El horror nuestro de cada día (No. 200)

BESTIA CONDENADA A CRUEL ENCIERRO


El horror nuestro de cada día (No. 200)

La Crónica de Chihuahua
Agosto de 2014, 23:56 pm

Por Froilán Meza Rivera

Entre las paredes del cuarto prohibido, detrás de la puerta atrancada por fuera y cegada con candados y fuertes cerrojos, estaban contenidas la desgracia y la maldición.

El individuo cuyo nombre ignorábamos nosotros en nuestra condición de mocosos nada confiables, estaba ahí ya desde antes de que hubiéramos nacido, y purgaba una indescifrable condena por algo que no había hecho, sino padecido. A nosotros sólo llegaban frases incompletas, palabras entrecortadas y susurros, muchos susurros que lo único que lograban era que, lejos de abandonar la curiosidad, nos quemara peor.

Desde niño, cuando empecé a conocer los retazos de esta historia, quise entrar al cuarto prohibido, y busqué desde afuera algún resquicio, algún minúsculo agujerito que me permitiera atisbar al interior para saber si era verdad que la maldición que cayó sobre “la bestia” lo había transformado en algo como un animal con orejas largas, hocico, garras y mucho pelo.

Por supuesto que todo estaba previsto para que nadie se asomara al interior de aquella pieza de piedra y argamasa. Yo me quedaba con frecuencia en mi ventana para ver, y esperaba a que dieran las doce de la noche, para mirar, a ver si salían chispas o se desprendía algún fantasma fosforescente por entre las piedras. Me cansaba de esperar y caía dormido con gran pesadez.

De una manera milagrosa, me tocó presenciar el milagro esperado durante tanto, cuando, teniendo yo ya mis 16 años florecientes, llegué tarde a casa una noche, y al pararme frente a la ventana, la vi.

Imposible: de la pieza de piedra habían descorrido los cerrojos y quitado la tranca, y salió al patio una mujer alta y delgada, con un largo vestido negro, delgada hasta la inanición aunque se notaba cierta belleza en sus rasgos trasijados. Y sin el menor soplo de viento en la calle, a ella le volaba la cabellera negra, tal vez electrizada, y su figura parecía flotar en sus evoluciones alrededor de esa casa.

La mujer pasó por debajo de mi ventana y dio la vuelta a la manzana, completó una vuelta, me consta porque bajé y la seguí por el callejón de atrás y por la avenida que daba al frente de la casa del misterio, para volver a mi calle y a la puerta misteriosa del cuarto prohibido.

Quise hablarle, pero ella sólo volteó su rostro famélico hacia mí, y sus ojos que parecía tener hundidos hasta lo profundo del cráneo, me regalaron con el único contacto directo que tuvimos en la vida, y yo sentí que, al influjo de aquella mirada honda de tristezas, de mi propia alma brotó una tristeza propia, profunda tristeza y un pesar enorme.

La perdí de vista cuando me distraje con los sentimientos terribles que me contagió la mujer, y ya jamás la volví a ver.

Al día siguiente cuando terminó la noche conmigo insomne y abatido, y cuando el sol brilló pero no calentó mis huesos tristes, me enteré: la “bestia” condenada a purgar encierro de por vida, había muerto ayer en la mañana y habían sido llevados sus restos a incinerar para que de ella no quedara recuerdo ni rastro material.

Murió ella (yo siempre supuse que se trataba no de una mujer delicada, sino de algún hombretón de seguro aspecto feroz) de tristeza, dijeron. De tristeza murió, de abandono y de depresión profunda.

¿Y cómo no, si el encierro y el aislamiento debieron haber sido muy efectivos como tortura y castigo?

Cuando yo la vi y la seguí alrededor de la cuadra, ella ya no existía, cuando me dio como obsequio una minúscula parte de su infierno en vida al mirarme, ella era ya sólo cenizas. Cuando su fantasma compartió conmigo las llamas del infierno suyo, ella ya no era de este mundo.

Lo único que nunca pude saber con una mínima certeza, fue la causa de su encierro y de su castigo, y a pesar de que escuché muchas versiones acerca de ello, prefiero no saber. Lo único que deseo, y ruego por eso, es que la milésima de sufrimiento que me compartió, le haya descargado parte del infierno en vida que vivió mientras no moría.