El horror nuestro de cada día (359)

¿Y A POCO TÚ NO CREES EN LAS ÁNIMAS DEL PURGATORIO?


El horror nuestro de cada día (359)

La Crónica de Chihuahua
Enero de 2019, 19:50 pm

Por Froilán Meza Rivera

Esta experiencia del más allá que les relataré, sucedió precisamente el día en que más mal me había ido en toda mi estancia en la ciudad de Querétaro.

Ese viernes, al rasurarme en la mañana, me corté con la navaja. Al desayunar, se me derramó un vaso con jugo de betabel sobre mi reluciente camisa nueva que empezaba a estrenar...

No digo que me faltó que me orinara un perro, porque eso precisamente fue lo que hizo el animal de la vecina en la alfombra verde que acababa yo de poner a la entrada del departamento.

En fin, mi esposa, que todavía era mi novia, me sorprendió justo cuando una amiga me daba un inofensivo e inocente beso en la mejilla para despedirse después de que me hizo el favor de traerme hasta mi domicilio, con toda la bondad del mundo, una partitura que dejé yo olvidada el día anterior en casa de su novio. Supongo que desde la entrada, Mirna no vio muy bien si el besito fue en la mejilla, o si fue beso volado, o qué, pero en cuanto se fue mi amiga, me acomodó un cachetadón que, sinceramente, yo no me lo merecía, y salió dando un portazo.

Pero lo peor fue cuando faltaban 25 minutos para las siete de la tarde, y me habló mi tecladista para avisarme que estaba enfermo y que su carro se lo había llevado su mujer al Distrito Federal, que lo disculpara pero que tendría que tocar sin él esa noche.

“¿Y ahora en qué me voy a ir a Jurica, cabrón?”

“Pos toma un taxi”, me dijo el infeliz irresponsable, sin tomar en cuenta que mi departamento estaba a cinco cuadras de la avenida grande más cercana, y que en Querétaro simplemente no puedes pedir taxis por teléfono, y menos un viernes.

El hotel Jurica Mission Park está en Juriquilla, algo así como a unos 15 minutos de la salida de la ciudad en carretera, y a unos 35 minutos de donde yo vivía.

Para acabarla, que me habla el gerente del hotel, y que me amenaza con que si no llego yo en 20 minutos, que me despide, porque el bar estaba a reventar y le urgía que me fuera yo a cantar.

“Pero es que ya me quedó mal el tecladista, y yo no tengo carro...”.

“¡Me vale! ¡O llegas, o llegas, y te apuras!”.

Y ahí voy con mis cachivaches: una bocinota marca diablo, el teclado del jijoesú de mi amigo, y mi guitarra en el estuche, yo sudando, todo bofeado, llego a la primera avenida, ya oscuro, y no se ven taxis... y me arranco en un segundo aire a la avenida principal del barrio... y nada.

Cuando ya estaba a punto de suicidarme con un peine que llevaba, no sé por qué, pero en ese momento me encomendé a las Ánimas del Purgatorio, que ya me habían auxiliado antes en otro difícil trance.

En eso estaba, cuando llegó un chavo jovencito en un carrito gastadón pero ronroneando, creo que era uno de esos Brasilia, modelo como del 75, anaranjadote. Y que me dice el chavo: “¿Qué? ¿quieres un aventón?”.

“Ups, mi buen, sí, pero no creo que vayas al Jurica”.

“Para allá voy, súbete... ahí te ayudo a subir las cosas”.

Y que se baja el chavo y que me ayuda a subir las cosas al carrito, y que se arranca y allá vamos...

Se veía buena onda el chamaco, aunque un poco serio.

Y llegamos al hotel en el que me estaba yo presentando, y que le digo que muchas gracias, que me apenaba mucho haberlo desviado de su camino, pero que prácticamente me había salvado la vida.

“No, no me desviaste, yo aquí vivo enfrente, más bien te agradezco a ti haberte podido ayudar”, me dijo, y le volví a dar las gracias.

Como me entretuve en meter los cachivaches y en acomodar todo para mi show de un solo hombre, y como yo siempre llegaba al hotel de noche, nunca supe qué colonia o pueblito estaba enfrente. Simplemente, nunca me fijé antes.

Total, que canté y toqué mi guitarra toda esa noche hasta que cerró el bar. Y cuando en la madrugada estaba yo acomodando de vuelta mis cachivaches en una camioneta del hotel que me prestó el gerente, entonces me fijé que enfrente no había nada, puros árboles y una barda.

Pregunté al guardia de seguridad que qué colonia o pueblo había por aquí, me dijo que nada, que sólo estaba el panteón.

A mí me sacó mucho de onda, y sólo hasta entonces me cayó el veinte de que tanta buena suerte no pudo haber sido una casualidad: En primer lugar, ¿qué tan probable era que alguien se atreviera no a dar, sino a ofrecer un aventón en una calle de Querétaro? Ni loco... En segundo lugar: ¿por qué a mí? y ¿por qué un segundo después de haberme encomendado a las Ánimas del Purgatorio? Y en tercer lugar, ¿no era una enormísima casualidad que este chavo viniera exactamente para acá? ¿Y a un panteón?

Será el sereno, pero ahora yo ya no tengo ninguna duda de que mi salvador fue un muertito, de esos que se encuentran en el limbo y que esperan que se les invoque, creo yo, para ganar puntos en su tormentoso y difícil viaje al Cielo.