados, y sufriría un colapso nervioso que la recluiría en un hospital psiquiátrico por orden de su padre. Tras varios meses de encierro y delirios causados por los ansiolíticos que le inyectaban, fue conducida a Lisboa, donde la esperaba un barco que la llevaría hacia Sudáfrica para ser internada en otro hospital. Sin embargo, logró escapar y pidió asilo en la embajada mexicana, donde gracias a la ayuda de Renato Leduc, un amigo de los días parisinos, consiguió huir a México. Una nueva vida la esperaba.

En México, Carrington no solo se liberó por fin y para siempre del siniestro control de su padre, sino que encontró una nueva fuente de inspiración: el culto a la muerte, la literatura latinoamericana y la exuberancia del folclore precolombino enriquecieron su ya extraordinario universo creativo. En el Nuevo Mundo fundó su nuevo hogar; volvió a contactarse con los surrealistas; cultivó amistad con otros intelectuales —como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Frida Kahlo, Luis Buñuel y Carlos Monsiváis, pero principalmente con Remedios Varo, su cómplice y confidente—; conoció a su segundo esposo, el fotógrafo húngaro Csizi Weisz; continuó luchando por la liberación femenina; y su obra plástica y literaria recibieron finalmente el reconocimiento que merecían.

Leonora Carrington descendió al infierno y volvió convertida en diosa, en la última sobreviviente del movimiento surrealista.