El rechazo a la política, una trampa para el pueblo

Abel Pérez Zamorano


El rechazo a la política, una trampa para el pueblo

La Crónica de Chihuahua
Mayo de 2015, 23:01 pm

(El autor es un chihuahuense nacido en Témoris, municipio de Guazapares, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico-administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.)

En estos tiempos de efervescencia política, cuando se eligen nueve gobernadores de estado, los diputados federales y otros poderes locales en varias entidades, se oye decir, como siempre, a muchas personas de las clases pobres, que no creen en los partidos; que rechazan la política y prefieren refugiarse en la abstención y la indiferencia. Pero esa es una salida falsa ante los males que aquejan a la mayoría de los mexicanos, a los más de 85 millones de pobres, y a los integrantes de la clase media baja, sector que progresivamente se desvanece y pierde aceleradamente el precario bienestar que alguna vez tuvo. Su reacción es la fobia a la política, desde votar o participar en un partido, confiar en una organización o reconocer líderes genuinos que los representen. Esta cultura “antipolítica” se concreta en ideas tan comunes, como que: “todos los políticos son corruptos”; que quien se organiza en un partido o grupo político es porque indefectiblemente busca el poder para robar, el poder en sí mismo; seguro, se dice, sus intenciones son aviesas, “algo quiere”, pues “nadie hace nada por amor al prójimo”, nadie busca el poder para servir a la sociedad, “todos persiguen intereses bastardos”, etc. Y sobre tal diagnóstico viene la reacción instintiva, que no la más acertada: abstenerse de participar en toda organización política, “para evitar ser manipulados”.

Tal rechazo no es un simple prejuicio: revela el hartazgo de la gente hacia la forma tradicional de hacer política, y tiene profundas raíces históricas. Durante siglos, los más pobres han sido víctimas de engaños, desde que llegaron los españoles a despojar de sus tierras a los antiguos mexicanos, a pagarles con aguardiente y a intercambiar con ellos oro por cuentas de vidrio. Desde entonces (salvo honrosos episodios históricos) el pueblo mexicano ha padecido casi quinientos años de explotación, prevaricación y robo descarado por parte de gobernantes sin escrúpulos, privación de libertades y abusos de poder. Después de la Independencia vinieron los imperios fallidos, intercalados con épocas de asonadas, y luego el porfiriato, con un largo período de imposición política por la fuerza, y así, hasta nuestros días, en que predominan los candidatos que se distinguen por prometer lo que jamás cumplirán.

Su propia experiencia ha dejado en el pueblo una arraigada desconfianza y un íntimo desprecio hacia quienes por siglos le han engañado, una actitud que va más allá de la duda natural para caer de lleno en el agnosticismo político: rechazo a los políticos sin distinción, “porque todos son corruptos”, y a la política en general por considerarla, por definición, indigna de personas decentes. Esto pareciera natural, explicable y obvio, mas el negarse a conocer de política, rechazar toda participación en los asuntos públicos o abstenerse en las votaciones, en nada beneficia al pueblo; más bien lo perjudica, pues si se da por válida esta postura es obligado preguntarse: si los más desprotegidos se automarginan, ¿quién podrá exigir, o, llegado el caso, resolver sus múltiples carencias, por ejemplo mediante el gasto público? ¿Quién se ocupará de reclamar o dar atención a los desempleados, a los campesinos en eterna pobreza o a los jóvenes excluidos de la universidad? ¿Quién se preocupará de los obreros, víctimas de abusos sin fin, o de que en las escuelas públicas se dé una educación de buena calidad, o que en los hospitales públicos sí se ofrezca una atención humana y esmerada? ¿Quién vigilará para que en el gasto público ya no se privilegie el apoyo a los consorcios empresariales, o a obras suntuarias, sino a atender las añejas y básicas necesidades de colonias populares o comunidades campesinas o a becar a estudiantes y deportistas de familias humildes? ¿Quién vigilará para que se aumenten los impuestos a quienes más ganan, y se reduzcan a los sectores de bajos ingresos?
Lamentablemente, la respuesta es sólo una: nadie. Está históricamente comprobado que los problemas de la sociedad civil sólo pueden ser resueltos por ella misma, apoyada en sus propias fuerzas, en su unidad y capacidad de reclamo; en consecuencia, al negarse a entender la política y participar en ella, más que resolver sus problemas los agrava, al dejar el poder en manos de quienes tradicionalmente lo han controlado. Este rechazo a identificar por sus hechos a las personas honestas que pueden encabezarlo, educarlo y organizarlo, sólo tiene un resultado: condenarse a vivir por siempre, generación tras generación, en la pobreza.

A final de cuentas, tal actitud conviene a las élites del poder (como las llamó Roderic Ai Camp), pues impide al pueblo construir y confiar en una organización política propia, y darse un liderazgo auténtico que lo encabece; por eso, en vez de la apatía y el agnosticismo debe emprender la difícil, pero posible, tarea de identificar no a quienes puedan “salvarlo”, a pretendidos mesías políticos, que de esos no hay; debe prepararse para asumir directamente una participación organizada y consciente, mas para acometer esta trascendental empresa necesita superar el agnosticismo político, que es paralizante.

No olvidemos que los partidos son el instrumento por excelencia de clases y sectores de clase para reivindicar sus derechos y luchar por el poder, y que en política los individuos aislados se reducen a la nulidad. Así pues, los marginados de nuestra sociedad no pueden conformarse con la tan traída y llevada alternancia partidista, simple cambio de apariencia que no pasa de ser una mera ficción que nada les ha dejado, como no sea la vaga sensación de cambio, a lo sumo de colores en los muros, en los apellidos de los gobernantes o en el discurso oficial, pero sin efecto real alguno en el bienestar de las familias. Por su propio bien, y para el progreso de México, la sociedad civil debe superar el agnosticismo político y la fobia a participar.