El horror nuestro de cada día (356)

VAGABUNDO DE LAS ESTRELLAS


El horror nuestro de cada día (356)

La Crónica de Chihuahua
Diciembre de 2018, 20:33 pm

Por Froilán Meza Rivera

“Ándale, Perro, dame un fachito, no seas malhora, ándale, ándale, no seas gacho, no te va a pasar nada si me das tantito, no te lo vayas a acabar todo, déjame aunque sea para enjuagarme la boca”. El angustiado requerimiento mereció que el Perro Rabioso le propinara un rodillazo en la boca al molesto individuo.

“¡Vete a la chingada, garrapata chupasangre!”

Con el golpe, el Perro logró que el paria de cabellera ensortijada y pastosa de grima, se le desprendiera de su pierna, a la que estaba aferrado éste, como náufrago a un madero.

El Ramón perdió el equilibrio y cayó con los dientes sobre el cemento, donde dejó un reguero de sangre y piezas dentales. ¿Cuántos dientes había ofrendado este guerrero de las peleas más sangrientas, en batallas que siempre perdía, desarmado como estaba para la vida?

Pero todavía el Perro, enceguecido en la defensa de su último cuartito de alcohol, machacó con su bota la cabeza del Ramón, y remolió los dientes caídos contra los molares que aún quedaban fijos en el maxilar del abatido sujeto.

“¡Andale, cabrón, a ver si dejas de meterte conmigo, animal, púdrete en tu propia mierda!”

Hasta ese día de su muerte, el Ramón había arrastrado su destartalada humanidad con aparente indiferencia hacia su misma persona y hacia quienes lo rodeaban. Mientras caminaba por la banqueta de la avenida Universidad, se agachaba el vagabundo constantemente para recoger papelitos y basura menuda que examinaba haciendo “bizcos”. Tiraba el Ramón su botín inmediatamente, para reanudar su marcha, gesticulando sin cesar.

De cuando en cuando, el astroso individuo se asomaba a los botes de basura para cumplir con la obligación de matar el hambre con sobras. A veces, alguien le extendía un mendrugo de pizza o las sobras de una mesa, y eso era todo un banquete.

“¿Cómo te llamas? -Le preguntaban ocasionalmente las gentes con curiosidad.

“El Ramón, ji-ji-ji-ji”. -Contestaba como no creyendo que alguien se interesara, tan modesto era, y tan en baja estima se tenía.

“¿Qué edad tienes?”

El Ramón se salía por la tangente, y mascullaba expresiones ininteligibles que parecían palabras. Tal vez tuviera unos 50 años, tal vez más, su rostro no lo revelaba. Llevaba barba crecida, mugrosa y con plastas de mugre, producto de haber pasado meses -tal vez años- sin bañarse, Sus ropas -o lo que quedaba de ellas- eran jirones informes brillantes de grasa y de un color gris pardo.

El Ramón murmuraba palabras raras y te miraba con ojos que no te veían, como si fueras transparente y se pudiera ver a través de ti.

El Ramón iba por la vida sin rozarla apenas, tan desapegado era de las cosas materiales que preocupan al resto de los mortales.

“Es como un ángel”, dijo de él un día la Martha, prostituta de mediana edad a quien sus compañeras reconocen que posee el raro don de ver adentro del alma de las personas.

“Es un ángel verdadero, un enviado del cielo que trae la encomienda de luchar por nosotros las batallas que nos son muy dolorosas”, decía la Martha las veces que contemplaba al Ramón echado en la banqueta a todo lo largo, cuando roncando salpicaba con babas sus desgraciados ropajes.

Cómo lo admiró.

Las otras mujeres, embelesadas en la expresividad de Martha, no se dejaban arrastrar por la rara elocuencia.

“¡No manches, manita, estás hablando del Ramón, no del arcángel Gabriel!”

“Pues eso es el Ramón, un arcángel, ¿es qué no le has visto nunca los ojos? ¿Nunca te has hundido en la mirada de sus ojos de color miel? Míralo nomás de frente, y te juro que es como si te quisiera tragar un torbellino”.

Para un observador ajeno, esa charla entre las mujeres hubiera parecido una burla cruel hacia la persona del teporocho que dormía la mona frente a ellas, pero las otras prostitutas sabían muy bien de qué estaba hablando la Martha. En verdad, todas ellas habían sido atrapadas alguna vez en el torbellino que parecía rodear al indigente mugroso.

Y era ése un gran misterio, que se llevó el hombre a la tumba.

“¡Andale, desgraciado, muérete, a ver si se te vuelve a antojar mi aguardiente!”
El Perro Rabioso terminó por aplastarle el cráneo a su víctima con un bloque de concreto.

Completamente desquiciado, el Perro sumó la defensa de su alcoholito con la rabia de una envidia que tuvo siempre hacia el Ramón. Nunca alcanzó el pobre hombre a comprender por qué chingados el otro siempre iba por la vida como rozándola apenas, ajeno al mundo, pero expiando en sus propios sufrimientos los del resto de nosotros los mortales.

“¿Y si deveras era un arcángel?” -Gritó de repente el Perro como dándose cuenta de lo que había hecho, y se precipitó en una crisis de llanto arrepentido. Y lloró interminables horas encima del cadáver de aquel guerrero desarmado que había expirado con los ojos abiertos como absorbiendo por última vez todos los pecados del mundo.