El horror nuestro de cada día (CL)

EL JOROBADITO Y MIS HIJOS. (Sucedió en calle 10a y Mina)


El horror nuestro de cada día (CL)

La Crónica de Chihuahua
Octubre de 2012, 01:41 am

Por Froilán Meza Rivera

Hace casi 50 años, las estrictas y secas mujeres de esta rama de la familia De la Barrera, mantenían encerrado a un sobrino, un pequeño enfermizo del que se avergonzaban, tal vez por su joroba. Las llenaba de vergüenza, quizás, el hecho de que el niño nunca albergó ni manifestó sentimiento alguno de odio hacia sus carceleras, sino un amor y una dulzura que ellas no pudieron comprender, ni soportar.

Francisco Javier, “Panchito” estaba recluido en un cuarto grande sin ventanas, como para que el jorobadito no se asomase al mundo exterior, o para que a nadie se le ocurriese mirar hacia adentro. A la luz del día salía muy de cuando en cuando el niño, de la mano de una de esas señoras cincuentonas que lo ocultaban a los ojos de los vecinos. Pero sólo para ocasiones de muy extrema necesidad, como su primera comunión. Cada mes, una de las tías lo llevaba a comulgar al templo de Santa Rita, aunque nunca con sol porque esperaban siempre a que cayeran las sombras de la noche.

Pero un día, Panchito murió, víctima de la condición que le dificultaba respirar, con su caja torácica que oprimía sus pulmoncitos.

La casona de la calle Mina, donde hoy en día está un restaurante, permaneció abandonada durante más de veinte años, una vez que sus tres moradores hubieron rendido cuentas a la eternidad, primero Panchito y no mucho tiempo después sus tías. Estaba esta casa toda llena de escombros pero sin muebles, y cuando entré como nuevo inquilino, solamente para dejarla habitable me llevó todo un mes de trabajo intenso. Yo me prendé a simple vista de la casa porque me fascinó su fachada con filos de cantera y su estructura de altas paredes con patio en medio, sus ventanales forrados de recias rejas de hierro forjado.

Cuando se terminó la remodelación, me traje a mi esposa y a mis tres hijos a vivir, y estábamos encantados todos con la nueva morada. Ella, porque pudo desplegar sus dotes de decoradora en una casa tan amplia como nunca habíamos habitado; yo, porque tuve a mi disposición un galerón completo para mis trabajos de ebanistería fina. Mi hijo mayor fue el menos entusiasta, pero las dos niñas pequeñas tenían el patiezote y el jardín para sus juegos.

Yo no tenía en ese entonces la más ligera noción de los habitantes que hubo en la casona antes, porque mi curiosidad era casi igual a cero, y sólo hasta tres meses después, por casualidad, me enteré de la historia del jorobadito.

Recuerdo que desde que hice la limpieza y la remodelación, aquella estancia sin ventanas siempre me trajo escalofríos, usted sabe, lector, como cuando se acerca uno a un lugar peligroso. Por algo que no me explicaba, nunca iba yo a ese cuarto especial que mi mujer convirtió en una especie de bodega.

Un toque de felicidad llegó ese verano con la ocurrencia de mi esposa de comprar una alberca de plástico que colocamos en el centro del patio y en la que las niñas se pasaban horas después de la escuela, y todo lo largo del fin de semana, chapoteando y jugando hasta que se cansaban de tanto ajetreo. Nosotros las veíamos desde la ventana gritar y chapotear, pero una vez que fui a recoger la manguera, me llamó la atención que tanto Paty como Clarita se mantuvieran en un extremo de la alberquita.

“¿Por qué se arrinconan allá?” —les pregunté, inocente.

Patricia, la menor, me contestó de inmediato: “Es que le dimos un lugar a Panchito, para que también juegue”.

—Ah, bueno, que se diviertan... ustedes dos... y Panchito. —dije, un poquitín desconcertado, pero conforme porque estaban felices y tranquilas mis niñas. El tal Panchito se convirtió en compañero inseparable de Paty y Clarita, y participaba en todos sus juegos. Una excentricidad que tolerábamos de nuestras hijas, fue que siempre en la mesa, se debía reservar un lugar y un plato para el invisible Panchito.
“Panchito está malito”, me reveló un día Clarita. “Pobre”, contesté sin idea de decir otra cosa ante el juego aquel que ya estaba yendo muy lejos.

Otro día me intrigó que Patricia jugara echada sobre la duela del cuarto sin ventanas con un mazo de tarjetas anudadas con un listón negro. Había sacado algunas la niña, y vi que eran tarjetas de funeral, de las que se reparten durante los servicios religiosos, con el nombre y la edad del personaje, y con la fecha de defunción.

“A ver, m’ija, qué traes”.

“Ah, éstas las encontré aquí”, dijo, y señaló la pared del cuarto. Yo estoy seguro que había revisado todos los rincones y grietas de la casa, porque me encargué personalmente de limpiar y resanar cada palmo, y nunca vi que hubiera tarjetitas de éstas en ningún lado. “Niño Francisco Javier Ortega Tachiquín, 7 años. Falleció el 2 de octubre de 1964”. Como fuera, pero le quité a la niña las tarjetas y le ofrecí que jugara mejor con su hermanita a las muñecas.

Me asaltó la idea de que el Panchito con el que jugaban las niñas fuera este Francisco Javier de las tarjetas, porque mi esposa y yo siempre supusimos que se trataba de uno de esos amigos imaginarios que tiene la mayoría de los niños muy pequeños.

Otro día en que visité a una vecina a la que le estaba restaurando yo una cómoda de caoba, me dijo la anciana, como descubriendo un secreto: “Oiga, joven, ¿usted está viviendo en la casa de la Mina, la de la esquina con rejas en las ventanas?”

—Sí, señora, ¿conoció usted a los que vivían antes ahí?

“Sí, cómo no, pero no crea que era yo amiga de las señoritas Tachiquín, es que eran muy reservadas, y estaban solas, parece que se mantenían con la renta de un edificio del centro...”.

La lengua se le había soltado a mi vecina.

“Y es que tenían ahí a un pobrecito niño, al parecer sobrino de ellas, hijo natural de otra hermana más joven que se fue del país, era jorobadito el inocente, y nunca lo sacaban... ¿me puede creer si le digo que tenían vergüenza de él? ...el pobre niño era muy bueno, yo me lo encontré una vez en el parquecito con una de las tías, y se ve que era muy cariñoso con los extraños, como que le faltaba cariño de las señoritas”.

—¿Y no se acuerda usted, de casualidad, cómo se llamaba el niño de la casa?

“Sí, joven, se llamaba Panchito, creo que Francisco Javier, y se murió cuando tenía como la edad de mi nietecito éste, el güerito que le abrió a usted la puerta”.

Cuando mi casero, un sobrino de las señoritas De la Barrera, tuvo a bien recogerme la casa una vez que se dio cuenta el marrullero sujeto de las maravillas que obré en su conservación y en el aspecto, nos vimos obligados a salirnos de ahí. Para llevarnos todo, contraté yo una “carga ligera”, que así le llamaban aquí en Chihuahua hace años a las camionetas de mudanza. Estábamos todos afuera, ya teníamos todo empaquetado, y listo estaba el embarque en la calle, pero las niñas corrieron antes de que cerrara yo el portón del frente, y se dirigieron al cuarto sin ventanas.

Al salir mis pequeñas, me dijo Paty, con toda la naturalidad de la inocencia de sus añitos: “Nos fuimos a despedir de Panchito”.