El horror nuestro de cada día (336)

SACRILEGIO EN EL PANTEÓN DE DOLORES


El horror nuestro de cada día (336)

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2018, 18:50 pm

Por Froilán Meza Rivera

Hidalgo del Parral, Chih.- Que soplaba un viento frío que aullaba al pasar entre las hojas de los escasos árboles, dice el relator de esta historia. Que era invierno. Que la luna, entonces en cuarto menguante, daba al lugar una iluminación más tétrica de lo que ya era. El “valiente” borrachín iba animado por el efecto de las copas que había ingerido, y llevaba todavía una media botella de aguardiente para darse valor, pero el frío ya le empezaba a hacer mella en lo físico, como en su espíritu.

Al llegar al centro del cementerio, aquel loco voluntario ubicó la tumba con la luz plata de la luna. Ya iba “cabreado” el hombre, y a cada instante que pasaba, lo vencía la creciente conciencia de lo que estaba haciendo. Pero en fin, ya había llegado demasiado lejos como para volverse atrás, así que sacó de entre su capa el martillo y el famoso clavo que sería la prueba de su victoria...

Borrachos siempre ha habido, e insensatos también. Esto que reproducimos aquí sucedió en tiempos de la Colonia y, aunque no hay fecha, dicen en Parral que fue a finales del siglo Diecisiete.

Había entonces aquí muchos aventureros españoles que llegaban a buscar fortuna a estas septentrionales provincias, “a hacer la América”, como era la expresión de moda. En una taberna que combinaba el servicio de bebidas alcohólicas con las comidas preparadas aquí mismo, así como la renta de cuartos y de establos para los viajantes, estaba un grupo de alegres y achispados parroquianos en torno a una mesa.

Esa vez el tema principal de la plática eran las historias de aparecidos y espantos. Entre los compañeros de copas había quienes sostenían que los fantasmas y espíritus chocarreros eran reales —y daban datos de los fenómenos que habían presenciado u oído de quienes habían sufrido alguna experiencia similar—. Pero había otros, más incrédulos, entre los que uno destacaba por su insistencia en que dichos fenómenos no existían sino en las cabezas calenturientas de la gente ignorante del pueblo. Tanto insistió en querer probar sus ideas, que concretó un reto hacia sus compañeros de mesa para ir de inmediato al mismísimo centro de operaciones de los espíritus: al cementerio.

Ante esto, los compañeros enmudecieron de repente, ante la proposición.

¡No! Dijo uno de ellos, “porque además de estar cerradas las puertas del camposanto, no hay quien tenga valor para hacerlo”.

“Además, sería un sacrilegio y una falta de respeto a los difuntos que ahí descansan”. –replicó otro.

“Pues entonces, ¿no es durante las horas de la noche cuando menos descansan los muertos? Si los espíritus están activos a esta hora, presto los veremos salir de sus tumbas o bien entrarse a ellas si han terminado sus tareas de espantar a la gente”. El temerario llegaba a extremos de provocar a sus eventuales amigos.

Repitió el reto, envalentonado, aquel caballero de capa y espada.

Nadie tomaba el desafío como propio.

“Bueno, hágase como digo, y viendo que nadie aquí hace suya la prueba, iré solo al cementerio”.

Y se hizo la apuesta y establecieron los bebedores de vino las condiciones de apuesta tan descabellada. El retador tendría que ir a la tumba de una hermosa dama que estaba recién sepultada, donde había una lápida de piedra. Dicha tumba se localizaba a mitad del panteón. La prueba sería colocar un clavo en dicha lápida.

Aceptada la apuesta, proveyeron al caballero de clavo de tres pulgadas y de un marro, y entre los gritos de los compañeros, fue escoltado hasta la salida de la taberna y llevado por ellos hasta la puerta del atrio de la iglesia en cuyo atrio se ubicaba el cementerio.

Entró. Y se animó al imaginarse en el premio que ganaría, que eran tres botellas del mejor vino de la taberna y que degustaría él junto con el resto de los parroquianos la noche siguiente.

Procedió entonces a golpear el clavo sobre la lápida de la tumba. Fue aquí cuando le invadió el ineludible sentido del miedo. Una vez que hubo asegurado a golpes el clavo a la piedra, arrojó a un lado el martillo y se volvió hacia el camino de la entrada.

Pero no pudo dar primer paso porque algo lo detenía. En medio del terror más profundo, sintió que algo lo llevaba hacia aquella sepultura, y pugnó por escapar, pero el corazón en su pecho se le reventó, y murió.

Los compañeros de parranda se cansaron de esperarlo, y en la madrugada se encaminó cada cual a su morada. A la siguiente mañana, el cuidador del panteón descubrió un cuerpo caído sobre una tumba, y al acercarse, pudo ver que la capa de aquel infeliz estaba clavada a la lápida.