El horror nuestro de cada día (354)

LEYENDA DEL RÍO CHUVÍSCAR: REUNIÓN DE TODAS LAS BRUJAS Y BRUJOS


El horror nuestro de cada día (354)

La Crónica de Chihuahua
Octubre de 2018, 17:00 pm

Por Froilán Meza Rivera

Vivía yo con mi familia aquí en la ciudad, por el rumbo de los Bajos del Chuvíscar (cerca de lo que es hoy en día el tristemente célebre Barrio Bajo), donde había un bosquecillo de ribera, algo tupido y sombrío, muy socorrido por las familias para hacer días de campo. Esta arboleda con su tupido jarillal, sin embargo, era muy temida por las noches, y nadie en su sano juicio se hubiera aventurado a pasar por ahí en las horas de oscuridad. Ahí se reunían -según se contaba- todas las brujas y brujos de la comarca, en un desbocado y terrible aquelarre y en una orgía que terminaba casi al amanecer.

Algo tan temible no podía escapar a la atención de los curiosos jovencitos que éramos nosotros entonces, y más que en aquel vecindario de los Bajos nos rodeaban las sombras, el misterio y el miedo, con sólo voltear hacia la alameda.

Recuerdo desde que era niña, que la víspera de Todos los Santos era muy especial porque se usaba que hubiera guardia de fieles en todos los templos, y que rezaban interminables rosarios para ahuyentar al maligno y a sus “maléficos devotos”. Esos fieles guardianes tocaban en las campanas cada hora el fúnebre toque de difuntos, el famoso doble: taan-tán, taan-tán, hasta diez toques por vez. En mi casa, en ausencia del abuelo que nunca dejó de participar en aquellas dichosas guardias, mis tíos y demás parientes aprovechaban esa noche para reunirse, al calor de una fogata en el patio hasta muy tarde, para contar anécdotas e historias de miedo.

Muy grabada tengo todavía una historia que contó mi papá, quien en un tiempo trabajó como arriero de un tren de mulas que surtía de carbón a la ciudad. Venía él una noche solo, precisamente un 31 de octubre, subiendo la Cuesta de Sacramento, famosa entonces porque anidaba ahí una banda de saqueadores de caminos, y escuchó a lo lejos que empezaron a sonar las campanas de la Quinta Carolina, distante todavía como tres leguas.

Y con aquellos fúnebres toques, sintió miedo.

Sin haberse repuesto del susto, más adelante, en un cerrito que llamaban Del Calvario porque había ahí una calera, debía mi padre dar vuelta hacia abajo, rumbo al río. Apenas había dado la orden a su cabalgadura para tomar aquel atajo, cuando al pie de un encino, se encontró de frente con una mujer. Iba ella toda de luto, embozada con una enorme pañoleta también negra, y cargando un canasto de mimbre. No le dio tiempo para esconderse ni para correr. De forma muy natural, la mujer saludó a mi padre con un “buenas noches”, a lo que él contestó “buenas noches le dé Dios”, y a toda prisa se escurrió el hombre en su cabalgadura hacia delante, sin volverse.

Trató mi papi de explicarse por qué aquella mujer estaría parada en aquel peligroso paraje. “Y en una noche tan temida”, pensó.

“¡Es una bruja! ¡Es la víspera de Todos Santos!”, exclamó en voz alta al recordar la fecha.

Mucho tiempo después se enteró mi padre que abajo del Cerro del Calvario, en el arroyo había un manantial al que por alguna razón nombraban La Fuente de las Brujas.